Franz Kafka (A 100 años de la muerte del escritor), por JOSÉ PRATS SARIOL


Franz Kafka. ARTILLERÍA INMANENTE
pOR JOSÉ PRATS SARIOL
Los intelectuales cubanos no sujetos a doctrinas cerradas, conmemoramos el centenario de la muerte de Franz Kafka para sugerir analogías con nuestra nación y con nosotros mismos. Revelar cómo han cambiado nuestras impresiones, que confieso como un tránsito del ágora, de sus resonancias en la filosofía social hacia mi psique, hacia mí como individuo. Y viceversa. Comprendiendo lo kafkiano como "dicho de una situación: absurda, angustiosa", según el diccionario de la RAE. Y desde la certeza de que nada más insólito que lo cotidiano, nada más fantástico que la realidad; como Arístides Fernández, Virgilio Piñera, Calvert Casey…, leyeron en su obra.
Se entiende que muchas situaciones kafkianas caracterizan la saga del planeta, de las personas, de ahí las "orgías interpretativas", según su perspicaz estudioso y traductor José Rafael Hernández Arias. Cuba ocupa en la "orgía" un sitio muy singular, porque lo kafkiano caracteriza la actual crisis humanitaria y el peligro de una implosión social, que abre un laberinto de preguntas. Cuba exhibe hasta hipótesis incomprensibles bajo la perspectiva de la lógica para solucionar la crisis, bajo sensaciones de agobio y angustia. Zozobra y desasosiego donde los cubanos cuestionamos las percepciones de nuestro país tal y como lo conocemos. Y desde luego de cada uno de nosotros, de mí como un individuo transterrado que salta de duda en duda.
Esta lectura avanza por las recepciones de autores cubanos desde la bibliografía directa: Kafka Relatos (Editora Nacional, 1964); El proceso (Instituto del Libro, 1967); Relatos (Arte y Literatura, 1968); América (Arte y Literatura, 1985); El castillo (Arte y Literatura, 2001); y La metamorfosis (Arte y Literatura, 2012). Recuerda a Ambrosio Fornet entre los que posibilitaron, prologaron, escribieron las notas de contracubierta. Valora las apreciaciones antes y después del Congreso Nacional de Cultura. Es decir, antes de abril de 1971, cuando se impuso el marxismo-leninismo de la Academia de Ciencias de la Unión Soviética. Lo que significa estudiar a marxistas europeos admiradores de Kafka, como Georg Lukács, Ernst Fischer, Roger Garaudy, Arnold Hauser, Galvano della Volpe… Cuyas obras, muchas veces inteligentes, circularon en Cuba hasta la revista Pensamiento Crítico, clausurada —como el Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana— como parte de las exigencias de Moscú para sostener la economía cubana, tras el fracaso de la tristemente célebre Zafra de los 10 Millones, que al menos dejó —sesgo kafkiano— una popular banda, Los Van Van, fundada en diciembre de 1969 —cuando la consigna era "¡De que van van!"— mientras el país y sus medios de difusión y recreación sucumbían al voluntarismo disparatado de Fidel Castro, personaje digno de El castillo de Kafka. Analogía ignorada entonces porque en realidad se trató ideológicamente de manipularlo, exhibirlo solo como ejemplo de crítica a la sociedad capitalista, a la enajenación y cosificación que ella engendraba. Manipulación que entonces ya veíamos como simplista, al excluir la enajenación socialista, el autoritarismo del otro lado. Aunque lo peor fue minimizar los profundos ángulos ontológicos, de intemporal hondura existencial y desafíos al hombre-masa, que le han otorgado —junto a Marcel Proust— el ascenso a la cumbre de la narrativa.
Hablar de zozobras en literatura implica —reitero— la familiaridad con la obra de Franz Kafka. Sus novelas y cuentos resplandecen en 2024 mientras Cuba continúa mezclando lo kafkiano y lo orwelliano. Entre escombros de los que en alguna proporción somos culpables. De ahí que nos sintamos como los ratones del cuento "Josefina, la cantora". Otro pueblo como el judío —mutatis mutandis— donde sentirse ratón es lo más natural del mundo.
Caracterizar lo kafkiano como "una situación absurda, angustiosa", no se circunscribe a la miseria, un gobierno, un sistema social, regímenes como el cubano; sino que incluye a los individuos que son o no conscientes de existir para padecer una vida absurda, angustiosa. Incluye situaciones comunes en muchas familias, no solo patriarcales; angustias en escuelas propensas al bullying, donde no se impiden los acosos. Kafkianas son chatarras mediáticas —incluye la excesiva publicidad política— que conscientemente alimentan la inercia mental. Kafkianos son textos que sin el menor pudor llaman poemas…
Los orbes expresivos de Kafka se asentaron en un excepcional admirador, Elías Canetti. Mi contribución a la bibliografía cubana sobre el tema advierte la analogía entre ellos. Sobre las referencias que retroceden de El otro proceso de Kafka (1969) a su única novela —Auto de fe (1935)—, sobre la diáspora judía y el asedio escéptico a la conciencia, se evidencia que Elías Canetti sería menos aprehensible sin la lectura de Kafka. Ignoro en qué mes de 1924 regresó Canetti a estudiar Química a Viena, pero ese mismo año y muy cerca, en el sanatorio de Kierling, moría Kafka de tuberculosis, el 3 de junio, un mes antes de cumplir 41 años. Canetti entonces apenas tenía 19 —viviría casi 90—, pero ya había dejado el sefardí materno y el búlgaro por el alemán, como Kafka el checo de su ciudad natal por la lengua dominante en la región.
Ambos, al optar por el alemán, experimentan un extrañamiento hacia la palabra, una distancia respecto del medio de expresión. Cualquiera puesto a escribir en otro idioma lo sabe, pero la intensificación connotativa de la literatura recrudece los retos, al añadir en algún grado cierta sensación exótica, ajena, quizás animadora de los signos lingüísticos. Kafka y Canetti —por lo menos bilingües—, coinciden en su relación con el idioma, lo experimentan fuera de la norma lingüística de la cual provienen, a lo que se añade la relación —sobre todo de Kafka— con el yidish, y la familiaridad de ambos con el hebreo.
Kafka, además de ser de la minoría judía, era de la minoría de habla alemana en Praga —calculada en un 10%— y de la minoría checa en el Imperio de los Habsburgos. Tres minorías y potenciales discriminaciones que muchas de las exégesis sobre su obra —en 1977 Theo Elm calculó 11.000 estudios— no dejan de citar como influyentes en sus textos. A tales discriminaciones atribuyen el interés jurídico, la presencia de reos, acusadores, defensores, testigos, jueces, tribunales; como se lee en El proceso y vinculamos a los diabólicos procesos judiciales contra presos políticos en Cuba.
A un costado decisivo de tales analogías, está un punto de coincidencia entre los dos intelectuales: la actitud bien lejana de veleidades o compromisos con las autoridades establecidas, en cualquiera de sus encarnaciones. Mark Lilla no podría incluir a ninguno de los dos entre los penosos casos de intelectuales filotiránicos. Ellos no podrían acompañar nunca a los Martin Heidegger de entonces y de ahora; de Europa, de Cuba o de cualquier otra parte del planeta. "La seducción de Siracusa" jamás pudo tentar a Kafka y Canetti, como sostuve en un ensayo en la mexicana Revista K, en 2006.
Los dos estuvieron bien conscientes —si sabremos los cubanos— de los factores que convierten a los intelectuales en borregos. Canetti lo argumentó con nitidez erudita en Masa y poder, y en los tres volúmenes de su autobiografía: La lengua absuelta, La antorcha al oído y El juego de ojos. Ambos rechazaron las prácticas despóticas, sin excluir las derivadas de uno mismo contra sí mismo. Unos cuantos aforismos de Canetti son bien explícitos sobre las modalidades coercitivas. Kafka lo hizo mucho antes, sobre todo en El castillo y en El proceso. En el relato "La condena", que escribió en 1912, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Isaiah Berlin podría haber considerado sus textos como clamores a favor de la diversidad y el pluralismo. Ni Kafka ni Canetti aceptaron que ante los interrogantes morales y políticos haya una sola respuesta verdadera. Nada más disidente.
Publicar a Kafka ha armado una picaresca paradoja en la Cuba del Partido Comunista. Sus peculiares respuestas a la modernidad enajenante —escéptica tanto en Kafka como en Canetti, quizás hasta frisando el pesimismo— nunca jugaron con la ilusión perversa de que el fascismo o el comunismo fueran a solucionar nada. La historia no la concibieron hegelianamente como construcción, más bien como un empedrado camino conducente a entrar, al menor descuido, En la colonia penitenciaria.
La mejor biografía-estudio sobre Kafka hasta hoy —la de Reiner Stach, traducida por Carlos Fortea para la editorial Acantilado en 2016—, argumenta su repulsión a las variadas formas de tiranías, entre ellas la ejercida por su padre. El autor de La metamorfosis —donde Gregorio tranquilamente amanece convertido en un insecto— también es producto de las visibles e invisibles maneras de la represión social, no solo de las que corresponden a sí mismo y a la familia fiel al judaísmo. Sin embargo, las represiones fueron mitigadas por su sentido del humor, el exitoso trabajo en la empresa de seguros, las fértiles y variadas relaciones amorosas y de amistad, el interés despertado por sus primeras publicaciones.
La tragedia del reconocimiento genera conmiseraciones y repulsión. Lo mismo producirá Ezra Pound cuando vio en el fascismo la redención… Gregorio Samsa, encarna un distanciamiento del anhelo a situar en creencias religiosas o en la conciencia de cada hombre la supuesta salvación; mucho menos en utopías sociales que siempre han desembocado en holocaustos sin cielo y con infierno.
Canetti sigue de cerca la atormentada saga. Auto de fe podría considerarse la más kafkiana de las novelas alemanas del pasado siglo, según demuestran los trasvases e intertextualidades con "Una cabeza sin mundo", "Un mundo sin cabeza" y "Un mundo en la cabeza", las tres partes de Auto de fe; novela que no solo suscita un "espíritu de época", sino que multiplica la fuerza de la lectura, pues constantemente la analogía guiña el ojo; un ojo sibilino, enrevesado, abisal. El personaje central —Kien— sería extravagante sin los más fuertes personajes de Kafka, la atmósfera de apartamiento del orientalista rodeado de sus anaqueles de libros —estricta y pulcramente ordenados— sería rara sin los ambientes opresivos y laberínticos de Kafka. Las inalterables costumbres de Kien y la relación con su criada Teresa Krumbholz, serían extravagantes sin las cotidianidades kafkianas, siempre a punto de perder rumbos, asideros...
El final de la novela tampoco escapa. Los pies se le volverían de plomo sin las incertidumbres que Kafka abrió para la literatura contemporánea, al punto de acuñar el adjetivo de su propio nombre. Si ninguna persona medianamente culta puede prescindir hoy de lo kafkiano, tampoco Canetti hace ochenta y tantos años. El título de la representativa Auto de fe recrea las nuevas ceremonias de ejecución: Las labores inquisitoriales que el Estado —en primer lugar— a través de medios coercitivos brutales o sutiles, ejerce con saña contra disidentes, contra cualquier forma de herejía y de pecados que subviertan las normas. Su capítulo final —como su título— merecen a posteriori el adjetivo de kafkianos. "El gallo rojo" —colofón narrativo— se inicia aislando, taponando, clausurando: "Peter cerró el apartamento con llave al salir su hermano. La puerta estaba asegurada por tres cerrojos complicados y gruesas barras de hierro. Las sacudió: no se movió un solo clavo. La puerta entera parecía hecha de una sola pieza de acero: uno se sentía en casa detrás de ella". El suicidio del Dr. Peter Kien y el incendio de la casa a partir del Theresianum —atizados por una veloz sintaxis que el traductor al español, Juan José del Solar, logra imitar— , la locura ante los demás producto de la agorafobia del eminente sinólogo, la acumulación de indicios maníaco depresivos en cada una de las habitaciones del apartamento, el avance inexorable del fuego sobre el personaje y su querida biblioteca, terminan en la oración final: "Cuando por fin las llamas lo alcanzaron, se echó a reír a carcajadas como jamás en su vida había reído".
Fiel a su título, Auto de fe recrudece el tópico romántico del rechazo a la sociedad, que tiene en la obra de Kafka una de sus voces fuertes. Canetti —como demostrará en su posterior obra de filósofo social— tiene aquí plena conciencia de que la relación del individuo con las circunstancias se ha convertido en un Auto de fe. Sobre todo si ese individuo es un intelectual, para colmo perteneciente a una minoría que desde hace milenios ha sufrido la diáspora y la envidia, el abroquelarse en sí misma y la represión sanguinaria. Su personaje es digno de Kafka. Kien perfectamente podría haber aparecido en 1925, cuando El proceso pasa a engrosar los manuscritos terminados que Max Brod rescataría contraviniendo la orden del autor, y publicaría después en venturosa decisión. La hoguera de Kien también pudo ser una metáfora de Gregorio Samsa, otro modo de metamorfosis.
Por supuesto que El otro proceso de Kafka va a señalar la siguiente evidencia explícita de las presencias de Kafka en Canetti; desde la edición príncipe en 1969 (Carl Hanser Verlag, Munich) hasta la primera en español de 1976, traducido por Michael Faber-Kaiser y Mario Muchnik, el tenaz editor. Las cartas a Felice Bauer —impresas en un grueso volumen de 750 páginas— son el objeto de estudio. La perspicaz reflexión crítica, caracterizadora del original narrador, no solo echa abajo algunos tópicos repetidos hasta el hastío, sino que infiere de las cartas un retrato bien hondo de Kafka, una imagen donde lo ontológico no sucumbe ante el ágora.
Hay consenso en que El otro proceso de Kafka es una imprescindible investigación sobre el miedo y la indiferencia. Como se anota en la contracubierta: "Ningún escritor ha representado mejor que Kafka el drama de nuestros tiempos ni sufrido tanto de sus dos características esenciales: la indiferencia y el miedo. Todo ensayo sobre Kafka es, por ello, un ensayo sobre el mundo en que nos toca vivir". Afirmación que los cubanos —también entre el miedo y la indiferencia— tampoco podemos dejar de sentir como nuestra.
¿Miedo? ¿Indiferencia? ¿Acaso no son también las hidras que acosan a Canetti? ¿Qué le motivó a escribir tan largo ensayo? ¿Podría estar en un apunte de El corazón secreto del reloj, correspondiente a 1975, cuando al hablar de Walser remite a Kafka, y dice que "las complicaciones de Kafka son las del emplazamiento. Su tenacidad es la del aherrojado. Se vuelve taoísta para sustraerse", cuando se compara con ellos: "Robert Walser (...) es todo lo que yo no soy: desvalido, candoroso, veraz (...) Quiere ser pequeño, pero no tolera que lo acusen de pequeñez", como los personajes de Kafka, me atrevo a añadir.
Analogías a un costado —decisivo, por cierto—, limito mis especulaciones a una frase —aforística, de las que Canetti fue siempre un adicto voraz—, perteneciente a El otro proceso... Allí asevera: "Toda vida que uno conoce a fondo resulta ridícula. Cuando uno la conoce todavía mejor, resulta seria y terrible". Aunque se refiere al conocimiento que Kafka tuvo de Felice, es obvio que se constituye en axis para valorar a cualquier persona.
A través de la relación entre los novios se descubre poco a poco la aversión de Kafka hacia el establecimiento de cualquier tipo de compromiso que pusiera en riesgo sus márgenes de libertad personal. Dueño de su paradoja existencial amor-odio, se dedica con saña a erigir obstáculos entre él y Felice, a inventarse excusas y pretextos, a buscar razones para no consumar la relación que, de seguir su curso, culminaría en matrimonio: otra sujeción para una personalidad que amaba su independencia; ni frágil ni desvalida, ni refugiada del mundanal ruido como Robert Walser. Persona que recuerda a los cubanos alejados del acontecer político, que exhiben su indiferencia —a la que tienen derecho— como logro o mecanismo de defensa, desesperanza.
La copiosa correspondencia con Felice argumenta que el diálogo de Kafka era con él mismo, como siempre hizo hasta en el empleo donde se ganaba la vida, según advierte Brod. Sus celos dan muestra inequívoca de una inseguridad que a la vez señala egoísmo y necesidad de reconocimiento, a pesar de que los envuelva con astucia retórica en ironías autoconmiserativas. Kafka le escribe a Felice: ˝Me siento celoso de todas las personas que citas en tu carta, las que nombras y las que no, de los hombres y las muchachas, de los comerciantes y los escritores˝.
Como le ha enviado Contemplación, en la siguiente carta le confiesa: "No creo que haya nadie que sepa qué hacer con mi libro, soy y he sido consciente de ello, me atormenta el sacrificio en esfuerzo y dinero que ha realizado un editor pródigo, todo a pura pérdida". Otras cartas refuerzan no solo su autenticidad —pocos seres tan lejanos de la hipocresía— sino su miedo a las formas de opresión, al Poder así, con una mayúscula que enfatiza su presencia religiosa o secular —El castillo—, y por lógica extensión a las más sutiles encarnaciones que este adopta sobre los sumisos y que esgrime contra los disidentes.
Kafka "no dispone en todo momento y con entera libertad de sus propios recuerdos; su obstinación —afirma Canetti— se lo impide, no es capaz de jugar irresponsablemente con el recuerdo, como los demás escritores". Yo sé que en mis novelas y cuentos he "jugado irresponsablemente con el recuerdo", sobre todo en los heterónimos de mi novela Mariel. Sé que leer a Kafka desde mi adolescencia influyó en el repudio a las burocracias, a los despotismos, jefes, formas del Poder que convirtieron el sueño revolucionario cubano en pesadilla a lo Gregorio Samsa. Mientras otros recuerdos cabizbajos evitaban en público analogías kafkianas. O ser recuerdos tan irresponsables que hoy me burlo de soluciones que no empiecen por hablar de la persona, de mi existencia como individuo.
Prefiero actuar con la jovialidad de Chesterton —que tanto Kafka admiró—, porque ironía y humor —como las del escritor inglés— siempre son rechazados por represores y fanáticos. Jovialidad que uso para remediar desesperaciones, como ante la vejez o la injusticia, las dietas hipocalóricas o la celebración por el régimen cubano del 71 aniversario del 26 de julio.
Los intelectuales sin mandato leemos y releemos analógicamente a quien retrató con expresiva clarividencia al hombre masa, a El proceso que asedia la conciencia, ese laberinto de una burocracia inexorable. Al genial autor que caracterizó los contrastes entre lo colectivo y lo individual con "un humor que posee una fuerza de penetración extraordinaria, capaz de desenmascarar lo falso e inauténtico en la existencia humana", como dijera su amigo, el escritor germano-bohemio Johannes Urzidil.
Creo kafkiano el ensayo La crisis de la alta cultura en Cuba, escrito por Jorge Mañach en 1925. Lo kafkiano es intemporal… Sus analogías no tienen ni sitio ni fecha. Las analogías cubanas —el conjunto, no un segmento de ellas— contribuyen a armar mi centro de admiración a Kafka, a su talento literario, sutileza filosófica y peculiar jovialidad. A quien mantuvo con ejemplar obstinación el rechazo al Poder, a cada uno de sus aguijones.
Este texto fue leído en la sesión inaugural de la Séptima Convención de la Cubanidad, en Miami, el 3 de agosto de 2024.

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