Hace unos días, alguien publicó un post sobre el Decamerón que me llevó a reflexionar
pOR Angel Callejas de Velazquez
Hace unos días, alguien publicó un post sobre el Decamerón que me llevó a reflexionar. ¿Qué se oculta tras estas narraciones conocidas como novellas, compartidas diez veces al día y que suman cien al cabo de diez días? ¿Acaso Boccaccio quería contrastar los cien cantos de la Divina Comedia con cien episodios de una comedia humana? ¿O estaba emprendiendo una búsqueda espiritual que, con el tiempo, conoceríamos como secularización? ¿Fue consciente del riesgo de esta empresa, al interrumpir la narración los viernes y sábados, días de Pasión, para suavizar la diferencia entre la historia sagrada y su terapia terrenal? Esto podría explicar por qué la acción del Decamerón, que se desarrolla durante diez días de relatos, se extiende a catorce días en el campo. Tras ese periodo, los jóvenes disuelven su grupo terapéutico, regresan a Florencia y se sumergen nuevamente en la vida de una ciudad convaleciente.
La actitud tranquila de Boccaccio hacia la plaga florentina capturó tanto las implicaciones sociales como metafísicas de esta catástrofe. La peste había destrozado el tejido simbólico que hasta entonces sustentaba la vida de los cristianos. El mundo de las leyendas piadosas, como las recopiladas en el Legenda aurea de Santiago de la Vorágine, se desvaneció abruptamente, como un sueño que había perdido su poder y capacidad de conexión. Ni el conocimiento bíblico ni las narraciones cristianas fueron suficientes para enfrentar la realidad. Ni la oración ni la blasfemia, la introspección ni la sumisión, la medicina ni la teología, resultaron útiles.
El orden simbólico se tambaleó por completo, y los pilares de la esperanza racional se derrumbaron. De repente, la humanidad se encontró frente a un dios oscurecido, un dios por el que ya no valía la pena rezar, dado que en su inexplicable furia había decidido aniquilar a casi la mitad de la población europea en un año. La corriente religiosa, que hasta entonces había regulado el ánimo, quedó paralizada. Aquellos que aspiraban a una vida medianamente tolerable tuvieron que buscar nuevas fuentes de inspiración para renovar su deseo de vivir.
Estas son precisamente las expectativas de las novelas o relatos que los jóvenes se cuentan mutuamente durante su aislamiento en la colina que domina la ciudad agonizante. Debajo de su aparente inocencia yace la seriedad de una responsabilidad profunda con respecto a la continuidad de la vida. La poesía demanda que, después de la peste, se proclame que la vida es hermosa, incluso si los monjes apocalípticos se niegan a escucharlo.
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