Hacer lo que uno está llamado a hacer, sobreponiéndose a la eventualidad del olvido y el fracaso
A veces no está de más pararse a reflexionar acerca del sentido de las cosas que hacemos. No, claro está, sobre aquellas cosas que afrontamos en virtud de su cariz inevitable, sino sobre esas otras a las que consagramos amplios segmentos de nuestro tiempo porque, de manera libre y consciente, hemos resuelto hacerlo así. A medida que la vida pasa, el margen para el arrepentimiento y la rectificación es cada vez más estrecho, cada vez pesa más el temor a que el camino que hemos elegido no nos acabe conduciendo hasta la meta donde, el día en que emprendimos el trayecto, imaginábamos que todas nuestras expectativas se verían colmadas.
En un momento u otro la duda surge. El incómodo huésped se planta ante nosotros y nos asesta la pregunta ineludible: «Para qué». A quien elige la escritura como la ocupación que más intensamente le absorbe al margen de sus obligaciones cotidianas, se le plantean algunas cuestiones específicas. Disfrutar de la familia, dedicar tiempo a los amigos, leer o pasear son actividades de cuya gratificación inmediata uno extrae una fracción esencial de eso que llamamos el sentido de la vida. Pero escribir es distinto. Escribir exige un grado tan alto de introspección y de lucha ensimismada con los límites en los que siempre nos constriñe el lenguaje, que no parece posible que haya alguien capaz de afrontarlo sin haber adoptado la cautela previa de sumergirse en un aislamiento absoluto en relación a lo que le rodea.
Escribir implica, por tanto, una tesitura extraña. Hay un placer inherente al acto de escribir, un disfrute tan cierto y enriquecedor para el que escribe como inaccesible y enigmático incluso para quienes están más cerca del propio escritor; pero existe también la conciencia de que se trata de una actividad incierta y tortuosa, y la sospecha de estar desperdiciando las reservas cada vez más menguadas del tiempo que se nos han concedido provoca que, de tanto en tanto, despunte la tentación del abandono.
Borges tiene una cita donde, con ese afilado laconismo que es quizá el atributo más deslumbrante de su estilo, define qué representa para él la escritura. Dice así: «Mientras escribo me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción, pero seguiría escribiendo; ¿para quién?, para nadie, para mí mismo». Cuesta imaginar una confesión más sencilla y al mismo tiempo más lúcida y honda de lo que supone el cumplimiento de una vocación. Hacer lo que uno está llamado a hacer, sobreponiéndose a la eventualidad del olvido y el fracaso, a la demoledora expectativa de que el fruto de nuestro esfuerzo nazca condenado a la indiferencia del mundo precisa de una reserva de fuerza interior y de un acopio de fe en haber escogido la senda que a uno le estaba reservada desde el principio, que quizá se trate de una experiencia tan sólo al alcance de unos cuantos espíritus escogidos.
Durante años, he sabido lo que era escribir para mí mismo; escribir en una clausura hermética, en el interior de una especie de ámbito acolchado donde las palabras no tenían otro destino que satisfacer el intenso anhelo de dar cumplimiento al deber que me había impuesto. No tiene nada de particular, por lo demás; es una experiencia común a un sinfín de personas en una situación similar a la mía. Pero la cuestión es otra. La cuestión es que si no hubiese llegado el día en que el fruto de lo que llevaba tantos años haciendo rompió al fin el casi impenetrable muro de aislamiento al que parecía condenado, ¿hubiera perseverado durante mucho tiempo más en la tarea? ¿Hubiera seguido poniendo una palabra tras otra, incansablemente, sin disfrutar de al menos una brizna de reconocimiento público, sin sentir satisfecha la muy modesta vanidad de ver cómo algunas de esas palabras adquirían la evidencia material de un libro o se abrían paso por el universo de lo digital al amparo de la cabecera de algún medio que las difundiese? ¿Hubiera continuado escribiendo si me hubiera visto privado indefinidamente de asistir a la materialización de esos logros tangibles, o sin acometer, por ejemplo, la humilde tarea cívica que consiste en alzar un muro de palabras contra la mentira y el despropósito que campean en este tiempo que nos ha tocado vivir y en recibir por ello a cambio el aliento de un puñado de personas que acogen lo que uno escribe con un gesto de gratitud y generosidad casi fraternas?
No tengo una respuesta taxativa para esas preguntas, la verdad. No sé hasta qué momento me hubiera sentido capaz de profesar hacia las palabras de Borges una aceptación inquebrantable. Pero déjenme para acabar que, a pesar las dudas, les cuente una historia. Una historia verdadera. Se trata de la historia del comisario Luigi Calabresi. De ella habla ahora su hijo Mario en un libro estremecedor, Salir de la noche, cuyas páginas son un homenaje a las víctimas del terrible periodo de violencia que fueron en Italia los conocidos como los años de plomo, entre 1969 y 1980.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: mientras en el despacho del comisario Calabresi varios funcionarios interrogaban al sospechoso de un atentado terrorista, éste acabó precipitándose por la ventana del edificio y murió a consecuencia de la caída. Aunque la investigación posterior determinó que en el momento del suceso Calabresi se hallaba fuera de su despacho, de inmediato se puso en marcha una feroz campaña de prensa que señalaba al comisario como culpable directo de la muerte del detenido. «Detrás de esa campaña —denuncia Mario— no había un publicista, sino muchas cabezas, entre las más ilustres del periodismo, del teatro, de la cultura y de los movimientos sociales, aunadas por una furia vengativa que los llevó a construir un monstruo, a pesar de las pruebas, del sentido común y de los datos de la realidad».
Hubo entonces un instante, en medio de aquella escalada infame de linchamiento público, en que el comisario Calabresi comprendió que ya se había dictado su sentencia. Y así sucedió. La mañana del 17 de mayo de 1972, mientras se dirige al coche que debe llevarlo al trabajo, Calabresi es tiroteado por la espalda y, ya en el suelo, sus asesinos lo rematan con un disparo en la nuca. Su mujer todavía tiene tiempo de bajar a la calle y abrazar el cuerpo ensangrentado de su marido antes de que llegue la ambulancia. Además de viuda, el comisario deja tres hijos, el menor de los cuales no llegará a conocer a su padre.
Quizá lo más escalofriante de todo el relato es imaginar cómo fue la vida de Calabresi mientras aguardaba el momento de su muerte. Sabemos, por ejemplo, que renunció a una oportunidad de trabajo lejos de su ciudad porque —le respondió a su suegro, que era quien se la había ofrecido— «eso significaría admitir que soy culpable». Y añadió: «Me quedaré hasta el final, mirándolos a todos a los ojos». Y sabemos también una última cosa: grabó una cinta con varios cuentos infantiles para que sus tres hijos, cada noche, antes de irse a la cama, pudieran escuchar la voz de su padre y conservar de ese modo un vestigio casi carnal de aquél que ya no podría acompañarlos en el camino de sus vidas.
La voz de un padre que ya no está, llegando de algún modo hasta sus seres más próximos, como un testimonio póstumo de su devoción y su amor hacia ellos. Si en algún momento de mi vida me tocara volver a la penumbra del anonimato, ya sé lo que le respondería a quien me preguntara que para qué sigo escribiendo. Le contaría la historia de aquella cinta que grabó para sus hijos el comisario Calabresi.
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