Legend of Papaya
Rodel Tapaya (Filipino, b. 1980), Legend of Papaya, 2017. Acrylic on canvas, 223.5 × 152.5 cm
En cuanto a los marcadores biológicos o genéticos de la enfermedad mental, muy señaladamente de la esquizofrenia y el trastorno bipolar, después de décadas de investigación y millones de dólares invertidos en su descubrimiento, el mejor resumen lo hacen los psiquiatras Rutter y Uher:
en la era de los estudios de asociación de todo el genoma, los trastornos psiquiátricos se han distinguido de la mayoría de los tipos de enfermedades físicas por la ausencia de asociaciones genéticas fuertes.
Debido a ello y al próximo vencimiento de muchas de las patentes de los medicamentos desarrollados al calor de esas explicaciones, la industria farmacéutica está paulatinamente abandonando el sector en busca de nuevos mercados con mayor potencial.
Sin embargo, los tratamientos farmacológicos justificados por todas estas teorías pendientes de demostración siguen gozando de una salud excelente. Más allá del beneficio económico, ¿qué podría estar buscándose con ello?
Cui prodest scelus, is fecit [1]
La pista nos la da Anthony Daniels, que destaca el aspecto moral de tratar con medicamentos a gente que no los necesita amparándose en un diagnóstico dudoso o excesivo:
Decir «deprimido» en lugar de «infeliz» significa que alguien tiene que curárnoslo. El uso de antidepresivos es el equivalente moderno de exorcizar espíritus alienígenas.
En opinión del doctor, lo pernicioso de centrarse en la enfermedad en lugar de en el paciente es que le exime de responsabilidad personal sobre problemas que podrían tener defectos del propio carácter o malas decisiones vitales en su origen. En ese sentido, la psicología se convierte en una herramienta para desfundamentar la moral.
No es culpa nuestra si somos obesos, por ejemplo. Es una enfermedad. La culpa es de los fabricantes de alimentos y de los restaurantes. Las raciones son demasiado grandes.
Alguien que hasta su retiro trabajaba como psiquiatra en una prisión está obviamente al corriente de que existen auténticos trastornos mentales, algunos muy graves, pero señala que precisamente estos son los que menos atención reciben.
El mal comportamiento puede ser el resultado de una auténtica enfermedad mental o física, pero sólo en un pequeño porcentaje de casos.
El mal comportamiento, por tanto, no se debe en general a desequilibrios químicos en el cerebro, genes defectuosos, choques evolutivos con una vida moderna o traumas de la infancia, sino a decisiones y elecciones conscientes de las personas responsables de él.
De manera similar, los problemas anímicos de la población en general no constituyen enfermedades sin diagnosticar, sino que en muchas ocasiones tienen origen en circunstancias de la vida que sólo la persona que las padece puede, en la medida que sea, analizar o intentar solucionar, con o sin ayuda.
Y no obstante, esta narrativa de corte neurocientífico y biologicista ha servido para internalizar un problema externo. Si antes eran una serie de fenómenos de la vida los principales sospechosos de causar el malestar psicológico, ahora es el propio organismo —por razones que se sustituyen por causas físicas y que ya no tiene por tanto interés analizar más allá de su función fisiológica— el que produce la patología debido a una serie de desequilibrios internos.
Partamos por un momento de la hipótesis contraria: si es el mundo el que se hubiese vuelto loco, y las diversas formas de malestar que produce en sus habitantes fuesen la señal de que hay algo dentro del hombre, llamémoslo su naturaleza, que se rebela ante esa locura y da síntomas, ¿no sería tratar esos síntomas con una pastilla y explicarlos por factores internos a la propia persona una forma de borrar las huellas de ese proceso? ¿No constituiría una forma de complicidad con los poderes responsables de instaurar esa locura en el mundo? ¿De matar precisamente al mensajero, que es aquello que indica que algo no va bien?
No estoy diciendo que todos los psicólogos sean como los que, habilitados por su colegio profesional, fueron a Guantánamo a participar personalmente en las torturas a presos ilegales y a redactar los protocolos para futuras torturas, porque eso sería exagerar.
Sólo afirmo que insistir en teorías que después de décadas y millones de euros invertidos en su desarrollo no han logrado demostrar sus premisas, y que dan muestras de haber causado daños objetivos tanto en términos sociales como individuales, se parece más a lo que sin salirnos del entorno psicológico estaría bien catalogado como síndrome de Munchausen por poderes, en lugar de como sana expresión del espíritu científico o alegre ánimo filantrópico.
Seguro que sobre esto también les sonarán cosas.
Y también que si la salud mental es la condición que permite a una persona ver la realidad tal y como es, cualquier acción destinada a enturbiar esa visión supone un ataque a su salud mental. Un ataque del que conviene defenderse.
Si alguien por ejemplo tratara de convencerle contra toda evidencia de que existe un grupo integrado por todos los hombres que se coordina para acabar con la vida de las mujeres por el hecho de serlo, esquema implícito en el sintagma terrorismo machista, sería obviamente un ataque a la propia cordura, un intento de enajenación que posiblemente causara efectos entre la población masculina. Si además esto se acompañara de medidas legales que partieran de esa premisa, lo lógico sería esperar un malestar todavía peor, como por ejemplo un aumento sostenido en las cifras de suicidio masculino desde 2004 en adelante.
Pese a ello, uno puede escuchar estos mensajes a diario en calidad de realidades asentadas por parte de instituciones y autoridades públicas, algo que atenta gravemente contra su estabilidad mental.
En un futuro próximo, no es descartable que haya una pastilla para ayudarle a pasar el día, otra para dormir, otra para rendir a buen ritmo en el trabajo, etc. Todo con la normalidad exigida por el homo festivus. En un caso extremo, podrá acogerse a alguna clase de baja con sólo reconocer que es usted quien tiene una enfermedad mental, y para el desafortunado caso de que lo suyo ya no tenga remedio, podrá optar por una asistencia de calidad para acabar con su vida sin sufrir.
Aunque la metáfora más habitual para criticar nuestro presente es el 1984 de Orwell, la situación descrita se ajusta mejor al Mundo Feliz de Huxley, una novela asombrosamente ajustada en sus predicciones.
Tiene un mayor recorrido explicativo porque por un lado recoge mejor el espíritu de jovialidad narcótica que preside la sociedad actual, más que la opresión cruda que respira la obra de Orwell, y también porque fue un hermano de Huxley, Julian, uno de los pioneros en proponer las transformaciones sociales que su hermano había descrito con maestría. Lo que para un hermano era una distopía, para el otro era un programa científico-político.
En palabras de Aldous Huxley:
Si uno quiere preservar su poder indefinidamente, tiene que conseguir el consentimiento del sometido a él, y esto lo harán en parte mediante drogas, y también, como he descrito en Un Mundo Feliz, puenteando el pensamiento racional del hombre y apelando a su subconsciente y su emoción más profunda y su fisiología incluso, y así hasta hacerle realmente amar su esclavitud; quiero decir, creo que este es el peligro: que en realidad puede que la gente de alguna manera esté feliz así
Existe desde hace tiempo una corriente llamada farmacología cosmética, que aboga por introducir las drogas como accesorios válidos para la vida ordinaria, y es probable que bajo ese nombre o con la modalidad o la justificación que sea la veamos implantarse en los próximos años.
En este breve e interesante reportaje del NYT sobre la revolución que supuso el Prozac se resumen sus principios:
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