el mismo caos pero en lugares diferentes.

 


Primera paradoja: el pueblo servil, inocente

En un memorable artículo publicado aquí con el título La clase política, Jerónimo Molina dejó claro que el pueblo es un mero espectador de «la cosa pública», pues ésta nunca dejó de ser un juego entre élites.

Si el profesor Molina nos enseña que siempre fue así, hoy lo es aún más debido al enorme poder clientelar de los Gobiernos, que tienen casi infinita capacidad de gasto para fidelizar a los ciudadanos-votantes. 

Si la democracia pretendía ser el medio de hacer cumplir la voluntad popular, el clientelismo lo ha convertido en una subasta donde todo se reduce a estudiar los colectivos de los que depende el triunfo electoral y primarlos para garantizar su lealtad.

En estas condiciones, ¿es realista clamar contra las masas que votan con el estómago medio vacío temiendo quedarse con el estómago vacío entero si muerden la mano que les da de comer, aunque sea mal?

Es obvio que no. Por ello considero al pueblo, inocente de su servidumbre.  

Segunda paradoja: legislación de Estado para destruir al Estado

No obstante, la política woke ha puesto a disposición de los descontentos un arma que pueden utilizar contra el Gobierno sin necesidad de inmolarse: la propia legislación woke, pues cuantas más personas se acojan a ella, mayor resulta su poder de ruina, y por ende, más se acerca a su autodestrucción.

Las conocidas como ley de «sólo sí es sí» o la «ley trans» son ejemplos de lo que digo.

¿Alguien sería capaz de concretar el desbarajuste social que supondría que un porcentaje significativo de hombres se convirtiesen a efectos legales en mujeres?

¿Podemos imaginar el desastre derivado de que la mitad de las mujeres denunciaran a sus parejas o maridos por violencia de género y se desencadenasen todas las consecuencias, en términos de rupturas familiares, que lleva de suyo la ley de «sólo sí es sí»?

Una parte de la población, no sé si de forma consciente, ha empezado a picar en los muros del Estado woke por la inaudita vía de utilizar masivamente su legislación, como ha puesto de manifiesto el número de hombres que ya han solicitado su cambio de identidad en el Registro Civil. 

Lo relevante del caso es que estos hombres configuran un nuevo tipo de partisano, figura política que se forja en la guerra de España contra Napoleón en 1808 y que marca el devenir de los movimientos revolucionarios contra los Estados desde entonces.

Recordemos que Carl Schmitt en su Teoría del partisano (Trotta, 2013) definía a éste como «combatiente irregular» frente al «carácter regular que se manifiesta en el uniforme del soldado».

Además de la irregularidad de su lucha, el escritor político alemán describía como características del partisano el disfrute de la ley que le gusta y el incumplimiento de la que le disgusta, el intenso compromiso político, la criminalización del enemigo y su organización en forma de quinta columna.

Tercera paradoja: discriminación positiva a la carta, el sueño del partisano

El combatiente irregular del wokismo es muy diferente respecto al que identifica Schmitt.

En primer lugar, porque su oposición no contempla la desobediencia de la ley que odia, sino que su acción de sabotaje consiste en solicitar que a él no se le excluya de su aplicación, aunque la repudie.

Esto supone un hito en la historia del Estado y de los movimientos populares de resistencia al mismo, por cuanto la contradicción entre la generalidad de cualquier ley (los supuestos de la ley valen para todos) y el elitismo de la normativa woke resulta tan flagrante, que cuando el partisano pide que se le reconozca estar incluido en el supuesto de hecho de la ley y se declara «trans», la ley colapsa al quedar en evidencia que privilegios para todos es una contradictio in terminis.

El absurdo legal que saca a relucir la acción partisana (la discriminación positiva es imposible cuando cualquiera puede reclamar ser discriminado positivamente) es un filón para el rebelde, pues éste descubre que el uso de la ley que rechaza supone la forma más segura e inocua de acabar con ella. 

Que las democracias donde, supuestamente, la soberanía reside en el pueblo se hayan convertido en agencias de facciones que se imponen mediante normas, ha puesto en manos de los más despiertos la liquidación de la legalidad por el procedimiento de solicitar formar parte de las minorías para que les sea aplicada una ley hecha en exclusiva para esas facciones.

El partisano explota en su beneficio esta política del sinsentido según la cual las leyes del Estado se ponen al servicio de banderías por decisión de los representantes que se llenan la boca de pueblo. De ahí que los Gobiernos traten de ocultar su profundo elitismo haciendo pasar a la minoría por la nueva mayoría. 

En realidad, la situación es cómica, pues que el Estado Total sea el hazmerreír de sus súbditos por obra y gracia de partisanos que solicitan el cumplimiento de su legislación sólo puede provocar la carcajada.

Volveremos sobre esta idea, pero sigamos mostrando las diferencias entre el partisano actual y el que identificó Schmitt.    

Cuarta paradoja: el partisano legal

El del siglo pasado formaba parte de pequeños grupos en tanto actuaba como quinta columna, esto es, como enemigo oculto del régimen en el que vivía. La clandestinidad propia de su acción política llevaba implícita la insignificancia numérica. 

Ahora no. Hoy el partisano trabaja a plena luz del día porque su proceder es público (acude al Registro Civil o formula denuncias en comisaría) hasta el punto de poder constituir un movimiento de masas casi sin querer.

Esto nos lleva a otra peculiaridad del «neopartisanismo».

El partisano de los movimientos de liberación se ponía en riesgo a sí mismo, pero también a la población entre la que se ocultaba para pasar desapercibido, lo que dificultaba el trabajo de represión del Estado.

Ese era el principal motivo de su impopularidad, pues las represalias del Estado contra civiles inocentes eran constantes al no poder neutralizar al guerrillero o terrorista que golpeaba y huía.    

El actual no sufre ese problema, pues su operativa se restringe a lo administrativo (denunciar, registrarse) sin que genere daño alguno a terceros.

Para terminar con el estudio comparativo, el partisano del s. XX se ufanaba de que sus delitos contra el Estado no los cometía en interés propio, sino que los ejecutaba por el bien del pueblo.

Pues bien, el partisano que lucha contra el «Estado woke» no tiene compromiso político. Carece de un sistema alternativo y no busca un cambio revolucionario. Sólo quiere beneficios personales (subvenciones, ventajas) pero sin tener un modelo que sustituya al existente. Su reducida conciencia política sólo le lleva a repeler lo que hay sin una idea clara de lo que debería haber.  

El antiguo partisano consideraba enemigo absoluto a todo el que se oponía a su combate dado que el fin superior de la independencia de su país o del triunfo del socialismo estaba por encima de cualquier otra consideración.

Hoy ese elemento cuasi teológico entre el bien y el mal no existe, pues el partisano sólo lucha por sí mismo contra un Estado cuyos líderes no son tenidos tanto como enemigos, sino como estúpidos.

La relación polémica entre medios y fines no se plantea porque los únicos medios posibles son los legales que pone a su disposición el Estado.

En cambio, esa dicotomía en los partisanos que estudió Carl Schmitt era una cuestión que estaba siempre presente, por cuanto las víctimas y los daños colaterales de su actividad ilegal suponían un problema irresoluble que se sublimaba por las exigencias del «asalto a los cielos» al que todo estaba supeditado.  

Expuestas las enormes diferencias, en lo que sí coinciden los partisanos de este siglo y los del anterior, además de en su carácter irregular, es que el Estado ni tuvo ni tiene fácil la tarea de contrarrestarlos, pero por causas completamente distintas.

Antes porque eran clandestinos y hoy por el motivo de que son legales.

¿Cómo combatir al partisano cuya única heroicidad es luchar para que se le aplique la ley?

Quinta paradoja: el pueblo «no woke» sostiene el wokismo

La última paradoja la encontramos en que es la parte del pueblo que evita la legislación woke la que retarda la consumación del cataclismo.

Así, el hombre heterosexual estigmatizado como machista y que no contempla hacer uso de la ley «trans» para convertirse en mujer, es el que retrasa la llegada de la locura colectiva; la mujer que se niega a denunciar a su marido por una disputa doméstica para no convertirse en «víctima woke» gracias a la ley de «sólo sí es sí», es la que salva a su familia y a sus hijos; y los ciudadanos que no dependen del Estado que los esquilma son los que hacen posible que, precisamente ese Estado, se perpetúe y siga expoliándoles para financiar el wokismo.

En suma, el nuevo partisano es el actor político que nos enseña que el fin de la legislación woke no se realizará combatiéndola o negándola, sino acogiéndose a ella por el mayor número de personas en el menor tiempo posible.

Gracias al friki hemos aprendido que el que se opone y solicita su derogación es tildado de «fascista» al que neutralizar, mientras que quien reclama su aplicación levanta un velo que nos enseña una ideología ilegítima por discriminatoria y antidemocrática.

Las cinco paradojas se resumen en una: acelerar el desorden woke para recuperar el orden

De lo expuesto se concluye que el combatiente irregular del s. XXI es el que auxilia al Estado suicida woke acelerando su desastre, no el que lo pretende bloquear frenando su irresistible avance, pues el katejón (el que contiene la caída) resulta inútil cuando el enemigo ya está dentro.

La pregunta a responder es si el partisano lo sabe, si es consciente de su función y si actuará en consecuencia.

¿Los hombres que se hacen «trans» para burlarse del Estado o las mujeres que denuncian a sus maridos para convertirse en víctimas y obtener ventajas económicas y sociales, superarán su condición pintoresca y adquirirán la lucidez política suficiente para entender que están colaborando en la aceleración de la debacle?

¿Llegarán a la conclusión que si la legislación woke de la que se ríen permea la sociedad de forma lenta, pero inexorable, la minoría a la que protege esa legalidad terminará disolviendo el orden social basado en el sentido común?

¿Alcanzarán a comprender que la derogación de las leyes woke debido a su colapso, fruto de las reclamaciones para su aplicación extensiva, es la única forma realista de contener el deterioro social y garantizar la convivencia?

Aumentar la velocidad de implantación de las leyes woke sin dilación para que su suicidio en forma de abolición voluntaria se produzca cuanto antes. 

He ahí un auténtico programa político para partisanos innovadores.  

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