cosecha: Populismo y democracia
FERNANDO MUÑOZDoctor en Filosofía y Sociología |
Hubo un tiempo en que el pensamiento progresista se opuso a las ortodoxias políticas hoy asociadas a la idea de progreso. Un tiempo en que muchos que se llamaban progresistas se resistían a la idea de que sólo la asistencia del Estado podría proteger los intereses de los trabajadores, se oponían a aceptar que el precio a pagar por el progreso fuera la división de la sociedad en una clase intelectual tecnológicamente capaz y una inhábil o incompetente clase de trabajadores-consumidores.
Las sociedades realmente democráticas – así la democracia americana de los tiempos en que la frontera abría verdaderas oportunidades – se sostuvieron sobre una distribución masiva de la propiedad que exigía de los ciudadanos el desarrollo de capacidades, habilidades y competencias entre la población, transmitidas en el seno de las propias comunidades. Totalmente al margen de cualquier forma de sistema educativo habilitado por el Estado.
En efecto, el sistema educativo vendría a suplir la destrucción de las habilidades aprendidas en la comunidad, proporcionando – en su lugar – unos saberes teóricos administrados por un sistema escolar que se convertiría en única vía de ascenso socioeconómico o de movilidad social en un sentido restrictivamente económico.
La destrucción del saber popular es el fruto oscuro del industrialismo y un efecto atroz de la conversión de todo trabajador en asalariado. Esta transformación fue acompañada de una ideología meritocrática que apelaba al sistema educativo como medio de “movilidad social”. La meritocracia legitimaba así una diferencia, que no ha dejado de crecer, entre unas élites cultivadas en saberes teóricos y abstractos y una población asalariada y desposeída: desposeída sobre todo de las competencias y habilidades manuales o prácticas que se aprendían en la misma comunidad.
Cuando se nos predica que seremos felices y no poseeremos nada, se está llevando esa desposesión al extremo lo cual, si fuera cierto que toda democracia efectiva se asienta sobre una población capaz de pequeños propietarios, hay que ver como una amenaza perfectamente totalitaria. Hoy todos los demócratas de cartel, es decir, la práctica totalidad de nuestros representantes electos, confunde la democracia con las instituciones liberales y piensa que bastan esas instituciones para que la democracia resulte efectiva. Olvidan que la democracia es mucho más que un sistema jurídico y que precisa de una verdadera virtud cívica, que no es un mero saber abstracto de derechos graciosamente concedidos, sino una virtud, es decir, una práctica capaz de proporcionar a los que la ejercitan una habilidad y competencia diligente, un saber comprometido que empieza por el dominio de un oficio cuyo fruto es un bien común y se extiende a un modo de relación con nuestros semejantes honesto y responsable.
Privada la población de esas habilidades, en el mismo momento en que el sistema industrial desposee a la comunidad – empezando por la familia – de toda función económica, se destruye el fundamento de una democracia real. Las democracias sólo institucionalmente liberales han vivido nutriéndose del capital heredado de tradiciones y prácticas comunitarias heredadas que, en esta sociedad de individuos abstractos, pueden considerarse extinguidas.
Los demócratas de cartel o “demócratas ante todo” son incapaces de reconocer que la democracia no es un fin en sí misma, sino que debe ser juzgada por su capacidad de producir bienes superiores: obras y saberes, caracteres y personalidades que podamos juzgar valiosas. No gestores y técnicos de élite, salidos del aparato educativo que se pretende única vía de ascenso social.
Una democracia efectiva no se limita a garantizar, a cualquier precio, la movilidad social, sino que busca que la población pueda disponer de los medios que satisfagan sus necesidades, a los que necesariamente irán asociadas las habilidades y competencias necesarias para hacerlos productivos. En una sociedad de pequeños y hábiles propietarios independientes la democracia está garantizada, por el contrario, cuando confundimos democracia con instituciones abstractamente liberales, podemos concluir que estas instituciones agonizan.
Por lo demás, hoy ni siquiera la escuela pública garantiza la reposición de unas élites intelectuales, separadas de una multitud en la inopia, porque las élites se forman en costosas instituciones privadas de suerte que, por así decir, su mérito acaba siendo hereditario. Por lo demás, que las élites se repongan de manera más o menos meritocrática es una cuestión secundaria. Lo sustantivo se encuentra en la misma existencia de esas élites que – cerradas sobre sí mismas – desprecian a la población que gestionan y a la que contemplan – por citar a la señora Clinton – como un “canasto de deplorables” (basket of deplorables).
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