El escritor Armando Lucas Correa nos recuerda en su novela La niña alemana que, entre otras macabras semejanzas, el castrismo y el nazismo comparten la fea costumbre de apropiarse por la fuerza de lo ajeno.
Correa describe los famosos “inventarios” castristas que forzaban a las familias cubanas a producir un registro de posesiones, desde un televisor a una cazuela y desde una bicicleta a un acordeón, antes de permitírseles emigrar a Miami o Madrid. En 1934, los nazis habían dado un nombre alemán a esa política de despojo: Vermögenserklärung. Los cubanos expropiados, como los judíos de los años 30, pasaban noches en vela imaginando un plato roto o una espumadera desaparecida.
Muchos de los que se encontraban en el público del estadio LoanDepot de Miami el pasado domingo pasaron por esas mismas humillaciones y terrores. El resto de la fanaticada posiblemente estuviera compuesta de hijos, nietas y bisnietos de aquellos que inventariaron butacas y sanaron con esparadrapo las viejas litografías del Cristo de Limpias, antes que les llegara el telegrama y tocara a la puerta el interventor.
Los nuevos exiliados saben muy poco de estas cosas. Ellos llegan a un exilio de terciopelo e ignoran el triste destino de los siquitrillados. Los argentinos y los chilenos, que se llenan la boca para hablar de sus dictaduras, no tuvieron que ocultar los anillos de boda en un pastel de cumpleaños e intentar contrabandearlo por el aeropuerto de Varadero, solo para que un jenízaro terminara arponeando el relleno de natilla con la bayoneta y confiscando las joyas, como le pasó a la cosmetóloga Mirta de Perales.
En la actualidad, la desbandada de cubanos, a razón de 10 000 por mes, ha ocasionado la venta de viviendas a precios de remate y la aparición de barrios fantasmas en las principales ciudades de Cuba, donde las moradas de los “patrocinados” esperan ser reposeídas por okupas o, como sucede otras veces, por sus mismos propietarios, ya armados de tarjetas de residencia yumas. Es la continuidad del Vermögenserklärung, 64 años después. Pero nada de esto pasó en Brasil, Uruguay ni Bolivia, y nada semejante tuvieron que sufrir las Madres de la Plaza de Mayo.
Ese malestar, ese horror, está uniformemente distribuido por el área metropolitana de Miami, a lo largo de muchas décadas, y sería demasiado pedir, como ha hecho el periodista Carlos Manuel Álvarez en un reciente artículo de opinión, que los miamenses dejen de lado “el desgarrador, adolescente e insoportable drama nacional” y se abstengan de criticar a unos millonarios de Grandes Ligas que decidieron formar parte del Team Asere, que es el producto de la más desvergonzada propaganda castrista.
Con su habitual candidez, Carlos Manuel comenta que “ninguno de los dos [Luis Robert y Yoan Moncada] se sumó a la selección sin imponer algunas condiciones mínimas, entre ellas no participar en ningún acto político ni arenga propagandística de los dirigentes del país”, como si la idea espuria de un equipo de peloteros cubanos que “no comete el error de confundir gobierno con ciudadanía” no fuera el principio y el fin de esas condiciones mínimas y la peor forma de arenga.
La participación de peloteros exiliados en un equipo concebido desde el jingoísmo es otra modalidad de la expropiación, una versión deportiva del inventario de bienes. Porque fue el Exilio el que creó las condiciones para que el moderno béisbol cubano accediera a las Grandes Ligas y pudiera ejercerse en libertad; pero, sobre todo, para que volviera a conducirse como un negocio y no como un feudo, bajo las condiciones económicas del capitalismo clásico, donde un atleta es pagado de acuerdo a sus capacidades. Se trata aquí, como en cualquier otra actividad humana, de simple lucro, de la usura de cazatalentos y apostadores que luego se materializará en los coches, yates y fastuosas mansiones de Luis Robert.
De ese negocio, y no de otra de tantas iniciativas chatarra de conciliación nacional, quiere una tajada el castrismo, que alardea de pobreza virtuosa y da media vuelta y estafa al Exilio en cada reglón económico, desde los envíos de víveres y medicamentos hasta los precios inflacionarios de sus tiendas de porquerías panameñas. Capitalismo es capitalismo es capitalismo, y el castrismo, como ya se ha dicho hasta la saciedad, es capitalismo de Estado, aunque nuestro cronista venga a ser el último en enterarse.
Las condiciones objetivas, oscuras, mierderas del capitalismo deberían ser siempre la consideración primordial del pueblo en exilio, como lo han sido también para Carlos Manuel, que rodó de plaza en plaza hasta ir a caer de fly en la Segunda Ciudad. Ni los conciliadores ni los neoanarquistas son inmunes a las leyes del mercado. Para Carlos, como para la más inculta exiliada de Mayajigua, Miami es, sencillamente, un gran tianguis, un mercado de esclavos donde cada cual oferta sus encantos y sus argucias.
Cuando Carlos Manuel opina que la “diáspora no ha construido, o al menos no tan sólida, una institución lucrativa que necesita como nadie la existencia de su régimen particular, pues justamente ese régimen es lo que les permite a ellos vivir holgadamente en el capitalismo, y nadie va a matar, aunque finja hacerlo, aquel cuerpo del cual depende su subsistencia”, está repitiendo el clásico argumento castrista de que el Exilio es una sanguijuela, una judería de energúmenos metalizados, o acaso, y dicho esta vez en el argot del nacionalsocialismo, un Ungeziefer, el gran gusano deseante que chupa la sangre de un cuerpo político disponible.
Ese fascinante intelectual que, según su nota de presentación, “cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field”, debe saber que en un estadio cubanoamericano sito en el corazón de la Pequeña Habana, donde no hay cabida para el Global Ambassador of Baseball Antonio Castro, la gente se comporta con la audacia de los primeros bates, quizás porque el Exilio ha sido, por muchas décadas, un bateador ponchado. La audacia y la soledad hacen que los gusanos se expresen de una manera desordenada y libérrima que podría asustar a los recién llegados. Un liberalismo que les es profundamente ajeno, pues la libertad se aprende, no cae del cielo, y Miami es la academia de los extraviados, la escuelita primaria de los desengañados.
Es por lo que nos dio tanto gusto ver a Carlos Manuel tirarse al ruedo, no en el Coloso del Cerro, sino en ese circo romano que fue el LoanDepot por una tarde. Raudo y desmelenado, Carlos Manuel entraba al Exilio por la puerta que abrió la aplanadora de Miguel Saavedra y su Vigila Mambisa, dos autores apócrifos hermanados en una misma causa. Su carrera en el césped era la definitiva “mayamada”, un gesto diaspórico que lo elevaba instantáneamente, más allá del narcisismo de octavo inning, al Salón de la Fama, junto al grafitero El Sexto, alto como Ares, y al apaleado e injustamente olvidado Diego Tintorero.
En el montículo, Carlos fue la encarnación momentánea de nuestro protagonismo, nuestro exhibicionismo y nuestra trágica payasada. El público que lo vio correr acudió a los medios sociales para ofrecer su reseña, y lo llamó vanidoso, farsante y aprovechado, acusándolo de haber confundido Miami con Pamplona y al LoanDepot con una pasarela, sin entender que el acto fallido encubría una admisión tácita.
Y es que volver a nacer aquí es una fiesta innombrable: Carlos se había contagiado de Miami, de su farándula y su hipérbole. El escritor proclamaba, en términos inequívocos, la llegada de una nueva sensibilidad, aquella del aplatanado que descubre de pronto el barroco de Miami.
Quiero escribir un largo reportaje para El Estornudo sobre lo que ví y archivé. Mientras, les dejo esta columna que El País me encargó. Quienes no están suscritos, pueden leerla íntegra acá.
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Hay una foto en la que parece, mientras saco la lengua, que bailo con el agente de seguridad del estadio de los Marlins de Miami, pero se trata de una figura involuntaria, una imagen imprevista en medio del fragor o el éxtasis. Corría ya el octavo
inning de la semifinal del V Clásico Mundial de Béisbol entre Cuba y Estados Unidos en un terreno ubicado nada menos que en la Pequeña Habana, el barrio, hoy un museo insular poblado de centroamericanos, que fue durante décadas el corazón cultural del exilio anticastrista. Lo improbable alineaba las piezas del espectáculo político en un orden nítido, elemental.
Ningún equipo de las Grandes Ligas podía permitirse la nómina del conjunto norteamericano, un Dream Team de nuevo tipo. No hay dinero que pague tanta calidad. La selección cubana, en cambio, cargaba con una particularidad todavía más desconcertante, conformada por primera vez por beisbolistas locales, una escasa minoría, y otros que ya pertenecían a ligas extranjeras, atletas cuyo éxodo alguna vez los convirtió en traidores. Esta condición no cambió para ellos, solo se movió de lugar. Ahora una parte considerable del exilio los consideraba cómplices del régimen comunista por representar al país en un evento deportivo de tal magnitud.
La inclusión en el equipo tenía un sesgo político. No podían participar los beisbolistas que abandonaron en su momento alguna delegación oficial, ni tampoco ninguno que hubiese emitido declaraciones contra el régimen o cualquiera de sus líderes. Sin embargo, Roenis Elías, uno de los principales lanzadores del conjunto, había dicho poco antes: «Yo sé que el gobierno es una mierda, pero quiero representar a mí país, lo mío es jugar pelota». Elías, quien también llegó a solidarizarse con los presos de las protestas pacíficas del 11 de julio, pertenecía igualmente a la organización independiente que los beisbolitas de las Grandes Ligas intentaron impulsar unos meses antes del Clásico, encendiendo las alarmas de la Federación de Béisbol en La Habana.
Otros miembros de aquel conato separatista, como José Adolis García (Texas Rangers) o Yordan Álvarez y José Abreu (Houston Astros), recibieron la llamada de la Federación para participar en el Clásico, pero rechazaron la propuesta. Quienes sí aceptaron, entre ellos Yoan Moncada y Luis Robert Jr. (Chicago White Sox), pusieron distancia de cualquier acto de propaganda política, sabiendo, porque sabían, que los dirigentes despiden a las delegaciones deportivas como si las enviaran a la guerra. Los atletas se convierten en dóciles instrumentos de la retórica triunfalista. A la vez, los beisbolistas aceptaron no declarar nada subido de tono, ninguna idea malsana o confusión ideológica que hubiesen podido adquirir en las tierras envenenadas del capitalismo. Hubo un pacto de silencio que selló el experimento.
En Miami, un periodista le preguntó a Moncada si se identificaba con el lema Patria y Vida, la consigna de la resistencia cívica en Cuba. Moncada no respondió y el desconcierto asomó en su cara, casi como si le hubieran preguntado en La Habana a quién le dedicaba el triunfo. Durante décadas, los reporteros de prensa acorrolaban así a los deportistas ganadores en cualquier evento internacional. El triunfo no podía no dedicársele al Comandante en Jefe. Sin embargo, detrás de estas escaramuzas conocidas se filtraban algunas escenas inéditas. El cátcher Ariel Martínez, contratado en Japón a través de la Federación Cubana, declaraba risueño que le encantaba Miami, que le gustaría firmar por el equipo de la ciudad. Le preguntaron si se comería un sándwich en el restaurante Versailles, la legendaria sede de las protestas políticas del exilio, y dijo que en el Versailles un sándwich y lo que sea. Si un tiempo antes alguien expresaba algo similar, directamente no podía regresar a la isla.
Yo seguía creyendo —a pesar del marcado esfuerzo de muchos por rechazar a un equipo instrumentalizado por la máquina totalitaria; un equipo que no decía todo lo que ellos querían escuchar, de la manera en que ellos lo querían escuchar— que el exilio había desembarcado y conquistado parcialmente el corazón de la simbología castrista. No estábamos, desde luego, ante un cambio absoluto de registro, el deseo en política es siempre una ganancia parcial, pero sí habíamos puesto una suculenta pica en Flandes. Por primera vez los peloteros no parecían soldados, sino personas, y eso, más que soldados de otro ejército, era para mí la negación del castrismo.
Aquel equipo, que debutó con dos derrotas, no era nada, un ripio, la representación de un país roto, y básicamente el desprecio inicial recibido les entregó un motivo y les obsequió el tesoro de la rabia. A partir de ahí encadenaron tres victorias consecutivas para llegar a las semifinales en Miami. Inventaron rituales, una gestualidad festiva, poseídos de repente por un raro disfrute que las selecciones cubanas desconocían, o que al menos en la última década solo habían fingido. No parecía un equipo comunista porque no era un equipo asustado, y la gente no supo bien dónde clasificarlos desde el momento en que un tipo de la Serie Nacional bateaba en el line up detrás de un jerarca de las Grandes Ligas.
Cualquiera que lo haya vivido sabe que, desde la Zafra de los Diez Millones, cuando el totalitarismo más exagera la mueca del triunfo, es cuando menos triunfa. Esto explicaba su esfuerzo, desde mi punto de vista inservible, por adecuar aquel conjunto mixto, que contaminaba la pureza de su ideología segregativa, a la horma de la neolengua. Pensaba, además, que no se puede construir una alternativa politica desde el cinismo, y siempre, al fin y al cabo, hay que desear algo. Uno no puede darse el lujo, en las formas de reparación de la justicia, de suprimir el placer. Aunque fuera de determinados políticos, influencers chillones, y casi todo aquel que ha convertido el eslogan de la libertad en un negocio, había aún pueblo humillado, éxodo sin perdón, a quienes mi propuesta, razonablemente, les seguía pareciendo defectuosa.
***
Llegué al estadio de los Marlins temprano en la tarde. Miles de cubanos trasegaban el lugar desde muchas posiciones o combinaciones afectivas. Incluso encontré aficionados con camisetas que decían Team Asere. Ese sobrenombre, surgido de una página de memes, fue adoptado de manera efusiva por la plana mayor del régimen, echándolo de inmediato a perder. Tantos vericuetos volvían aún más extraña mi posición, empeñado en rescatar a los peloteros del ultraje, tratando de encontrar señas en ellos que me permitieran todavía apropiármelos, sin sumarme a los modos establecidos de celebración.
Como Michelet, podía decir «que estimo el brazo popular, mas aborrezco las multitudes». Afuera, en las protestas de rigor, percibí el profundo civismo de Ramón Saúl Sánchez, líder del exilio y un tipo específico de patriota en extinción, un hombre elegante, austero y pausado, que vestía guayabera y llamaba a manifestarse pacíficamente sin oponerse a la disputa del juego. Me conmovió su presencia, ¿cómo era posible que ese señor no pudiese vivir en su país?
El encuentro se convirtió rápidamente en un despropósito. Estados Unidos apaleó a Cuba desde la arrancada y el foco giró enseguida a otro tipo de duelo. En el quinto inning, el artista Danilo Maldonado, conocido como El Sexto, se lanzó al terreno desde el center field con un cartel que pedía libertad para los presos políticos del 11 de julio. Fue una inspiración. Había olas en el público y coros anticomunistas o de reafirmación nacional. El gesto, estremecedor, inauguraba la temporada de la desobediencia. Un rato después haría lo mismo un chico, Antonio Fernández, con quien luego pasé toda la madrugada en una prisión del Doral.
Entonces tuve miedo, un nervio conocido. Hablé con mi novia y planeamos algo. Fui al baño y caminé un rato por el pasillo de la tercera sección, asustado. Había que quemar primero aquel espasmo. Una vez vencido el miedo, es decir, una vez agotado, una vez sufrido, el hecho ocurre entonces de manera automática, una serie de pasos impersonales. Ese desfasaje garantiza la acción, el sobresalto es siempre diferido. Caminamos hasta la zona del right field, donde termina la malla protectora, y le pedí a un aficionado su bandera cubana con el cartel Patria y Vida. Mi novia le sugirió a una señora que grabara con su celular. Corrí escaleras abajo y, a punto de concluir aquel teatro, caí de golpe en el terreno, atolondrado.
Un hombre lento, que casi rengueaba, intentó cortarme el paso, pero avancé diagonal, buscando la segunda base, y fácilmente lo dejé atrás. Vi el campo abierto, una secuencia en flor, como una deslumbrante travesura. Invadí el diamante entre primera y segunda y, cerca de la línea de cal, me detuve ante el dugout de los visitadores, el banco de la selección cubana. Era el banco de mi equipo, el elenco por el que me había desgarrado hasta la zozobra desde niño, y por eso mismo el elenco que debía encarar para, si fuese preciso, destruirnos mutuamente de una vez en una lacerante danza de fracaso veteada de amor. No hay ruta hacia la libertad que no profane nuestro altar de la emoción.
Debí correr más, detenerme en la fatiga, pero intenté retroceder de espaldas y una banda de uniformados me redujo. Un hombre corpulento me aplicó un tackle espectacular y mi cabeza rebotó en la yerba. Nunca pude desplegar la bandera del todo, el viento la arrugaba pero también la hinchaba como la vela de un barco encallado en un charco de luz, que es a fin de cuentas lo que un terreno de pelota es. «Miren para acá», quise decirle al equipo Cuba sin abrir la boca. «¿Qué vamos a hacer?» Confiaba en el lenguaje de mi esprintada.
Luego supe que para algunos —presas del didactismo de las consignas, un mal del castrismo lamentablemente exportado al exilio— la bandera y mi corrida no parecían una definición suficiente. Pero mi cuerpo era la definición, porque se trataba del cuerpo de un desterrado. ¿Qué más? ¿Por qué razón iba a correr entonces? Al fin y al cabo, también agradecía el signo suelto, que nadie pudiera apropiárselo del todo. Yo pretendía ofrecer una jugada —término amplio cuyo arco va aquí desde Lyotard hasta Vin Scully— que felizmente también me negara. En el corazón del exilio, un lugar tan poderoso, que igual habito por derecho propio, el gesto podía incluir a mis contrarios. La libertad es el riesgo de que te confundan, y luego la plenitud de asumir como propia esa confusión. Necesitaba actuar en espacios donde lo que yo soy no dependiera totalmente de mí.
Ya en la calle, luego de diez horas de detención, recibí un apoyo mayoritario. Tanto, que me avergonzó, pero creo que tiene que ver con que estamos saturados de palabras y huérfanos de hechos, incluso de hechos fuera de Cuba, con bastante menos consecuencias que cualquier acto cometido desde la olla de presión. Sin embargo, también debí lidiar con los acuarelistas locales, esos notarios costumbristas de la secuela, como el escritor Néstor Díaz de Villegas, que pretendían exiliarme de mi gesto y convertirlo en un episodio iliberal, una fábula decrépita de la autocompasión.
En cualquier caso, tales esfuerzos al final son estériles, porque el truco reside en que hay que venir corriendo desde antes y seguir corriendo después. El tramo del estadio no fue más que otro de los momentos en que mi carrera se cruza con la mirada general, para luego continuar en las sombras. «¿Por qué lo hiciste?», me preguntó un policia de camino a la prisión. «Porque tengo amigos presos políticos», le dije, lo que también incluía la paráfrisis de una idea de Wislawa Szymborska referida a la poesía: «Prefiero la ridiculez de lanzarme a un terreno de pelota a la ridiculez de no lanzarme a un terreno de pelota».
A nadie, ni siquiera al ex equipo de mis amores, tengo que pedirle permiso para pertenecer a mi país.
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