la Star Wars FERMIN CONTRA EL nINJA




Por una parte, los magisters Antonio José Ponte (lo mismo que Néstor Díaz de Villegas) debieran darle un poco de espacio empático a las locuras y lucideces de las nuevas generaciones, esas que no los conocerán a ellos (aunque los jóvenes hagan un buen esfuerzo de lectura), porque para los cubanos del futuro ya Ponte pertenece al pasado de la Revolución, como muchos aquí, como yo. Por la otra parte, Carlos Manuel Álvarez debiera practicar un poco la empatía elocuente del silencio, cada vez que chasquee el látigo público sobre su persona. En cualquier caso, alto amor para nuestros contemporáneos Ponte y Carlos Manuel (y Néstor), todos imprescindibles en un polémica prescindible. Pasemos esta página de nivel Parvulito y empecemos en la escuela primaria. La meta es obtener entre todos un doctorado en Compasión por Cuba antes de que termine el totalitarismo.



Orlando Luis Pardo Lazo

Desagradecido, los que pertenecen , según tú,  al pasado, te enseñan cómo puedes sentarte en un sofá.  
Allain Álvarez Oquendo
: El tema es que Carlos Manuel, entre otros y otras jóvenes de postura similar, no solo están arremetiendo contra la dictadura, sino también contra todo aquel cubano que no sea de izquierdas. Carlos Manuel ha cometido la desfachatez de tildar de fascista al partido republicano y, por consiguiente, a todos los que creemos en dicho partido. Estos cubanos progresistas, integrantes de la Nueva Izquierda, adoptan una postura no solo en contra de la dictadura castrista, sino también en contra del exilio cubano. Ellos y ellas meten en un mismo saco al régimen castrista y a todos los cubanos que no somos de izquierdas. En fin, tal pareciera que no solo pretenden derrocar a la dictadura con su mínimo accionar (el cual pregonan mucho, como si fuera un accionar cuasi guerrillero), sino que también se podría percibir que pretenden derrocar al exilio cubano. Y cuando yo veo un proceder similar al de estas personas, pienso que no puede ser producto de la casualidad. Ellos y ellas, para mi, son parte de eso que llamamos cambio fraude. Y no lo digo porque sean de izquierdas, sino por la forma tan encarnada como la cual intentan desacreditar, hundir, denostar, derribar todo lo que sea de derechas. ¿Luchan contra el régimen o viven pensando en la continuidad de la izquierda para Cuba, en dialogar y darle el beneficio de la duda a la dictara castrista?


 Cubanet lavando caras, cuando es el tipo que màs ha censurado, silenciado, incluso estructurado a la " falsa cultura de elegidos" (por su ideologîa de izquierda) en el exilio, quienes insisten y le marcan una importancia jamàs vivida por ninguno de los que ha 'asesinado socialmente'. Ha superado con creces a la UNEAC Y a quienes critica. Uno de los jefes de la new disidencia neocastrista financiada con millones de Grants, al servicio de oscuros poderes, Soros y de altares de libros, personajillos, escritorzuelos llevados a primera plana y cenas, dentro de su logro mayor: la cultura cubana de sus fans sociolistos.



Muy de acuerdo con lo que dice Eloy Viera Cañive a partir del fragmento de artículo en el recuadro. No soy partidario de esta clase de comparaciones y, encima, esta es errónea: representantes de lo que el artículo llama "novísima disidencia cubana" han pasado por o están en las cárceles de Cuba, como no fue mi caso. El artículo publicado sin firma en CubaNet Noticias habla de una polémica y no menciona al otro polemista. Agradezco que me dedique atención, pero habría sido conveniente que prestara atención también a Carlos Manuel Álvarez, y pusiera su nombre. Agradecido, A.J. Ponte

Evaluar los méritos atendiendo a los niveles de sufrimiento o represión a manos de una tiranía es una de las muestras más claras de cuán rota está la nación cubana. Tan rota que necesita siempre tomar partido por nombres y no por ideas, por generaciones y no por aspiraciones.
En fin… seguimos esperando el diluvio.



Se equivoca Antonio José Ponte, tan dado a las precisiones y siempre tan deliberadamente inexacto, cuando dice que llevo tres artículos seguidos en El País dedicados a mí. El pasado 16 de febrero publiqué, conversación mediante, un texto sobre Luis Manuel Otero, el cual es posterior al ensayo «Cuba, más allá de Fidel y el Che: cómo matar al verdugo». Argumenta Ponte, por los pelos: «este caso reside en el desaprovechamiento de tan buena tribuna, la sección de opinión del más importante diario de la lengua, en momentos en que las circunstancias cubanas andan como andan». Quiere funcionalidad Ponte, utilitarismo, no hay derecho a hablar en y de la primera persona en momentos en que la Patria padece. De esas exigencias venimos huyendo, pero lo reaccionario siempre se encuentra en el último recodo. No obstante, desde que empecé a colaborar en El País en la primavera-verano de 2019, he escrito sobre la marcha LGBTI del 15M, sobre Raúl, Fidel Castro, Díaz-Canel y Liz Cuesta, el Movimiento San Isidro, Luis Manuel Otero, Maykel Osorbo, las protestas del 11 de julio, el fracaso del 15 de noviembre, balseros sobrevivientes y los presos políticos de la isla.
Teniendo en cuenta que «las circunstancias cubanas andan como andan» no desde ayer ni desde la fecha en que yo publico en El País, sino desde hace más de sesenta años, lapso en el que a Ponte le ha dado tiempo de nacer, crecer, desarrollarse y vegetar, la pregunta que me hago se desprende: ¿aquellas tribunas que Ponte ha tenido, sean las que sean, en qué las ha aprovechado? Las ha aprovechado, principalmente, en reseñar a Padura hasta el hartazgo y hasta su propio descrédito (no el de Padura, sino el de Ponte). Es difícil pensar en un tema tan insignificante como lo es el autor de «El hombre que amaba a los perros», y a Ponte, preocupado ahora por «las circunstancias cubanas», se le ha ido la vida en ello.
Veamos, aparte del texto de béisbol que Ponte toma como pretexto para abalanzarse sobre mí, cuáles son los otros dos artículos que incluye dentro de la seguidilla narcisista. Como podrá comprobar cualquiera, en «Cuba, más allá de Fidel y el Che: cómo matar al verdugo», el yo es apenas un pretexto para pensar asuntos que, aunque me incluyen, exceden completamente cualquier entorno personal: traducciones literarias, identidad multicultural, estéticas regionales, pulsiones del mercado del libro, etc… El segundo texto, «Pueblos del mar», es el discurso de aceptación del Premio Carbet, una nota que más adelante fue comisionada por El País. ¿De qué quería Ponte que hablara en un premio que me otorgan a mí? ¿De la zafra, del pueblo, de las multitudes? Un poco más y pide que entregue la dotación económica a alguna organización político-cultural, tal como le exigió Haydée Santamaría a Vargas Llosa.
Siempre dispuesto a mirar al comunista o al miedoso en el ojo ajeno, a repartir desde la oficoda el carnet de disidente cultural, no ve jamás al Sigfredo Ariel en su propio ojo. Si Ponte fuese honesto, ya Gabor lo hubiera hecho trizas, pero ahí donde Ponte quiere inventar un alter ego, no hay tal, lo único que queda es Gabor. En los años noventa, cuando su generación se batía al duro contra la ideología totalitaria (Paideia y sucedáneos), o fundaba revistas semiclandestinas (Diásporas), ¿dónde estaba Ponte?, hoy un escritor tan político. En ninguna parte, y ahí Cuba sí que andaba como andaba. Se batía en duelo honorable con… bueno, con Fina Garcia Marruz, agarraba becas en Portugal para refugiados politicos… ¡y luego regresaba a La Habana! Andaba fachándole la oportunidad a los demás y enfrascado al cubilete con una señora octogenaria.
Su carta de triunfo, con la que ha levantado su castillo de naipes, es la expulsión de la UNEAC en 2002. La pregunta, en una época apenas anterior a la Primavera Negra y los jóvenes lancheros fusilados por Fidel Castro, no es por qué expulsaron a Ponte de la UNEAC, sino qué hacía Ponte a los 38 años, a esas alturas, en semejante institución. Y la cosa andando. Me acusa Ponte de narcisista, después de decir, como va diciendo, que es el autor vivo más mencionado en una encuesta realizada entre escritores por Hypermedia para que enumeraran sus diez libros cubanos preferidos. Anda por Malasaña y Chueca con esas cuentas de bodeguero en la cabeza.
Como sea, ¿por qué hacerle ascos al narcisismo, que es, al fin y al cabo, un sentimiento transparante donde los haya? Al lanzamiento del artículo sobre la pelota (que es, por supuesto, falible, y debe ser sometido a juicio crítico, aunque yo jamás haya hecho equivalencia alguna entre el régimen y el exilio) no le voy a hacer swing, eso es una finta de sabueso viejo. Lo que le molesta a Ponte de Padura no es su mala prosa, ni su posición de intelectual pusilánime, sino aquello que conocemos como éxito, una categoría que suelen tener mucho más presente, hasta el punto de la obsesión, quienes supuestamente no lo disfrutan. A Ponte el béisbol y el equipo Cuba le dan lo mismo. Lo que le molesta son las traducciones, los premios, las publicaciones de los otros, cosas que todo el mundo cree merecer.
Detrás de los ataques recientes de Ponte y Néstor Díaz de Villegas hay un resorte político que, independientemente de ellos, salta a la vista. No voy a aceptar el aparente asunto alrededor del cual giran sus polémicas, cuando vienen hablando de otra cosa, luego de barrer el piso con algún grado de amistad contraído. El ejercicio de agarrar frases sueltas, que recuerde a bote pronto, ya lo practica Ponte con autores como Ena Lucía Portela y José Manuel Prieto, de quienes les molestaba principalmente su alto grado de exposición. Podría hacer lo mismo con tantos textos suyos, pero Ponte, detrás de Victor Fowler y momias de ese tipo, leyendo la letra pequeña de La Jiribilla y la revista Casa, se ha convertido en el sepulturero de la UNEAC, título con el que él mismo se premió, un puro barrigoncito con un cabo de cigarro en la boca que custodia con celo de guardacosta el cementerio de la cultura oficial.


RESPUESTA DE ANTONIO JOSÉ PONTE A CARLOS MANUEL ÁLVAREZ
Pido disculpas a Carlos Manuel Álvarez por no haber incluido en la lista de sus últimos artículos el que el me señala en falta, y lamento que, fuera de señalarme ese punto flaco, él haya preferido no polemizar sobre el tema de mi post y dedicarse a hurgar en el pasado.
Álvarez se pregunta dónde estaba yo cuando "mi generación se batía al duro contra la ideología totalitaria". Bien, si está interesado en saber y su pregunta no es retórica, que le pregunte a los escritores de mi generación (incluidos los firmantes de Paideia), que pregunte a mis compañeros del consejo de redacción de "Encuentro de la Cultura Cubana" (cuando en Madrid la dirigía Jesús Díaz y yo estaba en La Habana), y que pregunte a los opositores socialdemócratas, con quienes tuve cercanía en Cuba, y a familiares de los presos de la Primavera Negra, cuando cayeron en la cárcel.
Yo podría tender ciertas preguntas acerca del pasado de Carlos Manuel Álvarez, pero no es el pasado lo que me interesa discutir. Así como no me interesa discutir de béisbol (y no he simulado ese interés en lo más mínimo) más que por un contexto político: el del llamado Team Asere.
Acerca del narcisismo, mi texto reconoce que es ingrediente necesario para el escritor, así que nunca me he sentido exento de él. El problema, como desde Aristóteles, es lo desmedido.
Por otra parte, la envidia es una explicación manida para explicar el móvil de mis críticas: ya Padura la sostuvo felizmente en una entrevista. Y, a propósito de Padura, invito a Álvarez a buscar algún artículo mío en "El País", "Letras Libres" o "Cuadernos Hispanoamericanos" (por citar tres ejemplos de publicaciones) donde haya malgastado espacio de opinión ocupándome de Leonardo Padura. Han sido otros los autores y los problemas que he tratado allí.
Sin embargo, lo débil de ese diagnóstico de envidia es que deja fuera a muchos de los que he criticado a lo largo de décadas y no explica tales casos. Y la mala noticia para los criticados que achacan todo a envidia mía es que, fuese o no eso lo que me moviera al criticarlos, lo escrito por ellos no mejora en nada. De manera que el problema sigue en pie.
Como está en pie, y sin rebatir, el asunto de la prosa ridícula de Carlos Manuel Álvarez, que va más allá del texto del cual me ocupé. (Su discurso de aceptación del Premio Carbet es risible en sus apelaciones a la Hélade, lo cual llevaría a Fermín Gabor a preguntarse si esa Hélade de la que allí hablaba era una heladería de Cárdenas.)
Dice mucho acerca de su falta de refinamiento que explique un intercambio polémico mío con Fina García Marruz (que incluyó a Vitier y Fernández Retamar, y fue el comienzo de la recuperación de García Vega) como si fuera el duelo con una octogenaria. Es la literatura vista como bronca callejera, donde una vieja escritora no es contrincante apreciable y se está abusando de ella. Muy por el contrario.
La respuesta de Carlos Manuel Álvarez es reveladora también de una idea de la literatura a la Paris Hilton. La mía, para mis libros, es distinta. De otro modo no habría pasado más de una década, por decisión propia, sin publicar nada nuevo.
Creo conveniente dejar en claro que no he puesto en duda el trabajo de opinador de Carlos Manuel Álvarez, utilísimo como ha sido en los últimos años. Lo que pongo en duda es en lo que ese trabajo está derivando. Su decadencia se hizo evidente cuando prometió a su audiencia que entraría en Cuba aunque las autoridades le negaran la entrada. Un acto de frivolización y espectáculo.
Su literatura, sin embargo, no me interesa. Está mal escrita y con poco fondo, y contiene frases dignas del dúo Buena Fe. Pésimas sus novelas, por premiadas que sean.
Él, que se muestra incapaz de defenderse de las objeciones que hice a su prosa, afirma que también podría hacer objeciones a lo que yo escribo.
Aceptado el reto, si acaso es un reto: adelante.

(Quien escribe lo que sigue es Antonio José Ponte, no Fermín Gabor. Y en la foto, al micrófono, Norman Mailer)
CARLOS MANUEL ÁLVAREZ: EL LENGUAJE DE SU ESPRINTADA
Carlos Manuel Álvarez ha publicado en el diario español "El País" un artículo que responde a esta pregunta de su titular: "¿Por qué me lancé al terreno a interrumpir un Cuba-Estados Unidos?". Al comienzo del artículo, el autor contempla cómo quedó en las fotos: "Hay una foto en la que parece, mientras saco la lengua, que bailo con el agente de seguridad del estadio de los Marlins de Miami, pero se trata de una figura involuntaria, una imagen imprevista en medio del fragor o el éxtasis".
"¿Por qué me lancé al terreno a interrumpir un Cuba-Estados Unidos?" es periodismo a la Mailer. Los artículos de Norman Mailer, legendarios dentro del periodismo estadounidense, siempre (o casi siempre) requerían de la figura de su autor al centro de ellos. A Mailer le encargaron escribir sobre la llegada del hombre a la Luna y aquellos lectores suyos a los que les fastidiaba tanto protagonismo creyeron que tendría imposible meter el cuerpo, tal como hacía usualmente. No contaban con el detalle astronómico de que en el cielo visto por Neil Armstrong desde la superficie lunar brillaba la constelación zodiacal de Mailer, quien se agarró de aquellas estrellas para lograr su jugada de siempre.
Carlos Manuel Álvarez, maileriano, se contempla en una foto, cuenta las circunstancias donde la foto fue tomada y se explaya en razones para haber saltado al terreno con una bandera que no alcanzó a abrir mientras corría. Es el tercer artículo seguido que se dedica a sí mismo en "El País". El primero, "Cuba, más allá de Fidel y el Che: cómo matar al verdugo", publicado el pasado 12 de febrero, se ocupaba de sus negociaciones con traductores y editores a propósito de los títulos que estos querían darle a sus libros. El segundo, una semana y un día después, fue su discurso de aceptación del Premio Carbet: "Pueblos del mar". Y ahora este último, que intenta darle sentido a su gesto en el estadio miamense. Van tres selfis seguidos en "El País".
Narcisismo, sin dudas, pero un escritor precisa de ese ingrediente. Un escritor está hecho de obra literaria, aunque también de cuerpo, rostro, figura, sombra, chismografía, leyenda y demás apps que sostienen su trabajo. (Incluso, que socavan su trabajo.) Lo discutible en este caso reside en el desaprovechamiento de tan buena tribuna, la sección de opinión del más importante diario de la lengua, en momentos en que las circunstancias cubanas andan como andan. Aunque, tal como Mailer argumentaría que nunca se había apartado de su misión de contar el alunizaje, Álvarez podría ripostar que la atención que se presta a sí mismo en sus artículos va acompañada de opiniones que sobrepasan las que le despiertan su persona. Podría incluso argumentar que él es política. Que, tal como afirma de su cuerpo en este último artículo, "se trataba del cuerpo de un desterrado". Y que, hablando de él, habla de Cuba.
Sea: no discuto la legitimidad ni la efectividad política de su narcisismo. Tampoco voy a centrarme en el sentido posible de su interrupción del juego. Me ocupo, en cambio, de cómo cuenta el hecho y de las circunstancias de ese hecho.
Refiriéndose a los peloteros exiliados, huidos de Cuba para jugar en las Grandes Ligas y que luego decidieron integrar el Team Asere (a la propaganda oficialista debió parecerle poca cosa llamarlo equipo Cuba), Carlos Manuel Álvarez recuerda cómo fueron tildados de traidores por el régimen cubano. Y sostiene: "Esta condición no cambió para ellos, solo se movió de lugar. Ahora una parte considerable del exilio los consideraba cómplices del régimen comunista por representar al país en un evento deportivo de tal magnitud".
Supongo que cualquiera de esos peloteros de los que él habla podría aclararle que no se trataba de lo mismo y que, aunque por segunda vez los llamaran traidores, su condición sí que había cambiado. Pues no es lo mismo la acusación de un régimen, con sentencia de destierro, separación familiar y borraduras de memoria, a lo que opine (o vocifere) un grupo de exiliados, por numeroso que sea. La analogía establecida por Carlos Manuel Álvarez entre la intransigencia del régimen cubano y la intransigencia del exilio, habrá complacido a muchos lectores de su artículo. Son lectores que se consuelan con el hecho de que, inocultable ya la naturaleza represiva de la revolución que admiraban o admiran, la oposición a esa revolución no constituya una salida. Que Cuba no encuentre nunca una salida mejor que la salida revolucionaria, es lo que quieren.
Abundando sobre esos peloteros, Carlos Manuel Álvarez afirma que una parte considerable del exilio los considera "cómplices del régimen comunista por representar al país en un evento deportivo de tal magnitud". Frase tramposa, puesto que esos peloteros del Team Asere no representan al país, sino que representan al país y al régimen, indistinguibles uno del otro como resultan en el deporte revolucionario. (El que habría constituido un equipo del país, y no del régimen, fue el que intentaron sin suerte varios peloteros cubanos de las Grandes Ligas, y que él menciona.)
"La inclusión en el equipo", considera Álvarez de los peloteros exiliados en el Team Asere, "tenía un sesgo político". Busco en varios diccionarios y, fuera de las acepciones de oblicuidad y torsión, el término sesgo podría aludir al rumbo que toman las cosas. En la frase antes citada es un eufemismo, desde que el sistema deportivo cubano es, sin torsión, oblicuidad o derivación, esencialmente político. Capaz de renovarse hasta contar con jugadores exiliados, capaz de servir de intermediario en ligas extranjeras a aquellos jugadores que no se han exiliado.
"¿Por qué me lancé al terreno a interrumpir un Cuba-Estados Unidos?" abunda en frases ridículas. "Les obsequió el tesoro de la rabia", puede leerse allí. O esto otro: "destruirnos mutuamente de una vez en una lacerante danza de fracaso veteada de amor". Carlos Manuel Álvarez escribe: "Vi el campo abierto, una secuencia en flor, como una deslumbrante travesura". El campo abierto ha de ser la oportunidad para correr por el terreno, la deslumbrante travesura será la que cometa el corredor articulista, pero, ¿qué es una secuencia en flor? El artículo compara el terreno deportivo con un barco encallado en un charco de luz. Y en él alcanza a leerse: "No hay ruta hacia la libertad, que no profane nuestro altar de la emoción".
El lenguaje de la esprintada (la frase es suya) de Carlos Manuel Álvarez se hace ridículo a fuerza de lirismo. Habría que investigar si esos rebuscamientos aparecen cuando el autor se centra en sí mismo. Investigar si es su atención sobre sí mismo la que partea estos primores, una prosa afectada con tal de darse mimos. (Esto no le pasaba a Norman Mailer.)
Al recontar su estampida en el estadio, Carlos Manuel Álvarez afirma: "En el corazón del exilio, un lugar tan poderoso, que igual habito por derecho propio, el gesto podía incluir a mis contrarios". A juzgar por la frase, su pretensión última es la de haber corrido en representación de sus contrarios. No importa que párrafos antes o párrafos después diera muestras de cómo tratarlos: "influencers chillones", "acuarelistas locales", trapicheadores con la causa de la libertad… Pese a todo, él sería capaz de absorberlos con tal de poblar su hazaña. Y tal vez en esto resida el mayor sueño del narcisismo: volverse muchos, lindar con el populismo.
"¿Por qué me lancé al terreno a interrumpir un Cuba-Estados Unidos?" contiene argumentación falsa, mala prosa y un enigma pendiente: su autor. Porque, ¿qué sacamos en claro de la acción a la que dedicó el artículo? Corrió en dirección del banco del Team Asere, llevaba con él una bandera, pero la bandera no era el mensaje. O no era todo el mensaje: si acaso alcanzaba a llegar a ellos, él iba a hacerle una pregunta a los peloteros que jugaban por el país y el régimen. "¿Qué vamos a hacer?", iba a preguntarles. Esa intervención suya, amplia hasta incluir a sus contrarios, incluiría también a los que jugaban. Pero, ¿qué esperaba de ellos? ¿Qué soltaran sus bates y guantes y abandonaran el juego? ¿Qué remontaran en el juego? ¿Qué lo dejaran jugar a él por un rato? ¿Hacerse un selfi junto a ellos y la bandera? Quien corrió en un estadio y balbucea intenciones en su artículo, contesta confusamente a la pregunta que le da título, aunque espera que prestemos atención y dotemos de sentido a esa confusión suya.
"El tramo del estadio no fue más que otro de los momentos en que mi carrera se cruza con la mirada general, para luego continuar en las sombras", concluye. No ha de ser muy larga su estancia en la sombra: ya ha anunciado que el artículo publicado recientemente en "El País" es un adelanto del reportaje que escribirá para "El Estornudo", la revista que dirige. Es de esperar que muy pronto la mirada general vuelva a cruzarse con la carrera de Carlos Manuel Álvarez.

He recibido mucho apoyo desde Miami, desde el exilio en general y también desde dentro de Cuba. Tanto, que me avergüenza un poco, pero creo que tiene que ver con que estamos sobrecargados de palabras y huérfanos de hechos. Incluso de hechos fuera de Cuba, con bastante menos consecuencias que cualquier acto cometido desde la olla de presión. Sin embargo, hay también una zona, minoritaria, conformada por cuentas anónimas e influencers de bagazo, gente que se descubrió opositora y valiente cuando emigró, que directamente me detesta. Difaman y mienten sobre mí cuando quieren y como quieren, echan a rodar cualquier descrédito absurdo que les pase por la cabeza, y les molesta las mismas actitudes mías que molestan al aparato de propaganda del régimen. Nunca les hago caso, pero creo que ahora voy a aclarar un par de cosas por única vez. Sobre mi gesto en el partido de pelota, han dicho que yo intenté opacar la acción del Sexto. Declaro aquí, y donde sea, que la acción del Sexto, como la de Antonio Fernández, me inspiraron, por lo que intenté pagar la deuda inmediata contraída cuando secundé sus acciones. Lo otro que dicen constantemente, sin ninguna prueba, porque les da la gana, es que yo fui enviado por la policía política para reventar la huelga de San Isidro. No hablo de ese episodio, lo veo siempre dentro de una acción colectiva, pero les voy a decir algo. Ese episodio los cogió movidos, los calló, les dejó saber que sí se podía regresar a Cuba voluntariamente para oponerse a la policía política. Molesta, claro, porque te deja en evidencia. ¿Quieres saber cómo ocurrió todo? Acabo de escribir un libro que se llama Los intrusos. No lo van a leer, porque ustedes no leen ni el titular del Herald, pero cualquiera que esté interesado en conocer la verdad, ahí lo tiene. Por otra parte, los hechos nadie los puede borrar. El allanamiento del 26 de noviembre provocó el 27 de noviembre, y luego todo lo demás. Ustedes lo que están locos por tener otro Zapata. Quieren su mártir negro, su muerto héroe para rasgarse las vestiduras el fin de semana desde el mall o el barbecue. ¿Quieres saber quién fui yo en el acuartelamiento, cómo los acuartelados me ven, qué papel jugué en el momento, algo que ninguno de ustedes sabe cómo era, qué se vivía adentro, en qué situación real se encontraban? Pregúntale a cualquier acuartelado qué cree de mí. A Omara, a Esteban, al que te dé la gana. Lo mío no fue entrar a San Isidro, lo mío ha sido acompañar, y que me acompañen, hasta hoy. Y antes de San Isidro ya tenía interrogatorios, ya había fundado revistas de periodismo independiente y contado por años una Cuba en zona de riesgo. Yo sé lo que empinga. Lo que empinga es que no cojo la seña oficial, ni voy a bailar al compás de toda la histeria patriotera. Me dicen que soy chivato porque no soy de derecha. Si fuera chivato, imbécil, me camuflaría, diría algo para que no me reconocieran, no para que un bobo de redes como tú me identifique. Si fuera chivato, jamás ninguno de ustedes daría conmigo, jugaría con ustedes, están muy fáciles y son muy subnormales todos. Tengo demasiada furia en mi corazón para representar un papel tan triste. De chivatos están rodeados ustedes, y no se enteran ni se van a enterar, porque el chivato les dice lo que ustedes quieren oír, el lema de los pioneros del exilio que cada uno de ustedes repite sin empacho para limpiar con combatividad su pasado sumiso en Cuba, su historial cívico en blanco dentro de la isla. Jamás voy con Vox, jamás voy con Trump, jamás voy con el fascismo republicano, no voy a bajar la cabeza y repetir lo que tú quieres que repita para que me entreguen el premio de los que obedecen. Estoy aquí, con mis ideas, y voy a seguir. Me lanzo al terreno contra un régimen que me destierra y que secuestra a miles de presos políticos y lo hago sin atacar a los peloteros, sin denigrarlos. Mi coherencia no cabe en tu azucarera, la trabajo día a día como un artesano, la cuido y la mimo y cuando creo conveniente la expongo, como el domingo. No vivo de esto, no gano un peso por esto. Mi fianza la paga mi novia, y luego tengo que irme a mi bar a trabajar ocho horas para pagar mi renta y mis libros. ¿No te cuadra? Jódete. No tengo que pedirle permiso a nadie para pertenecer a mi país.




El escritor Armando Lucas Correa nos recuerda en su novela La niña alemana que, entre otras macabras semejanzas, el castrismo y el nazismo comparten la fea costumbre de apropiarse por la fuerza de lo ajeno. 

Correa describe los famosos “inventarios” castristas que forzaban a las familias cubanas a producir un registro de posesiones, desde un televisor a una cazuela y desde una bicicleta a un acordeón, antes de permitírseles emigrar a Miami o Madrid. En 1934, los nazis habían dado un nombre alemán a esa política de despojo: Vermögenserklärung. Los cubanos expropiados, como los judíos de los años 30, pasaban noches en vela imaginando un plato roto o una espumadera desaparecida.

Muchos de los que se encontraban en el público del estadio LoanDepot de Miami el pasado domingo pasaron por esas mismas humillaciones y terrores. El resto de la fanaticada posiblemente estuviera compuesta de hijos, nietas y bisnietos de aquellos que inventariaron butacas y sanaron con esparadrapo las viejas litografías del Cristo de Limpias, antes que les llegara el telegrama y tocara a la puerta el interventor. 

Los nuevos exiliados saben muy poco de estas cosas. Ellos llegan a un exilio de terciopelo e ignoran el triste destino de los siquitrillados. Los argentinos y los chilenos, que se llenan la boca para hablar de sus dictaduras, no tuvieron que ocultar los anillos de boda en un pastel de cumpleaños e intentar contrabandearlo por el aeropuerto de Varadero, solo para que un jenízaro terminara arponeando el relleno de natilla con la bayoneta y confiscando las joyas, como le pasó a la cosmetóloga Mirta de Perales

En la actualidad, la desbandada de cubanos, a razón de 10 000 por mes, ha ocasionado la venta de viviendas a precios de remate y la aparición de barrios fantasmas en las principales ciudades de Cuba, donde las moradas de los “patrocinados” esperan ser reposeídas por okupas o, como sucede otras veces, por sus mismos propietarios, ya armados de tarjetas de residencia yumas. Es la continuidad del Vermögenserklärung, 64 años después. Pero nada de esto pasó en Brasil, Uruguay ni Bolivia, y nada semejante tuvieron que sufrir las Madres de la Plaza de Mayo. 

Ese malestar, ese horror, está uniformemente distribuido por el área metropolitana de Miami, a lo largo de muchas décadas, y sería demasiado pedir, como ha hecho el periodista Carlos Manuel Álvarez en un reciente artículo de opinión, que los miamenses dejen de lado “el desgarrador, adolescente e insoportable drama nacional” y se abstengan de criticar a unos millonarios de Grandes Ligas que decidieron formar parte del Team Asere, que es el producto de la más desvergonzada propaganda castrista. 

Con su habitual candidez, Carlos Manuel comenta que “ninguno de los dos [Luis Robert y Yoan Moncada] se sumó a la selección sin imponer algunas condiciones mínimas, entre ellas no participar en ningún acto político ni arenga propagandística de los dirigentes del país”, como si la idea espuria de un equipo de peloteros cubanos que “no comete el error de confundir gobierno con ciudadanía” no fuera el principio y el fin de esas condiciones mínimas y la peor forma de arenga.  

La participación de peloteros exiliados en un equipo concebido desde el jingoísmo es otra modalidad de la expropiación, una versión deportiva del inventario de bienesPorque fue el Exilio el que creó las condiciones para que el moderno béisbol cubano accediera a las Grandes Ligas y pudiera ejercerse en libertad; pero, sobre todo, para que volviera a conducirse como un negocio y no como un feudo, bajo las condiciones económicas del capitalismo clásico, donde un atleta es pagado de acuerdo a sus capacidades. Se trata aquí, como en cualquier otra actividad humana, de simple lucro, de la usura de cazatalentos y apostadores que luego se materializará en los coches, yates y fastuosas mansiones de Luis Robert.

De ese negocio, y no de otra de tantas iniciativas chatarra de conciliación nacional, quiere una tajada el castrismo, que alardea de pobreza virtuosa y da media vuelta y estafa al Exilio en cada reglón económico, desde los envíos de víveres y medicamentos hasta los precios inflacionarios de sus tiendas de porquerías panameñas. Capitalismo es capitalismo es capitalismo, y el castrismo, como ya se ha dicho hasta la saciedad, es capitalismo de Estado, aunque nuestro cronista venga a ser el último en enterarse. 

Las condiciones objetivas, oscuras, mierderas del capitalismo deberían ser siempre la consideración primordial del pueblo en exilio, como lo han sido también para Carlos Manuel, que rodó de plaza en plaza hasta ir a caer de fly en la Segunda Ciudad. Ni los conciliadores ni los neoanarquistas son inmunes a las leyes del mercado. Para Carlos, como para la más inculta exiliada de Mayajigua, Miami es, sencillamente, un gran tianguis, un mercado de esclavos donde cada cual oferta sus encantos y sus argucias. 

Cuando Carlos Manuel opina que la “diáspora no ha construido, o al menos no tan sólida, una institución lucrativa que necesita como nadie la existencia de su régimen particular, pues justamente ese régimen es lo que les permite a ellos vivir holgadamente en el capitalismo, y nadie va a matar, aunque finja hacerlo, aquel cuerpo del cual depende su subsistencia”, está repitiendo el clásico argumento castrista de que el Exilio es una sanguijuela, una judería de energúmenos metalizados, o acaso, y dicho esta vez en el argot del nacionalsocialismo, un Ungeziefer, el gran gusano deseante que chupa la sangre de un cuerpo político disponible. 

Ese fascinante intelectual que, según su nota de presentación, “cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field”, debe saber que en un estadio cubanoamericano sito en el corazón de la Pequeña Habana, donde no hay cabida para el Global Ambassador of Baseball Antonio Castro, la gente se comporta con la audacia de los primeros bates, quizás porque el Exilio ha sido, por muchas décadas, un bateador ponchado. La audacia y la soledad hacen que los gusanos se expresen de una manera desordenada y libérrima que podría asustar a los recién llegados. Un liberalismo que les es profundamente ajeno, pues la libertad se aprende, no cae del cielo, y Miami es la academia de los extraviados, la escuelita primaria de los desengañados. 

Es por lo que nos dio tanto gusto ver a Carlos Manuel tirarse al ruedo, no en el Coloso del Cerro, sino en ese circo romano que fue el LoanDepot por una tarde. Raudo y desmelenado, Carlos Manuel entraba al Exilio por la puerta que abrió la aplanadora de Miguel Saavedra y su Vigila Mambisa, dos autores apócrifos hermanados en una misma causa. Su carrera en el césped era la definitiva “mayamada”, un gesto diaspórico que lo elevaba instantáneamente, más allá del narcisismo de octavo inning, al Salón de la Fama, junto al grafitero El Sexto, alto como Ares, y al apaleado e injustamente olvidado Diego Tintorero

En el montículo, Carlos fue la encarnación momentánea de nuestro protagonismo, nuestro exhibicionismo y nuestra trágica payasada. El público que lo vio correr acudió a los medios sociales para ofrecer su reseña, y lo llamó vanidoso, farsante y aprovechado, acusándolo de haber confundido Miami con Pamplona y al LoanDepot con una pasarela, sin entender que el acto fallido encubría una admisión tácita. 

Y es que volver a nacer aquí es una fiesta innombrable: Carlos se había contagiado de Miami, de su farándula y su hipérbole. El escritor proclamaba, en términos inequívocos, la llegada de una nueva sensibilidad, aquella del aplatanado que descubre de pronto el barroco de Miami.


Carlos Manuel Álvarez

 

Quiero escribir un largo reportaje para El Estornudo sobre lo que ví y archivé. Mientras, les dejo esta columna que El País me encargó. Quienes no están suscritos, pueden leerla íntegra acá.
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Hay una foto en la que parece, mientras saco la lengua, que bailo con el agente de seguridad del estadio de los Marlins de Miami, pero se trata de una figura involuntaria, una imagen imprevista en medio del fragor o el éxtasis. Corría ya el octavo inning de la semifinal del V Clásico Mundial de Béisbol entre Cuba y Estados Unidos en un terreno ubicado nada menos que en la Pequeña Habana, el barrio, hoy un museo insular poblado de centroamericanos, que fue durante décadas el corazón cultural del exilio anticastrista. Lo improbable alineaba las piezas del espectáculo político en un orden nítido, elemental.
Ningún equipo de las Grandes Ligas podía permitirse la nómina del conjunto norteamericano, un Dream Team de nuevo tipo. No hay dinero que pague tanta calidad. La selección cubana, en cambio, cargaba con una particularidad todavía más desconcertante, conformada por primera vez por beisbolistas locales, una escasa minoría, y otros que ya pertenecían a ligas extranjeras, atletas cuyo éxodo alguna vez los convirtió en traidores. Esta condición no cambió para ellos, solo se movió de lugar. Ahora una parte considerable del exilio los consideraba cómplices del régimen comunista por representar al país en un evento deportivo de tal magnitud.
La inclusión en el equipo tenía un sesgo político. No podían participar los beisbolistas que abandonaron en su momento alguna delegación oficial, ni tampoco ninguno que hubiese emitido declaraciones contra el régimen o cualquiera de sus líderes. Sin embargo, Roenis Elías, uno de los principales lanzadores del conjunto, había dicho poco antes: «Yo sé que el gobierno es una mierda, pero quiero representar a mí país, lo mío es jugar pelota». Elías, quien también llegó a solidarizarse con los presos de las protestas pacíficas del 11 de julio, pertenecía igualmente a la organización independiente que los beisbolitas de las Grandes Ligas intentaron impulsar unos meses antes del Clásico, encendiendo las alarmas de la Federación de Béisbol en La Habana.
Otros miembros de aquel conato separatista, como José Adolis García (Texas Rangers) o Yordan Álvarez y José Abreu (Houston Astros), recibieron la llamada de la Federación para participar en el Clásico, pero rechazaron la propuesta. Quienes sí aceptaron, entre ellos Yoan Moncada y Luis Robert Jr. (Chicago White Sox), pusieron distancia de cualquier acto de propaganda política, sabiendo, porque sabían, que los dirigentes despiden a las delegaciones deportivas como si las enviaran a la guerra. Los atletas se convierten en dóciles instrumentos de la retórica triunfalista. A la vez, los beisbolistas aceptaron no declarar nada subido de tono, ninguna idea malsana o confusión ideológica que hubiesen podido adquirir en las tierras envenenadas del capitalismo. Hubo un pacto de silencio que selló el experimento.
En Miami, un periodista le preguntó a Moncada si se identificaba con el lema Patria y Vida, la consigna de la resistencia cívica en Cuba. Moncada no respondió y el desconcierto asomó en su cara, casi como si le hubieran preguntado en La Habana a quién le dedicaba el triunfo. Durante décadas, los reporteros de prensa acorrolaban así a los deportistas ganadores en cualquier evento internacional. El triunfo no podía no dedicársele al Comandante en Jefe. Sin embargo, detrás de estas escaramuzas conocidas se filtraban algunas escenas inéditas. El cátcher Ariel Martínez, contratado en Japón a través de la Federación Cubana, declaraba risueño que le encantaba Miami, que le gustaría firmar por el equipo de la ciudad. Le preguntaron si se comería un sándwich en el restaurante Versailles, la legendaria sede de las protestas políticas del exilio, y dijo que en el Versailles un sándwich y lo que sea. Si un tiempo antes alguien expresaba algo similar, directamente no podía regresar a la isla.
Yo seguía creyendo —a pesar del marcado esfuerzo de muchos por rechazar a un equipo instrumentalizado por la máquina totalitaria; un equipo que no decía todo lo que ellos querían escuchar, de la manera en que ellos lo querían escuchar— que el exilio había desembarcado y conquistado parcialmente el corazón de la simbología castrista. No estábamos, desde luego, ante un cambio absoluto de registro, el deseo en política es siempre una ganancia parcial, pero sí habíamos puesto una suculenta pica en Flandes. Por primera vez los peloteros no parecían soldados, sino personas, y eso, más que soldados de otro ejército, era para mí la negación del castrismo.
Aquel equipo, que debutó con dos derrotas, no era nada, un ripio, la representación de un país roto, y básicamente el desprecio inicial recibido les entregó un motivo y les obsequió el tesoro de la rabia. A partir de ahí encadenaron tres victorias consecutivas para llegar a las semifinales en Miami. Inventaron rituales, una gestualidad festiva, poseídos de repente por un raro disfrute que las selecciones cubanas desconocían, o que al menos en la última década solo habían fingido. No parecía un equipo comunista porque no era un equipo asustado, y la gente no supo bien dónde clasificarlos desde el momento en que un tipo de la Serie Nacional bateaba en el line up detrás de un jerarca de las Grandes Ligas.
Cualquiera que lo haya vivido sabe que, desde la Zafra de los Diez Millones, cuando el totalitarismo más exagera la mueca del triunfo, es cuando menos triunfa. Esto explicaba su esfuerzo, desde mi punto de vista inservible, por adecuar aquel conjunto mixto, que contaminaba la pureza de su ideología segregativa, a la horma de la neolengua. Pensaba, además, que no se puede construir una alternativa politica desde el cinismo, y siempre, al fin y al cabo, hay que desear algo. Uno no puede darse el lujo, en las formas de reparación de la justicia, de suprimir el placer. Aunque fuera de determinados políticos, influencers chillones, y casi todo aquel que ha convertido el eslogan de la libertad en un negocio, había aún pueblo humillado, éxodo sin perdón, a quienes mi propuesta, razonablemente, les seguía pareciendo defectuosa.
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Llegué al estadio de los Marlins temprano en la tarde. Miles de cubanos trasegaban el lugar desde muchas posiciones o combinaciones afectivas. Incluso encontré aficionados con camisetas que decían Team Asere. Ese sobrenombre, surgido de una página de memes, fue adoptado de manera efusiva por la plana mayor del régimen, echándolo de inmediato a perder. Tantos vericuetos volvían aún más extraña mi posición, empeñado en rescatar a los peloteros del ultraje, tratando de encontrar señas en ellos que me permitieran todavía apropiármelos, sin sumarme a los modos establecidos de celebración.
Como Michelet, podía decir «que estimo el brazo popular, mas aborrezco las multitudes». Afuera, en las protestas de rigor, percibí el profundo civismo de Ramón Saúl Sánchez, líder del exilio y un tipo específico de patriota en extinción, un hombre elegante, austero y pausado, que vestía guayabera y llamaba a manifestarse pacíficamente sin oponerse a la disputa del juego. Me conmovió su presencia, ¿cómo era posible que ese señor no pudiese vivir en su país?
El encuentro se convirtió rápidamente en un despropósito. Estados Unidos apaleó a Cuba desde la arrancada y el foco giró enseguida a otro tipo de duelo. En el quinto inning, el artista Danilo Maldonado, conocido como El Sexto, se lanzó al terreno desde el center field con un cartel que pedía libertad para los presos políticos del 11 de julio. Fue una inspiración. Había olas en el público y coros anticomunistas o de reafirmación nacional. El gesto, estremecedor, inauguraba la temporada de la desobediencia. Un rato después haría lo mismo un chico, Antonio Fernández, con quien luego pasé toda la madrugada en una prisión del Doral.
Entonces tuve miedo, un nervio conocido. Hablé con mi novia y planeamos algo. Fui al baño y caminé un rato por el pasillo de la tercera sección, asustado. Había que quemar primero aquel espasmo. Una vez vencido el miedo, es decir, una vez agotado, una vez sufrido, el hecho ocurre entonces de manera automática, una serie de pasos impersonales. Ese desfasaje garantiza la acción, el sobresalto es siempre diferido. Caminamos hasta la zona del right field, donde termina la malla protectora, y le pedí a un aficionado su bandera cubana con el cartel Patria y Vida. Mi novia le sugirió a una señora que grabara con su celular. Corrí escaleras abajo y, a punto de concluir aquel teatro, caí de golpe en el terreno, atolondrado.
Un hombre lento, que casi rengueaba, intentó cortarme el paso, pero avancé diagonal, buscando la segunda base, y fácilmente lo dejé atrás. Vi el campo abierto, una secuencia en flor, como una deslumbrante travesura. Invadí el diamante entre primera y segunda y, cerca de la línea de cal, me detuve ante el dugout de los visitadores, el banco de la selección cubana. Era el banco de mi equipo, el elenco por el que me había desgarrado hasta la zozobra desde niño, y por eso mismo el elenco que debía encarar para, si fuese preciso, destruirnos mutuamente de una vez en una lacerante danza de fracaso veteada de amor. No hay ruta hacia la libertad que no profane nuestro altar de la emoción.
Debí correr más, detenerme en la fatiga, pero intenté retroceder de espaldas y una banda de uniformados me redujo. Un hombre corpulento me aplicó un tackle espectacular y mi cabeza rebotó en la yerba. Nunca pude desplegar la bandera del todo, el viento la arrugaba pero también la hinchaba como la vela de un barco encallado en un charco de luz, que es a fin de cuentas lo que un terreno de pelota es. «Miren para acá», quise decirle al equipo Cuba sin abrir la boca. «¿Qué vamos a hacer?» Confiaba en el lenguaje de mi esprintada.
Luego supe que para algunos —presas del didactismo de las consignas, un mal del castrismo lamentablemente exportado al exilio— la bandera y mi corrida no parecían una definición suficiente. Pero mi cuerpo era la definición, porque se trataba del cuerpo de un desterrado. ¿Qué más? ¿Por qué razón iba a correr entonces? Al fin y al cabo, también agradecía el signo suelto, que nadie pudiera apropiárselo del todo. Yo pretendía ofrecer una jugada —término amplio cuyo arco va aquí desde Lyotard hasta Vin Scully— que felizmente también me negara. En el corazón del exilio, un lugar tan poderoso, que igual habito por derecho propio, el gesto podía incluir a mis contrarios. La libertad es el riesgo de que te confundan, y luego la plenitud de asumir como propia esa confusión. Necesitaba actuar en espacios donde lo que yo soy no dependiera totalmente de mí.
Ya en la calle, luego de diez horas de detención, recibí un apoyo mayoritario. Tanto, que me avergonzó, pero creo que tiene que ver con que estamos saturados de palabras y huérfanos de hechos, incluso de hechos fuera de Cuba, con bastante menos consecuencias que cualquier acto cometido desde la olla de presión. Sin embargo, también debí lidiar con los acuarelistas locales, esos notarios costumbristas de la secuela, como el escritor Néstor Díaz de Villegas, que pretendían exiliarme de mi gesto y convertirlo en un episodio iliberal, una fábula decrépita de la autocompasión.
En cualquier caso, tales esfuerzos al final son estériles, porque el truco reside en que hay que venir corriendo desde antes y seguir corriendo después. El tramo del estadio no fue más que otro de los momentos en que mi carrera se cruza con la mirada general, para luego continuar en las sombras. «¿Por qué lo hiciste?», me preguntó un policia de camino a la prisión. «Porque tengo amigos presos políticos», le dije, lo que también incluía la paráfrisis de una idea de Wislawa Szymborska referida a la poesía: «Prefiero la ridiculez de lanzarme a un terreno de pelota a la ridiculez de no lanzarme a un terreno de pelota».
A nadie, ni siquiera al ex equipo de mis amores, tengo que pedirle permiso para pertenecer a mi país.



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