SOMOS -Ecos de un pasado oscuro que han cancelado en nombre del bien absoluto.
FERNANDO MUÑOZDoctor en Filosofía y Sociología |
Del fútbol a la universidad, de la empresa a los sindicatos, del gobierno al vecindario, de norte a sur y de este a oeste nuestro país desprende un sofocante hedor a descomposición. Esta escombrera es muy fértil y esa virtud no debe desdeñarse: mañana pudiera nacer un vergel de este moridero. La cuestión es que lo que pueda nacer ya no será lo mismo, no hay mayor crisis de identidad que la muerte. Será un cambio sustancial que permitirá la supervivencia futura de elementos materiales de esta España que agoniza, pero dispuestos en una nueva forma que no será ya la de España misma.
Si eso futuro conservara el nombre, lo que no es probable, esa nueva cosa nacería ya marcada por la impostura. Acaso se llame Euroespaña o Estados Unidos del Sur, Federación Ibérica o Unidad Diversa de Alternancias Efímeras, se llame como se llame la palabra “España” arrastrará entonces esos armónicos ominosos que muchas conciencias perciben hoy en la palabra “Roma”, por ejemplo. Ecos de un pasado oscuro que han cancelado en nombre del bien absoluto.
Ya sólo por lo hortera del título habríamos de resistirnos a semejante cambio substancial, pero – sobre todo – porque supone nuestra propia metamorfosis. Así pues, nos espera el duro trabajo de remover el humus en descomposición de esta sociedad actual y soportar el calor que produce la química de la muerte. Han de quedar todavía, sumergidos en el lodazal, viejas costumbres, fragmentos de vida real, instituciones acosadas y un número indeterminado de personas. Personas que – como dice el poeta –” danzan o juegan, cuando pueden, y laboran sus cuatro palmos de tierra”, no sabría contarlos, pero sé que encierran una energía inacabable. Conozco algunos y sé que el lector podría señalar en su proximidad representantes de eso que Orwell llamaba la “decencia común”. Les convoco a alguna forma de silencioso alistamiento.
Ante el desafío que nos acecha hemos de estar listos para sostener el gesto y no enmendarlo. Hemos de mantener, contra una legalidad espuria y sin legitimidad, el derecho último a la rebelión. Contra la tiranía: osadía; y apelar a la desobediencia civil. Siempre ha sido el último recurso, pero reparemos en que esa potencia revolucionaria antes se adornaba con los epítetos que hoy ha asumido el poder constituido: libertad, igualdad, socialismo, progreso…
Hoy apenas se oculta bajo esas máscaras el poder omnímodo y tentacular de los señores del mundo. Un domino que se difunde a través de todas las formas sociales, de cada línea de pensamiento, de cada elemento de cultura. Estos señores de la verdad disponen hoy de medios de difusión de extrema sutileza, que nos permean como respiramos las miasmas del aire y calan nuestra conciencia sin ser advertidos: en las aulas, en los medios, en las pantallas, en las áreas comerciales y en los grandes centros de la alta cultura. Cuanto mayor es el énfasis en la libertad más profundamente nos someten a una servidumbre que resulta integral porque está teñida de liberación. Quedamos así a la intemperie, inermes ante la nebulosa de consignas banales pero eficaces que hablan en nosotros.
Nunca hemos sido más libres, más automáticos, más expresivos. Nos juzgamos dueños de la visión del mundo del primer día, creemos respirar el aire de paraíso cada mañana y empezamos el tiempo a cada instante. Soberbios y sonoros, como todo lo hueco, nos pretendemos enteramente libres. Nuestra voz ya no se traba en la densa red de la historia, no está comprometida en fidelidades superadas, dice por primera vez cada palabra y disfrutamos así de una conciencia diáfana.
Vacía, pero sonora. Creemos inventar la realidad a cada paso y ofrecemos como novedad diariamente la misma inconsistencia. Nube de individuos que caminan con una conciencia enfática de sí mismos, como si el leve peso de cada conciencia rigiera un mundo. Yo, decimos, con voz ampulosa y replicamos solemnemente la opinión establecida, como saliendo del fondo vibrante de la campana de nuestra conciencia. La opinión rotunda y homogénea se replica en cada garganta y el presente se convierte en verdad absoluta que acaso desmienta luego el presente con la misma verbosidad ampulosa.
Ante el viento sonoro de la opinión hay que mantenerse firme, hacer valer la solidez de lo que está hundido en el cimiento firme de la historia, oponer a la voz del hombre nuevo – al llanto pueril del recién nacido – nuestra robusta condición de herederos del mundo compartido. Sostener y no enmendar la continuidad fundamental que – bajo este presente en descomposición – garantice la subsistencia de lo que somos.
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