Poemas de Michel Houellebecq

 


Mi Cuerpo

Mi cuerpo es como un saco surcado de hilos rojos
La habitación está oscura, mis ojos brillan débilmente
Me da miedo levantarme, noto por dentro
Algo blando, maligno, que se mueve.

Hace años que detesto esta carne
Que recubre mis huesos. De superficie adiposa,
Sensible al dolor, levemente esponjosa;
Un poco más abajo, un órgano se tensa.

Te odio, Jesucristo, por haberme dado un cuerpo
Los amigos se esfuman, todo huye, deprisa,
Los años pasan, se escurren, y nada resucita,
No deseo vivir y la muerte me asusta

La grieta

En la inmovilidad, el silencio impalpable,
Yo estoy ahí. Estoy solo. Si me golpean, me muevo.
Trato de proteger una cosa roja y sangrante,
El mundo es un caos preciso e implacable.

Hay gente alrededor, los oigo respirar
Y sus pasos mecánicos se cruzan sobre el enrejado.
He sentido, no obstante, el dolor y la rabia;
Cerca de mí, muy cerca, un ciego suspira.
Hace muchísimo tiempo que sobrevivo. Tiene gracia.
Recuerdo muy bien los tiempos de esperanza
E incluso recuerdo mi primera infancia,
Pero creo que es éste mi último papel.

¿Sabes? Lo vi claro desde el primer segundo,
Hacía algo de frío y yo sudaba de miedo
El puente estaba roto, eran las siete en punto
La grieta estaba ahí, silenciosa y profunda.

Una vida de nada

Yo ya me sentí viejo al poco de nacer;
Los demás luchaban, deseaban, suspiraban;
En mí no sentía más que una añoranza imprecisa.
Nunca tuve nada parecido a una infancia.
En la profundidad de ciertos bosques, sobre una alfombra de musgo,
Repugnantes troncos de árbol sobreviven a su follaje;
En torno a ellos se forma una atmósfera de luto;
En su piel ennegrecida y sucia medran los hongos.
Yo no serví jamás a nada ni a nadie;
Lástima. Vives mal cuando es para ti mismo.
El menor movimiento constituye un problema,
Te sientes desgraciado y, sin embargo, importante.
Te mueves vagamente, como un bicho minúsculo.
Ya apenas eres nada, pero, ¡qué mal lo pasas!
Llevas contigo una especie de abismo
Mezquino y portátil, levemente ridículo.
Dejas de ver la muerte como algo funesto;
De vez en cuando ríes; sobre todo al principio;
Intentas vanamente adoptar el desprecio.
Luego, lo aceptas todo, y la muerte hace el resto.

So long

Hay siempre una ciudad, con huellas de poetas
Que entre sus muros han cruzado sus destinos
Agua por todos lados, la memoria murmura
Nombres de gente, nombres de ciudades, olvidos.

Y siempre recomienza la misma vieja historia,
Horizontes deshechos y salas de masaje
Soledad asumida, vecindad respetuosa,
Hay allí, sin embargo, gente que existe y baila.

Son gente de otra especie, personas de otra raza,
Bailamos exaltados una danza cruel
Y, con pocos amigos, poseemos el cielo,
Y la solicitud sin fin de los espacios;

El tiempo, el viejo tiempo, que urde su venganza,
El incierto rumor de la vida que pasa
El silbido del viento, el goteo del agua
Y el cuarto amarillento en que la muerte avanza.

El amor, el amor

En una sala porno, jubilados jadeantes
Contemplaban, escépticos,
Los brincos mal filmados de parejas lascivas;
Sin ningún argumento.

He aquí, yo me decía, el rostro del amor,
El auténtico rostro.
Seductores, algunos; esos siempre seducen,
Los otros sobrenadan.

El destino no existe ni la fidelidad,
Mera atracción de cuerpos.
Sin apego ninguno, sin ninguna piedad,
Juegan y se desgarran.

Seductores algunos, por ende, codiciados,
Llegarán al orgasmo.
Hartos ya, tantos otros, no tienen ni siquiera
Deseos que ocultar;

Sólo una soledad que acentúa el impúdico
Goce de las mujeres;
Tan sólo una certeza: «Eso no es para mí»,
Pequeño drama obscuro.

Morirán es seguro algo desencantados,
Sin ilusiones líricas;
Practicarán a fondo el arte de despreciarse,
De modo bien mecánico.

A quienes nunca fueron amados me dirijo,
A quienes no gustaron;
A los ausentes todos del sexo liberado,
Del placer ordinario;

No temáis nada, amigos, mínima es vuestra pérdida:
No existe, no, el amor.
Es sólo un juego cruel cuyas víctimas sois;
Juego de especialistas.

Es cierto

Es cierto que este mundo en que nos falta el aire
Sólo inspira en nosotros un asco manifiesto,
Un deseo de huir sin esperar ya nada,
Y no leemos más los títulos del diario.

Queremos regresar a la antigua morada
Donde el ala de un ángel cubría a nuestros padres,
Queremos recobrar esa moral extraña
Que hasta el postrer instante santifica la vida.

Queremos algo como una fidelidad,
Como una imbricación de dulces dependencias,
Algo que sobrepase la vida y la contenga;
No podemos vivir ya sin la eternidad.

Últimos tiempos

Habrá días y tiempos difíciles
y noches de sufrimiento
que parecen irremontables
en que lloramos tontamente
con ambos brazos sobre la mesa,
en que la vida, en suspenso,
se aguanta sólo por un hilo.
Amor mío,
te oigo caminar por la ciudad.

Habrá cartas escritas y rotas en pedazos.
ocasiones perdidas, amigos cansados,
viajes inútiles, desplazamientos vanos,
horas sin moverse bajo un tórrido sol.

Estará el miedo,
que me persigue en silencio,
que se acerca a mí,
que me mira de frente,
y su sonrisa es hermosa,
su paso lento y tenaz.
El recuerdo se encierra
en sus ojos vítreos.
Mi futuro se encuentra
en sus manos metálicas,
desciende sobre el mundo
como un halo de hielo.

Estará la muerte y tú lo sabes, mi amor,
estarán la desdicha y los días finales.
Nada se olvida nunca,
las palabras y los rostros
flotan alegremente hasta la última orilla.
Habrá una añoranza

y luego un imperturbable sueño.


Michel Houellebecq (Saint-Pierre, isla de La Reunión, 26 de febrero de 1956), es un poeta, novelista y ensayista francés. Sus novelas Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales y Plataforma se convirtieron en hitos de la nueva narrativa francesa por su descripción de la miseria afectiva y sexual del hombre occidental de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Esas novelas le otorgaron consideración literaria, pero también dieron lugar al llamado «fenómeno Houellebecq», que provocó numerosos y apasionados debates en la prensa internacional.

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