Salvar a la reina Genepil
Genepil (1905–1938), la última reina de Mongolia, consorte del Bogd Khan, es un personaje lleno de misterio: elegida para casarse con el rey, que murió pocos meses después, pasó después a una vida de anonimato y fue fusilada a los 33 años por el Gobierno estalinista, en la llamada era del Gran Terror. Su imagen inspiró la estética de la reina Amidala de Star Wars, pero su vida es más fascinante que cualquier historia de ficción.
Dice el escritor Kiko Méndez-Monasterio que no es de fiar un hombre que no hubiese deseado jugarse el tipo por salvar a Maria Antonieta, “una despreocupada jovencita puesta delante de la Historia como una amapola estorbando el paso de una carga de caballería”. Lo mismo podríamos decir de la familia del zar Nicolás II: hay algo estropeado en el sensor moral de quien no se conmueve, por muy republicano que sea, con los cobardes asesinatos de Ekaterimburgo.
Pensé en esas historias hace poco, al ver en Twitter la foto de una mujer joven, ataviada con un exótico traje –tocado aparatoso, bordados geométricos, capa y unas hombreras que desafían la física– que miraba a la cámara con determinación y un punto de solemnidad. Era Genepil, la última reina de Mongolia, ejecutada por los estalinistas en 1938. Cuentan que George Lucas se inspiró en su estética para caracterizar a la reina Padmé Amidala de Star Wars, y si es verdad se me ocurren pocos modelos más apropiados.
Su vida, por cierto, es aún más cautivadora que su estética. Pero empecemos por el contexto. Tras siglos bajo control manchú, la llamada Mongolia Exterior logró una breve independencia en 1911, para ser invadida de nuevo por las tropas chinas en 1919. Por entonces empezaba en Rusia la eclosión revolucionaria, seguida de una guerra civil cuyas consecuencias se sentirían en el país vecino. Roman Ungern von Sternberg, un aristócrata y general del Ejército Blanco, protagonizó una historia que recuerda un poco a la de El hombre que pudo reinar de Kipling: entró en Mongolia, organizó un ejército, se proclamó budista, expulsó a los chinos y restauró en el trono al Bogd Khan –considerado una encarnación divina–, aunque se reservó a sí mismo un amplio poder sobre el país. Poco después, justificando el apelativo de “Barón Loco”, Urgern desató una sangrienta represión sobre los sospechosos de simpatías bolcheviques.
EL KAN HA MUERTO, ¿VIVA EL KAN?
Esa fue la excusa que necesitaba el Ejército Rojo para invadir Mongolia y convertirla en teatro de operaciones de su propia contienda. Tras expulsar a los hombres de Urgern, Damdin Süjbaatar, militar mongol cercano a los soviéticos, fue proclamado ministro de la Guerra y ascendió a líder político de facto. Aunque se mantuvo formalmente el reinado del kan, sus poderes se redujeron a lo simbólico. Tras la muerte de su primera mujer, Ekh Dagina, el Bogd Khan, casi ciego y con grandes problemas de movilidad, estaba decidido a no volver a casarse, pero su corte le presionó para que lo hiciera: la estabilidad de la familia real, asediada por los comunistas, se consideraba una cuestión de supervivencia.
De modo que, a sus 53 años, el rey organizó un “casting” para elegir una esposa, entre quince jóvenes candidatas nacidas el mismo día que el monarca. La seleccionada fue una muchacha de 19 años nacida en una familia noble del norte del país. Se llamaba Tseyenpil, nombre que cambiaría por el de Genepil tras convertirse en reina consorte, y parece que no estaba del todo de acuerdo con aquel enlace: de hecho, ya estaba casada en su pueblo natal, lo que no fue obstáculo para celebrar aquel matrimonio de mera imagen, con la promesa de que, tras la muerte del octavo Jebtsundamba Khutughtu, que se presumía cercana, podría volver con su esposo.
La salud del rey, ya muy deteriorada, terminó por quebrarse y murió en mayo de 1924, solo unos meses después de la boda. Con el cadáver del kan todavía caliente, el gobierno comunista declaró que no habría más reencarnaciones de Jebtsundamba Khutuktu y se estableció la República Popular de Mongolia, alineada con Moscú.
En esos años se colectivizó la economía, prohibiendo la empresa privada; se expropiaron tierras; se cambió el nombre de la capital –el nombre que todavía conserva, Ulan Bator, “héroe rojo”, es un homenaje a Süjbaatar–; se expulsó a miles de monjes budistas de sus monasterios; y se emprendió, en suma, un gran esfuerzo por transformar la sociedad y la cultura, borrando las tradiciones del viejo imperio.
UN POCO DE AZÚCAR EN LA ALMOHADA
¿Y qué pasó entonces con la reina viuda? Volvió a su pueblo y se casó de nuevo, parece –esta parte de su historia no está clara– que con un antiguo luchador llamado Luvsandamba, con quien tuvo varios hijos. Fueron años de vida discreta, anónima y dura, lejos del brillo de aquella corte decadente en la que había pasado solo unos meses. Liquidado por completo el poder de la aristocracia, fue una campesina anónima en la estepa mongola. Genepil fue de nuevo Tseyenpil.
Con la invasión japonesa de parte de la Mongolia Interior en 1937 comienza la era del Gran Terror: las tropas soviéticas se instalan en el país y se agudiza la represión contra los sospechosos de lealtad al antiguo régimen, tildados de traidores. Para esa tarea, Stalin prestó al líder local, Horloogiyn Choybalsan, el significativo know how de la Checa, cuyas habilidades para la represión de los contrarrevolucionarios se estaban poniendo a prueba, por esas mismas fechas, en España. La antigua reina llevaba en la frente la etiqueta de ejecutable, y tardaron poco en encontrarla.
“Se la llevaron por la noche”, explicaría, muchos años después, una de sus hijas. “Ella no nos despertó; solo dejó un poco de azúcar en nuestras almohadas. Todavía recuerdo la alegría del descubrimiento repentino de ese raro manjar por la mañana”. Según las crónicas, el interrogatorio lo llevó a cabo una mujer llamada Khentii, empeñada en demostrar que Tseyenpil estaba conspirando para restablecer el imperio y abrir la puerta a los japoneses, aunque los historiadores no han encontrado ni un solo indicio de esa supuesta actividad política. Para lograr una confesión, se desplegaron los métodos de tortura soviéticos, sometiéndola al hambre y al frío, aunque parece que resistió hasta el final: no se ha encontrado ningún reconocimiento de culpa firmado por ella.
Tampoco hizo falta. Después de días de hambre, sed y frío, Tseyenpil fue fusilada en 1938, semanas antes de que la Corte marcial dictara su condena, en una muestra del garantismo de la época. Tenía 33 años y estaba embarazada de cinco meses. Junto a ella, fueron ejecutados su padre y otros familiares. En internet circula una supuesta foto del momento de su fusilamiento, pero no es auténtica, sino el fotograma de un documental que reconstruyó los hechos muchas décadas después.
POSTAL DEL PASADO
Se calcula que la población de Mongolia se redujo entre un 3% y un 5% durante el período del Gran Terror. La matanza se ensañó especialmente con los lamas –exterminados casi en su totalidad- y el clero budista, la aristocracia, los intelectuales y los nacionalistas, además de a las minorías china y buriata. Entre 20.000 y 35.000 personas perdieron la vida, incluyendo, además de a nuestra protagonista, a cuatro jefes de estado. Muchos otros fueron deportados a Siberia.
Las masacres continuaron al menos hasta 1939. Junto con las vidas humanas, la riada represiva arrastró miles de monasterios, obras de arte y gran parte del rico acervo cultural mongol.
El control comunista del país se prolongaría hasta 1992, y solo después del cambio de régimen comenzaría el reconocimiento de la represión de los años 30. El Museo de las Víctimas de la Persecución Política, en Ulan Bator, actualmente desparecido, recordó por unos años la era de las purgas. En esa política de reconciliación, la figura de la reina Genepil ha ido resurgiendo como un relato de la barbarie. Uno de tantos, sí, pero uno especialmente triste y fascinante, con el color de las grandes tragedias.
Su único crimen fue el de haber estado casada con el kan, y su asesinato fue un acto particularmente vil. De ella, como de María Antonieta, como de otras reinas víctimas de las guillotinas o de los fusiles, solo nos queda el desconsuelo de no haber podido salvarla. Mientras tanto, la imagen de sus fotos, llena de misterio, exotismo y dignidad, llega a nuestro buzón como una postal del pasado. De un tiempo, por cierto, que no debería repetirse.
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