Adam Zagajewski

 


Intenta celebrar el mundo mutilado

de Adam Zagajewski | Traducciones



Nota, selección y versiones de Xavier Farré.

Con la muerte de Adam Zagajewski (1945-2021) desaparece uno de los últimos poetas contemporáneos que defendían la búsqueda de la belleza como un antídoto contra los horrores que surgieron a lo largo del siglo XX, sin olvidar en ningún momento esos momentos de aflicción, de destrucción, de derrota de un humanismo. Para Zagajewski, la poesía era memoria de los hechos y búsqueda de la celebración de la vida. En ese contraste, como en un punto fronterizo, era donde tenía que actuar la palabra poética.

Una de las palabras que ya se van a asociar siempre con la obra de Zagajewski es la de fervor, en relación a su ensayo y también título del libro En defensa del fervor, entendido como una derivación del concepto romántico, del concepto de la inspiración, y también como uno de los pilares de nuestra identidad en la literatura. De ahí que, en algunos momentos y en algunos círculos de poetas polacos, se considerara que su poética —esa defensa— no encajaba en el mundo contemporáneo, cuando es todo lo contrario: es precisamente ese concepto, esa actitud la que puede salvar la poesía, la que puede salvar a las personas de la contaminación, del ruido del mundo exterior que no nos permite vislumbrar los momentos de dicha, los momentos de felicidad y de belleza. Porque en Zagajewski siempre encontramos esa búsqueda.

Zagajewski pertenece a la última generación de poetas de la llamada «escuela poética de poesía», concepto que acuñó Czesław Miłosz, cuyos todavía consideran que hay una escala de valores en el mundo, que podemos alcanzar una metafísica, que el lenguaje y la poesía permiten contrarrestar la realidad. La poética de Zagajewski se acerca mucho a la de Miłosz en su último periodo, a pesar de que Zagajewski siempre ha nombrado a Zbigniew Herbert como su mentor poético. En este segundo, nacido en Leópolis como el propio Zagajewski, tenemos unas dosis de ironía que van desapareciendo en Zagajewski y también en el último Miłosz, en los que encontramos un camino hacia la contemplación pero con la imagen de la historia que está allí siempre acechando, un camino hacia una revelación en el lenguaje, sin renunciar al fervor y al estilo elevado —otro concepto que defendió nuestro autor—. En la poesía de Adam Zagajewski, la cara radiante y clara de la vida acaba haciendo empalidecer al horror, a lo tenebroso y oscuro de la existencia.

—Xavier Farré

 
 

Autorretrato

Entre el ordenador, el lápiz y la máquina de escribir
se me escapa medio día. Algún día sumará medio siglo.
Vivo en ciudades extranjeras y a veces con personas
extranjeras hablo sobre cosas que me son extrañas.
Escucho mucha música: Bach, Mahler, Chopin, Shostakovich.
En ella encuentro tres elementos, fuerza, debilidad y dolor.
El cuarto no tiene nombre.
Leo a poetas, vivos y muertos, de ellos aprendo
perseverancia, fe y orgullo. Intento entender
a los grandes filósofos (la mayoría de las veces consigo
captar solo retazos de sus valiosos pensamientos).
Me gusta dar largos paseos por las calles de París
y mirar a mis semejantes, vivos de envidia,
de deseo o de ira; observar una moneda plateada
que pasa de mano en mano y lentamente pierde
su forma esférica (se borra el perfil del césar).
A mi lado crecen los árboles que nada expresan,
si exceptuamos la verde e indiferente perfección.
Por los campos andan negros pájaros
esperando pacientes como una viuda española.
Ya no soy joven, pero siempre habrá alguien mayor.
Me gusta el profundo sueño cuando dejo de existir,
correr en bicicleta por un sendero cuando los álamos
y las casas se deshilachan como cúmulos en un cielo claro.
A veces los cuadros en los museos me hablan
y de repente desaparece la ironía.
Me encanta contemplar la cara de mi mujer.
Cada domingo llamo a mi padre.
Cada dos semanas quedo con los amigos,
de esta manera nos somos fieles.
Mi país se ha liberado de un mal. Me gustaría
que después de aquella liberación siguiera otra.
¿Puedo contribuir en algo? No lo sé.
A decir verdad, no soy un hijo de la mar,
Como escribió de sí mismo Antonio Machado,
sino un hijo del aire, de la menta y del violonchelo,
y no todas las sendas del elevado mundo
Se cruzan con los caminos de la vida que, por ahora,
me pertenece a mí.
 
 

Acerca de mi madre

Acerca de mi madre no sabría decir nada,
cómo repetía vas a lamentarlo
cuando ya no esté, y yo no creía
ni en ya ni en no esté,
cómo me gustaba mirarla leyendo una novela de moda,
yendo directamente al último capítulo,
cómo en la cocina, donde pensaba que no era un lugar
adecuado para mí, preparaba el café del domingo,
o, lo que era aún peor, un filete de bacalao,
cómo esperaba a que llegaran los invitados y se miraba
al espejo, haciendo aquella cara que la protegía tan bien
de mirarse cómo era realmente (por lo que parece, eso
lo cogí de ella, igual que otras debilidades),
cómo hablaba con soltura de las cosas
que no eran su fuerte, y cómo tontamente
la hacía rabiar, como aquel día que se comparó
con Beethoven, al perder el oído,
y yo le dije, cruel, pero sabes, él
tenía talento, y cómo me lo perdonaba todo
y cómo lo recuerdo todo, y cómo volé de Houston
a su entierro y pusieron una comedia
en el avión y cómo yo lloraba de risa
y de desconsuelo, y cómo no supe decir nada,
y sigo sin saberlo.
 
 

Intenta celebrar el mundo mutilado

Intenta celebrar el mundo mutilado.
Recuerda los largos días de junio
y las fresas silvestres, las gotas de vino rosado.
Las ortigas, que con esmero cubrían
las fincas abandonadas de los exiliados.
Tienes que celebrar el mundo mutilado.
Mirabas los yates y los barcos lujosos;
uno de ellos tenía un largo viaje por hacer,
a otros sólo les aguardaba un vacío salado.
Has visto a refugiados con rumbo a ninguna parte,
has oído a verdugos que cantaban con gozo.
Deberías celebrar el mundo mutilado.
Recuerda los momentos cuando estabais juntos,
en una habitación blanca se movió la cortina.
Que tu pensamiento vuelva al concierto cuando estalló la música.
Durante el otoño cogías bellotas en el parque
mientras las hojas se arremolinaban en las cicatrices de la tierra.
Celebra el mundo mutilado,
y la pluma gris que un tordo ha perdido,
y la luz delicada que yerra y desaparece
y regresa.
 
 

Horas tempranas

Horas tempranas de la mañana: todavía no escribes
(no intentas escribir), tan solo lees indolente.
Todo está inmóvil, tranquilo, pleno, como si
fuera un regalo que nos ofrece la musa de la lentitud,

como antaño, en la infancia, de vacaciones, cuando
se estudiaba largo tiempo el mapa de colores antes
de la excursión, un mapa que prometía tanto,

o el momento antes de dormirse, cuando todavía no hay sueños,
pero ya se presiente su llegada desde diferentes partes del mundo,
su marcha, peregrinación, cuando velan al lado del lecho del enfermo
(enfermo de la realidad) y la animación entre figuras medievales

encorvadas en una quietud eterna sobre la catedral;
horas tempranas de la mañana, silencio;
                                                      todavía no escribes,
todavía entiendes tanto.
                                                      Se aproxima la alegría.
 
 

A los pies de la catedral

Una vez en junio, al atardecer,
volviendo de una larga expedición
y teniendo aún fresco en la memoria
el olor de los árboles en flor de Francia,
los campos amarillos y los verdes plátanos
que corrían rápidos delante del coche,

estábamos sentados a los pies de la catedral
hablando en voz baja de la catástrofe,
de lo que vendría, del terror inevitable,
y alguien dijo: esto es lo mejor
que podemos hacer ahora,
hablar de la oscuridad en esta sombra tan clara.
 
 

Conversación

Conversaciones con amigos, a veces
sobre nada, sobre películas o la televisión,
o conversaciones más serias, realmente serias,
sobre las torturas, el sufrimiento, el hambre,
pero también sobre fáciles aventuras eróticas,
“qué dijo ella y qué pensó él entonces”.

Tal vez sea que hablamos demasiado,
como esos turistas franceses que oí
en la abrupta falda de la montaña sagrada en Grecia,
desconsiderados en el laberinto délfico
(con sus reproches mordaces sobre la cena en el hotel).
No sabemos, no podemos saber

si nos salvaremos,
si nuestras almas microscópicas
que no hicieron nada malo
y tampoco hicieron nada bueno
contestan a una pregunta en una lengua ignota.
Si nos basta la iluminación de la poesía,

la exaltación en el staccato de la música antigua,
la vista de un río y del aire que entra
tranquilo en la torre cálida de agosto,
y la nostalgia por el mar, siempre nuevo, fresco.
¿Son los minutos de júbilo y la sensación
que le acompaña de que súbitamente vuelve algo
sin lo que no es posible vivir (aunque sea posible)
los que equilibrarán los años de vacío y de rabia,
los meses de olvido, de impaciencia?
No sabemos, no podemos saber
si nos salvaremos
cuando se termine el tiempo.
 
 
Erina de Telos

Murió con diecinueve años.
No sabemos si fue bella y coqueta,
o si recordaba a aquellas muchachas
con gafas, secas, inteligentes,
ante las que se esconden los espejos.
Sólo dejó unos cuantos hexámetros.
Presumimos que tuvo la ambición
secreta y vacilante de los introvertidos.
Sus padres la amaron con locura.
Suponemos que quiso expresar
la inmensa verdad de la vida (despiadada
en los bordes y dulce en el centro),
de las noches de agosto, cuando respira
y brilla el mar, cantando como un estornino,
y del amor (inefable, cercano). No
sabemos si lloró al topar con la oscuridad.
Dejó apenas unos cuantos hexámetros
y un epigrama sobre un saltamontes.
 
 

Equilibrio

Observaba desde arriba el ártico paisaje
y pensaba en la nada, en la dulce nada.
Vi los blancos toldos de las nubes, terrenos
infinitos donde buscar en vano huellas de lobo.

Pensé en ti y también en que el vacío
sólo puede prometer una cosa: la plenitud,
y en que un tipo de desierto blanco-nieve
estalla por un exceso de felicidad.

Ya a punto de aterrizar apareció una tierra
indefensa entre las nubes, jardines ridículos
que olvidaron sus propietarios, una hierba
pálida que afligían el viento y el invierno.

Dejé el libro y por un momento sentí
un perfecto equilibrio entre lo real y el sueño.
Pero cuando el avión tocó el cemento
y viró diligente por el laberinto del aeropuerto

de nuevo dejé de saber nada. Volvió la oscuridad
del deambular cotidiano, la dulce oscuridad del día,
la oscuridad de esta voz que cuenta y mide,
recuerda y olvida.
 
 

La ciudad donde me gustaría vivir

Es una ciudad silenciosa al atardecer, cuando
las pálidas estrellas despiertan de su desmayo,
y ruidosa al mediodía con las voces
de filósofos orgullosos y mercaderes
que traen terciopelo de oriente.
Arden en ella los fuegos de las conversaciones,
pero no las piras.
Las iglesias antiguas, piedras enmohecidas
de una vieja oración, son su lastre
y su cohete espacial.
Es una ciudad justa,
donde no se castiga a los extranjeros,
una ciudad de memoria rápida
y de lento olvido,
tolera a los poetas, a los profetas les perdona
su escaso sentido del humor.
Es una ciudad construida
según los preludios de Chopin,
reducidos a la tristeza y la felicidad.
Pequeñas colinas la rodean
en un ancho anillo; allí crecen
fresnos de campo y el esbelto álamo,
juez en la nación de árboles.
Un río impetuoso atravesando el centro
de día y de noche murmura saludos
misteriosos de las fuentes,
de las montañas, del azul del cielo.
 
 

Largas tardes

Eran las largas tardes cuando me abandonaba la poesía.
El río fluía paciente, empujando al mar barcas ociosas.
Eran largas tardes, una costa de marfil. Sombras
en las calles, escaparates con altivos maniquíes
que me miraban a los ojos, osados y hostiles.

De los institutos salían los profesores con caras vacías,
como si Homero los hubiese vencido, humillado, matado.
Los periódicos de la tarde traían noticias inquietantes,
pero nada cambiaba, nadie aceleraba el paso.
En las ventanas no había nadie, tú no estabas,
incluso las monjas parecían avergonzarse de la vida.

Eran las largas tardes cuando la poesía se desvanecía
y me quedaba solo con el monstruo opaco de la ciudad,
como un pobre viajero delante de la Gare du Nord
con una maleta demasiado pesada, atada con un cordel,
en la que cae una negra lluvia, una negra lluvia de septiembre.

Oh, dime cómo curarse de la ironía, de la mirada
que ve pero que no penetra; dime cómo curarse
del silencio.
 
 

Una mañana en Vicenza

In memoriam Josif Brodsky, Krzsysztof Kieślowski

El sol era tan delicado, tan joven que nos preocupaba,
un movimiento imprudente de la mano podía
rayarlo, incluso un grito (si alguien hubiese querido
gritar) lo amenazaba; sólo a las dispersas golondrinas
de alas duras como de hierro fundido les estaba
permitido silbar fuerte, porque pasaban una breve
infancia llena de angustia en nidos de barro,
junto a sus hermanos, pequeños y locos planetas,
negros como arándanos silvestres.

En una cafetería un garson aún dormido (bajo sus ojos
afluían las últimas sombras de la noche) buscaba suelto
en un bolsillo sin fondo, el café olía a la solemnidad
de la tinta de imprenta, a dulzura y a Arabia. El azul
del cielo prometía un largo atardecer, un día inacabable.
Te miraba como si te estuviera viendo por primera vez.
Y hasta parecía que las columnas de Palladio
hubiesen acabado de nacer, emergiendo de las olas
del alba, como Venus, tu compañera mayor.

Empezar de nuevo, contar las pérdidas, contar los muertos,
empezar un nuevo día, aunque vosotros ya no estéis, tú,
a quien enterramos dos veces y a quien lloramos dos veces
(viviste el doble de intenso que otros, en dos continentes, dos
lenguas, la realidad y la imaginación) y tú, de marcados rasgos
y mirada que agrandaba cosas y corazones (siempre demasiado
pequeños). Ya no estáis y así ahora llevaremos una doble vida,
a la vez en la luz y en la sombra, en el radiante sol del día
y en el frío de los pasillos pétreos, en el luto y en la alegría.


Adam Zagajewski / Lwów, Polonia, 1945-Cracovia, Polonia, 2021. Poeta y ensayista de la Generación del 68. Fue uno de los poetas europeos más importantes de las últimas décadas, autor de una vasta obra en la que destacan títulos como En la belleza ajena, En defensa del fervor, Dos ciudades y Asimetría.


Xavier Farré

/ L’Espluga de Francolí, España, 1971. Poeta y traductor. Ha traducido, entre otros autores, a Czesław Miłosz (Travessant fronteres. Antologia poètica 1945-2000, Proa, Barcelona) y a Adam Zagajewski (Tierra del Fuego, Deseo, Antenas, todas en Acantilado). Como poeta, ha publicado Llocs comuns (Lugares comunes, 2004), Retorns de l’Est (Tria de poemas 1990-2001) (Retornos del Este. Poemas escogidos, 1990-2001, 2005), e Inventari de fronteres (Inventario de fronteras, 2006), entre otros. Sus poemas han sido traducidos al croata, esloveno, español, inglés, polaco y sueco.

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