“La angustia es el vértigo de la libertad.” -Søren Kierkegaard
Por: Søren Kierkegaard
La inocencia es ignorancia. En la inocencia no está el hombre determinado como espíritu, sino sólo anímicamente determinado en unidad inmediata con su naturalidad. El espíritu está entonces en el hombre como soñando. Esta concepción concuerda perfectamente con la de la Biblia, la cual, al negarle al hombre en el estado de inocencia el conocimiento de la diferencia entre el bien y el mal, condena todas las meritorias fantasías católicas.
En este estado hay paz y reposo; pero también hay otra cosa, por más que ésta no sea guerra ni combate, pues sin duda que no hay nada contra lo que luchar. ¿Qué es entonces lo que hay? Precisamente eso: ¡nada! Y ¿qué efectos tiene la nada? La nada engendra la angustia. Éste es el profundo misterio de la inocencia, que ella sea al mismo tiempo la angustia. El espíritu, soñando, proyecta su propia realidad, pero esta realidad es nada, y esta nada está viendo constantemente en torno a sí a la inocencia.
La angustia es una categoría del espíritu que sueña, y en cuanto tal pertenece, en propiedad temática, a la Psicología. En el estado de vigilia aparece la diferencia entre yo mismo y todo lo demás mío; al dormirse, esa diferencia queda suspendida; y, soñando, se convierte en una sugerencia de la nada. Así, la realidad del espíritu se presenta siempre como una figura que incita su propia posibilidad, pero que desaparece tan pronto como le vas a echar la mano encima, quedando sólo una nada que no puede más que angustiar. Éste es su límite, mientras no haga más que mostrarse. Casi nunca se ve tratado el concepto de la angustia dentro de la Psicología; por eso mismo debo llamar la atención sobre la total diferencia que intercede entre este concepto y el del miedo, u otros similares. Todos estos conceptos se refieren a algo concreto, en tanto que la angustia es la realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad. Ésta es la razón de que no se encuentre ninguna angustia en el bruto, precisamente porque éste, en su naturalidad, no está determinado como espíritu.
Cuando consideramos los caracteres dialécticos de la angustia, no podemos por menos de verificar que están cabalmente dotados de la ambigüedad psicológica. La angustia es una antipatía simpática y una simpatía antipática. Pienso que no hay que tener ojos de lince para ver que ésta es una definición psicológica en un sentido completamente distinto que el que entrañaba la definición de la concupiscencia. Por cierto que el lenguaje corriente nos viene a confirmar lo mismo de un modo perfecto, ya que suele decirse: una angustia suave, una dulce ansiedad…, y también se dice: una angustia extraña, una angustia tímida, etc.
La angustia que hay en la inocencia no es, por lo pronto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas. El hecho de que se den niños en los que no se encuentra esta angustia no prueba nada; tampoco se da en los animales, y cuanto menos espíritu, menos angustia. Esta angustia pertenece tan esencialmente al niño, que éste no quiere verse privado de ella; aunque le angustie, la verdad es que también le encadena con su dulce ansiedad. Esta angustia existe en todas aquellas naciones que han conservado los rasgos de la infancia como típicos de la ensoñación del espíritu; y las naciones serán tanto más profundas cuanto con mayor ahínco conserven ese tesoro. El creer que esto es una desorganización no pasa de ser una burda tontería. La angustia tiene aquí el mismo significado que el que encierra la melancolía en un momento muy posterior, a saber, cuando la libertad, una vez que ha recorrido las formas imperfectas de su historia, está a punto de alcanzarse a sí misma en el sentido más profundo.
Del mismo modo que es totalmente ambigua la relación de la angustia con su objeto, es decir, con algo que no es nada —cosa que el propio lenguaje corriente tampoco deja de destacar con mucha exactitud: angustiarse por nada—, así también el tránsito que aquí pueda tener lugar entre la inocencia y la culpa ha de ser dialéctico, tan dialéctico que ponga de manifiesto que la explicación es, ineludiblemente, psicológica. El salto cualitativo está fuera de toda ambigüedad, pero el que se hace culpable a través de la angustia es sin duda inocente. Porque no fue él mismo, sino que fue la angustia, es decir, un poder extraño el que hizo presa en él; no fue él mismo, fue un poder que él no amaba, un poder que le llenaba de angustia… y, no obstante, él es indudablemente culpable, pues sucumbió a la angustia, amándola al mismo tiempo que la temía. En el mundo no hay nada más ambiguo que esto. Por eso mismo es ésta la única explicación psicológica, que por cierto —para repetirlo una vez más— no trata de explicar el salto cualitativo. Cualquier representación del asunto sobre la base de que la prohibición incitó al hombre a pecar o que el tentador le engañó no encerrará la suficiente ambigüedad sino para aquellos que lo estudien con una aplicación superficial. En realidad, semejantes representaciones tergiversan la Ética, introducen una mera determinación cuantitativa como factor decisivo y pretenden halagar a los hombres con ayuda de la Psicología y a costa de la Ética; sin embargo, todos los que lleven una vida seriamente moral han de rechazar tales halagos, convencidos de que representan una nueva y más profunda tentación.
El hecho de la aparición de la angustia es la clave de todo este problema. El hombre es una síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible silos dos extremos no se unen mutuamente en un tercero. Este tercero es el espíritu. En el estado de inocencia no es el hombre meramente un animal; porque si el hombre fuera meramente un animal en algún momento de su vida, no importa cuándo, entonces jamás llegaría a ser hombre. Por lo tanto, el espíritu está presente en la síntesis, pero como algo inmediato, como algo que está soñando. En la medida de su presencia indudable, el espíritu es en cierto modo un poder hostil, puesto que continuamente perturba la relación entre el alma y el cuerpo. Esta relación, desde luego, es subsistente, pero en realidad no alcanza la subsistencia sino en cuanto el espíritu se la confiere. Por otra parte, el espíritu es un poder amigo, ya que cabalmente quiere constituir la relación. Ahora salta la pregunta: ¿Cuál es la relación del hombre con este poder ambiguo? ¿Cómo se relaciona el espíritu consigo mismo y con su condición? Respuesta: esta relación es la dela angustia. El espíritu no puede librarse de sí mismo; tampoco puede aferrarse a sí mismo mientras se tenga a sí mismo fuera de sí mismo; el hombre tampoco puede hundirse en lo vegetativo, ya que está determinado como espíritu; tampoco puede ahuyentar la angustia, porque la ama; y propiamente no la puede amar, porque la huye. Aquí nos encontramos con la inocencia en su misma cúspide. Es ignorancia, pero no una brutalidad animalesca, sino una ignorancia que viene determinada por el espíritu, aunque en realidad es angustia, pues su ignorancia gira en torno a la nada. Aquí no hay ningún saber acerca del bien o del mal y todas las demás secuelas; aquí, por el contrario, toda la realidad del saber se proyecta en la angustia como fondo inmenso de la nada correspondiente a la ignorancia.
Todavía reina la inocencia en este momento, pero basta el sonido de una sola palabra para que se concentre inmediatamente la ignorancia. La inocencia, como es obvio, no puede entender esa palabra, mas la angustia ha hecho con ello, por así decirlo, su primera presa y ya posee en lugar de la nada una palabra enigmática. En este sentido, cuando en el Génesis se afirma que Dios dijo a Adán: «pero no comas del árbol de la ciencia del bien y del mal», es claro de todo punto que Adán no comprendió lo que significaban esas palabras. Pues, ¿cómo podía entender la distinción del bien y del mal, si tal distinción no existía para él antes de haber gustado el fruto del árbol prohibido?.
Si se supone, pues, que la prohibición es la que despierta el deseo, entonces tenemos ahí un saber en vez de la ignorancia, ya que Adán, necesariamente, tuvo que poseer un saber acerca de la libertad desde el momento en que había experimentado el deseo de usarla. Por consiguiente, ésta es una explicación a destiempo. No, la prohibición le angustia en cuanto despierta en él la posibilidad de la libertad. Lo que antes pasaba por delante de la inocencia como nada de la angustia se le ha metido ahora dentro de él mismo y ahí, en su interior, vuelve a ser una nada, esto es, la angustiosa posibilidad de poder. Por lo pronto, Adán no tiene ni idea de qué es lo que puede; en otro caso se supondría ciertamente —cosa que sucede con harta frecuencia — lo que viene después, a saber, la distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, en tal estado primitivo sólo existe la posibilidad de poder como una forma superior de ignorancia y como una forma superior de angustia, ya que en cierto sentido más eminente cabe afirmar que en Adán hay y no hay esa posibilidad y que, en el mismo sentido, él la ama y la huye.
Después de las palabras de la prohibición siguen las palabras de la sanción: «ciertamente morirás». Adán, naturalmente, no comprende en absoluto lo que significa eso de tener que morir; sin embargo, dando por supuesto que esas palabras le fueron dirigidas a él, nada impide que desde el primer momento se hiciese una idea del espanto que encerraban. A este respecto digamos que incluso el animal puede entender muy bien la expresión mímica y el movimiento en la voz del que habla, sin que por ello haya entendido las palabras. Si se admite que la prohibición es la que llegó a despertar el deseo, entonces también tenemos que admitir que las palabras del castigo dieron lugar a una representación terrorífica. He aquí otro motivo de embrollo. Pero no, este espanto no es más que angustia, porque Adán no ha entendido lo que se le ha dicho y, por ende, es otra vez la ambigüedad de la angustia la única que domina la situación. Ahora se acerca todavía más aquella posibilidad de poder que la prohibición puso en vela, pues tal posibilidad pone de manifiesto una nueva posibilidad como consecuencia suya.
De esta manera la inocencia ha sido conducida hasta sus linderos extremos. La inocencia dentro de la angustia está en relación con lo prohibido y con el castigo. No es culpable, y, sin embargo, hay ahí una angustia, algo así como si la inocencia estuviera perdida.
La Psicología ya no puede avanzar más, pero hasta aquí sí que puede llegar; y, sobre todo, ella siempre tiene en su mano, observando la vida humana, la posibilidad de mostrar eso mismo una y mil veces.
En los últimos párrafos anteriores me he ajustado a la narración bíblica. He dejado que la prohibición y la amenaza del castigo viniesen de fuera. Con esto, naturalmente, se habrán mosqueado no pocos pensadores. Pero no importa, ello sólo representa una dificultad que provoca la risa. La inocencia es la que puede hablar muy bien aquí. ¿Acaso no está lleno el idioma de expresiones para todo lo espiritual, expresiones que son propiedad de la inocencia? En este punto lo único que se necesita es suponer que Adán habló consigo mismo. Con esto desaparecerá la imperfección que hay en la narración, a saber, que otro hable a Adán de lo que éste no entiende. Porque del hecho de que Adán pudiese hablar no se sigue estrictamente el que también pudiera comprender lo dicho. Esto hay que tenerlo muy en cuenta a propósito de la distinción entre el bien y el mal: sin duda que esta distinción se asienta en el mismo lenguaje, pero sólo existe para la libertad. La inocencia puede muy bien tener en sus labios tal distinción, mas en realidad ésta no existe para ella, o no encierra otro significado que el que acabamos de señalar en lo que precede.
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