En espera de poder visitar de nuevo a el Moro

 


Crónicas de martes (desde Santa Clara)

Por Aristides Vega

En espera de poder visitar de nuevo a el Moro
Había leído casi todos sus poemarios. Sabía de memoria algún que otro verso de esos poemas que, sobre todo en los finales de los setenta sirvieron de inspiración para soñar con ese tiempo luminoso que todos entonces deseábamos. Por esta libertad de canción bajo la lluvia habrá que darlo todo. Por esta libertad de estar estrechamente atados/ a la firme y dulce entraña del pueblo/ habrá que darlo todo….

Había visto innumerables reproducciones de algunos de sus cuadros más reconocidos que con cierta frecuencia aparecían como ilustraciones en revistas cubanas y había permanecido horas frente a los que en el Museo Nacional de Bellas Artes llevan su firma.

Desde pequeño había escuchado que aquel famoso hombre era nuestro paisano. Su padre y mi abuelo materno; Máximo Chapú, se habían reconocido en Cuba como emigrantes árabes recién llegados a una isla de la que ninguno de los dos saldría nunca más.

Viví en la ciudad de Matanzas varios años. Allí conocí a Margarita García Alonso. A la que nadie presentaba como la esposa, o compañera, o amiga de Fayad Jamís, aun cuando era su pareja. Poetisa y pintora, una muchacha muy simpática, inteligente y sociable que por sí sola ganaba amigos y abría puertas sin necesidad de hacer saber su parentesco con una figura tan reconocida, incluso venerada por algunos. Por ello demoré en saber que era la compañera de uno de mis poetas preferidos, de mi paisano Fayad Jamís.

Una mañana que me disponía a viajar a la Habana desde la ya oscura, desvencijada, descolorida y a la vez hermosa Terminal de Matanzas, apareció Margarita con un paquete de medicamentos que debía llegar a manos de Fayad, ya enfermo de esa dolencia que se apoderó de su valiosa vida.

Su plan era bien simple: entregaría el paquetico de medicinas al chofer del primer ómnibus que saliera para la Habana y Fayad lo recogería en la terminal de la Habana. Un plan certero y posible hasta que me divisó en medio de las muchas personas que siempre aguardan en una terminal. Y puso en mis manos las medicinas que quedé en llevarlas hasta el mismo apartamento del Moro, en el Vedado. Sin proponérselo me había dado la posibilidad de conocerlo personalmente.

Lo primero que hice apenas toqué a su puerta y él mismo la abrió fue hacerle saber que éramos paisanos. Fue suficiente para que Fayad me invitara a pasar y me mostrara sus cuadros recién terminados y aún expuestos en los atriles en que los había creado, hurgar entre sus amplísimos libreros, ver con el deslumbramiento que a los veinte años no se oculta su valiosa colección de artes que fui descubriendo a medida que me mostraba su cómodo apartamento tal y como se hace con alguien cercano.

En algún momento me invitó a sentarme en su terraza en la que reposaba, sobre una mesa ratonera, una deslumbrante vajilla mexicana. Desde su balcón se podía disfrutar de una Habana bulliciosa y hermosa.
El apartamento de Fayad, que era espacioso e iluminado, en un cuidado edificio de una céntrica calle del Vedado, me resultó tan espectacular como uno de los bazares ingleses que en alguna que otra novela, que ya había leído, se describían como sitios que atesoraban diversos objetos de mucho valor.

No había ahí nada, fuese un mueble o un adorno, o cualquiera de los diversos objetos utilitarios que se usan en la vida doméstica y cotidiana, como por ejemplo un plato o un cenicero, que no tuviera un valor artístico. Muchos de ellos joyas de la rica y diversa artesanía latinoamericana, especialmente de México, país en el que había sido por varios años agregado cultural de la Embajada cubana y donde había nacido su madre.

Me habló de su inquieto, así lo definió, amigo Andrés Bretón y de otros intelectuales europeos con los que coincidió en su estancia en Francia. Me hizo saber de su admiración por la poesía de su amigo Retamar, a quien me recomendó leyera no solo su poesía sino todos sus ensayos.

-Es el más lúcido de mi generación, me aseguró.

Tuve la osadía de preguntarle por Heberto Padilla, de quien no se podía hablar en aquella época en que cuando se borraba a alguien era de estricta obligación olvidarlo. Solo conocía de lo que entonces con voz baja y cautelosa se contaba de lo que nombraban como Caso Padilla. No había leído un solo poema de él, porque junto a su nombre también fue borrada su obra.

-No pongas demasiada atención a lo que de él se habla. Lee su poesía, eso siempre será lo más importante, me dijo y me dio la espalda para tomar por un amplio pasillo del que regresó con el poemario Fuera del juego, de Heberto Padilla, que obtuviera el Premio Uneac en la polémica edición de 1968.
-Es un regalo, me dijo para enseguida pedirme lo acompañara a la cocina para tomarnos un café que él mismo preparó mientras seguimos conversando.

Conversamos por más de tres o cuatro horas, sin prisa, como si fuésemos amigos de toda una vida. Me leyó un poema que hacía muy poco había escrito, que el deslumbramiento que me produjo aquella visita me hizo olvidar su título.

-Ha sido un día espléndido, espero se repita su visita, me dijo ya en la puerta de su casa, a manera de despedida. La noche comenzaba a descender sobre el Vedado y yo estaba tan eufórico que me senté en el quicio de la entrada al edificio para leer los poemas de Heberto Padilla.

Pocos meses después Fayad Jamís, el Moro, falleció a la misma edad que ahora yo tengo; cincuenta y ocho años. La vida solo me había concedido ese único pero intenso encuentro.
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