Mándeme usted algo para evitar que me muera mucho de hambre

Escritores urgidos de dinero

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La relación entre los escritores y el dinero siempre ha sido problemática. Giuseppe Scaraffia recordaba tiempo atrás (en Los grandes placeres, 2015) que Honoré de Balzac disponía de una “escalera secreta en la parte posterior” de su casa que utilizaba para escapar de los acreedores. “La dilapidación del joven Charles Baudelaire era tal que su familia trató primero de rehabilitarlo embarcándolo a la fuerza en un viaje por las Antillas. Luego, vista la inutilidad de aquella empresa, pensó que era mejor ponerlo bajo la tutela de un notario de probada frugalidad. [...] Mientras escribía la historia de la Bovary, que se suicida no solo por las desilusiones amorosas, sino, sobre todo, por las deudas, Gustave Flaubert no sabía que también a él le tocaría en suerte algo parecido. De hecho, se arruinó por salvar de la bancarrota a su frívola sobrina.”
Una visión romántica de la práctica literaria en no menor medida alimentada por la idea cristiana de que “la pobreza y la mortificación de la carne permitían comulgar con el Espíritu Santo o con la musa”, como recuerda Alberto Manguel, han contribuido decisivamente a la popularización de la figura del escritor pobre que, con la anuencia de Hollywood (piénsese por ejemplo en la reciente y grotesca Genius, dirigida por Michael Grandage en 2016), permea una opinión mayoritaria acerca del oficio de la que abundan los testimonios. Por ejemplo en la correspondencia de los escritores. “Mándeme usted algo para evitar que me muera mucho de hambre”, escribió Paul Verlaine a su editor en cierta ocasión. Juzgando muy baja la asignación que le enviaba su padre, un joven Stendhal amenazó, por su parte: “Me veré obligado a contraer deudas.” Christian Dietrich Grabbe admitió: “Muchos han descrito mi trabajo como ‘genial’, pero yo sé que del genio solo tengo un rasgo: el hambre.” James Joyce se quejaba en 1906 en una carta a su hermano Stanislaus de lo mucho que comía Nora, su mujer, al tiempo que le pedía dinero. Leopoldo Alas “Clarín” solicitaba “sesenta duros” a su editor porque (reconocía) era un jugador de billar “muy malo” y había acumulado deudas. Ramón María del Valle-Inclán le escribió a Torcuato Ulloa: “Me convendrían mucho ahora algunas pesetas, para poder comprarme el brazo. La Asociación de la Prensa me da para ello quinientas pesetas, pero el brazo, si ha de serme de alguna utilidad, me costará mil. Eso sí, será una cosa magnífica.” La correspondencia de Else Lasker-Schüler, la de Thomas Bernhard y la de Francis Scott Fitzgerald tienen una naturaleza casi exclusivamente económica; los tres desastrosos intentos de este último de instalarse en Hollywood, que tanto contribuyeron a su final, estuvieron motivados por una necesidad acuciante de dinero de la que eran responsables no solo sus elevados gastos personales sino también los de los colegios para su hija Scottie y los hospitales psiquiátricos para Zelda, su esposa. Mientras escribía El capital, Karl Marx pasaba días sin abandonar su vivienda porque su esposa había tenido que empeñar su ropa para comprar comida. Johann Wolfgang von Goethe decidió tomar sus asuntos económicos en sus manos para no ser explotado, como también hicieron, entre otros, Vicente Blasco Ibáñez (posiblemente el primer autor de la literatura en español que fue también su propio agente) y el argentino Rodolfo Fogwill. “En cuatro semanas voy a estar completa, totalmente muerto [si no envía dinero]”, avisó Joseph Roth a Stefan Zweig desde su exilio parisino; se sumaba así a una larga lista de escritores urgidos de dinero entre cuyos integrantes se cuentan Heinrich Heine, Georg Trakl, Charles Baudelaire, Rainer Maria Rilke, Robert Musil, Fiódor Dostoyevski, Edgar Allan Poe, Anna Seghers, August Strindberg, José Donoso, Léon Bloy, César Vallejo y Robert Walser. “No tengo nada. Debo mucho. El resto se lo dejo a los pobres”, escribió François Rabelais en su testamento.


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Aunque la Authors Guild otorga en su estudio una importancia crucial a Amazon en el deterioro de los ingresos obtenidos por los escritores, la situación es algo más compleja, y las culpas deben ser repartidas entre la práctica totalidad de los participantes en el negocio del libro, comenzando por las editoriales. Ante el importante retroceso en su facturación en los últimos años, estas han apostado, por una parte, por una estrategia de adquisiciones y compras de editoriales rivales en el marco de la cual catálogos completos quedan relegados en beneficio de los autores multiventas, los únicos que hacen el “traspaso” a las editoriales que los han adquirido. Por otra parte, la apuesta editorial ha consistido en aumentar el número de títulos publicados reduciendo su tirada, lo que tiene como resultado un volumen de publicaciones que la prensa cultural (aquejada de una doble crisis, la de resultados y la de propósito, esta última vinculada con el escaso nivel de buena parte de sus colaboradores tanto como con una política que fomenta el clic en detrimento de la producción de pensamiento crítico) no es capaz de reflejar, las librerías no pueden exhibir y el lector no llega a conocer. Mientras las editoriales más importantes piensan en nuevos “productos”, el que constituye su principal fuente de ingresos, el libro, es descuidado tanto por ellas como por los agentes literarios (de los que lo mejor que se puede decir es que son extraordinariamente eficaces para vender todos aquellos productos que, por sus características, no necesitan la intercesión de un agente) y por algunos de los propios autores, quienes, para compensar la disminución de sus ingresos en concepto de derechos de autor, publican tres y hasta cuatro libros al año, en especial en España: como observó James Gleick, presidente de la Authors Guild, “cuando empobreces a los escritores de un país, también empobreces a sus lectores [ya que] los libros de calidad requieren a menudo un tiempo y un trabajo de investigación que no pueden ser llevados a cabo si el autor necesita además dar clases y conferencias para llegar a fin de mes”.
Más libros, de peor calidad, juzgados a menudo por una crítica literaria escasamente capacitada y/o indulgente, que duran poco en librerías y, en general, son desestimados por un público generalista que sigue consultando las muy dudosas listas de “los más vendidos” bajo el precepto erróneo de que algo es bueno si muchas personas lo han comprado antes, una disminución del número y la cuantía percibida por los trabajos “alimenticios” del escritor que impide su profesionalización (excepto que sus libros vendan cifras superiores a los cinco dígitos, escriba para los medios audiovisuales y/o sea abundantemente traducido, algo, en general, poco frecuente), un Estado que no parece creer necesario arbitrar en un negocio que no comprende y unas instituciones culturales solipsistas, una pérdida diaria de librerías y unos autores escasamente interesados en comprender la naturaleza del negocio del que participan: todo ello contribuye no solo al deterioro de la literatura en tanto industria sino también (y esto es más importante) a la cuestión de su valor.

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Ricardo Piglia fue en tiempos recientes quien más y mejor tematizó los vínculos entre economía y literatura; lo hizo centrándose no en la queja habitual y fútil acerca de la disminución de las ventas sino en una concepción de esta última como mecanismo social de producción alternativa de valor. Si, como observó recientemente Sergio Chejfec, literatura y dinero comparten su condición de impresos, lo que los distancia es el modo en que la una y el otro establecen maneras distintas de determinar qué valor debe otorgarse a nociones como las de talento, trabajo, mercado, producción, valor y obra. Piglia siguió la producción crítica de Karl Marx, Walter Benjamin y Bertolt Brecht para dar cuenta de cuáles serían los mecanismos a los que el escritor podría apelar para producir su obra sin que los imperativos económicos la condicionen en exceso. Para el autor de Plata quemada (cuya historia editorial es también la de una relación específica entre dinero y literatura), se trataba de, en palabras de Eduardo Becerra, evidenciar “cómo históricamente la idea de la autonomía del arte y su caracterización como actividad de rango espiritual se construye desde los discursos de las clases dominantes para desactivar su potencial político y con ello establecer las condiciones de su circulación según sus propios intereses”.

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¿Qué precio debemos pagar por los libros? ¿Y cómo se relaciona con su valor, entendido este como se lo desee entender; quizás, como su capacidad de decirle a su lector “algo” acerca del mundo que este no haya pensado antes? Como recuerda Becerra, “en algunos de sus últimos textos [Piglia] se hizo eco de las consecuencias de la irrupción de las nuevas tecnologías en la circulación de las obras literarias, en las formas de escribir y leer. Y, de nuevo, colocó las nociones de propiedad y uso en el centro del debate sobre los efectos más significativos de esta nueva coyuntura: ‘[…]. Hay una ilusión de circulación sin Estado y sin ley, el anarquismo del que hablaba antes. Me parece lo mejor y lo más novedoso que tiene el mundo de las nuevas tecnologías. El capitalismo lo ha generado, pero no sabe muy bien cómo controlar el circuito. Casi no hay censura y es muy difícil controlar la propiedad [...]. Hoy parece que se hubiera disuelto toda distancia entre reproducción y apropiación. Hay una ilusión de simultaneidad, un cruce continuo entre textos propios y ajenos. La técnica produce un movimiento de unificación, de escritura única, continua, no personal, casi mecánica [...]: pone en juego la cuestión de qué quiere decir enunciar’”.
El problema, desde luego, es que la multiplicación de los contenidos como resultado de la existencia de internet está produciendo transformaciones de enorme relevancia en el valor que otorgamos a la producción artística, no solo a la literatura. Por una parte, porque la presión por acceder a más información disminuye a mínimos la posibilidad de formarnos una opinión crítica acerca de ella, porque su fragmentación en pequeñas unidades (un par de versos, un fragmento de imagen, una frase subrayada en un libro) lleva a su consumidor a pasar tan poco tiempo con el contenido que este no puede desplegar sus cualidades ni convertirse en experiencia, y porque esa misma experiencia, allí donde se produce, deviene simplemente algo “a compartir”, el fondo de una selfi, un fragmento de video enviado por WhatsApp, un “estado”.
Por otra parte, la noción de valor del arte se ve profundamente modificada por su disponibilidad, contraria a las leyes pulsionales que hacen que solo otorguemos valor a aquello de lo que no disponemos, y por su aparente gratuidad, que supone un desplazamiento del beneficio que devenga el consumo artístico, que pasa de manos de sus productores (autores y negocio editorial, en este caso) a las de las compañías tecnológicas y a las empresas de telefonía, que comercializan el acceso a los contenidos. Una nueva generación por completo “nativa” del entorno digital se ha habituado ya a no interrogarse acerca de quién o qué es el autor. La “memificación” del contenido, artístico o no, hace que (afirman algunos) nociones como “propiedad” y “autoría” carezcan de utilidad en el ámbito de las redes sociales, como pondrían de manifiesto las numerosas apropiaciones y plagios que pueden encontrarse en ellas. La idea que estas propician de que todas las personas dispondrían de las herramientas para expresarse (y de algo para decir) entra en relación con dos conceptos nunca verbalizados del todo pero especialmente visibles en ellas: el de que el contenido “es” de quien lo comparte, no de su autor o autora, y el de que no es necesario dotarse de ningún tipo de formación para enjuiciar una obra artística porque lo importante en ella no es el modo en que da cuenta de sus condiciones sociales de producción, manifiesta cierta maestría, produce sentido, se constituye en experiencia, nos permite comprender mejor la forma en que vivimos y quiénes somos o cualquier otra cosa, sino la forma en que “conectamos” con ella, es decir, la respuesta emocional que esta nos produce. Cuando una “tuitera y escritora” española llamada “Monstruo Espagueti” se fotografía en el Museo del Prado con carteles que dicen “ni putas”, “ni santas”, frente a la Cleopatra de Guido Reni y a La reina Mariana de Austria de Carreño de Miranda (dos imágenes que no representan ni una cosa ni la otra, por supuesto), no solo demuestra una ignorancia monumental, devalúa un reclamo importante del feminismo o se pone en ridículo: también expresa una indignación que, en el contexto en el que se desenvuelve, es perfectamente legítima, ya que los productos artísticos serían “para” que las personas digan algo acerca de ellos.

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Alberto Manguel cuenta la siguiente historia: “Cuando cierto editor francés muy conocido oyó decir que Balzac era una joven promesa de las letras, decidió ofrecerle dos mil francos por la siguiente novela que escribiese. Así pues, buscó sus señas y descubrió que residía en un barrio parisiense digamos que venido a menos; en vista de que su presa no era lo que se dice un hombre acaudalado, decidió reducir la oferta a mil francos. Pero al llegar allí comprobó que Balzac vivía en el ático, en una vulgar chambre de bonne, así que decidió rebajar de nuevo la cantidad y ofrecerle solo quinientos francos. Por último, cuando llamó a la puerta y entró en la modesta vivienda, viendo que Balzac estaba tomando por toda comida un trozo de pan y un vaso de agua, el editor abrió los brazos de par en par y exclamó: ‘¡Señor Balzac, soy su más ferviente admirador y me gustaría ofrecerle por su próximo libro la bonita suma de doscientos francos!’.”
Que el problema del valor es un problema central de la economía de la literatura no solo se pone de manifiesto en esta anécdota, posiblemente apócrifa, sino también en su omisión en la discusión acerca de la “crisis del sector editorial”: también, en los comentarios que los consumidores suelen realizar cada vez que un escritor hace público su descontento ante una situación abusiva. La supuesta gratuidad de los contenidos, que algunos defienden como condición necesaria para el acceso a la cultura entendido como un derecho, ha habituado a los consumidores a esgrimir dos argumentos antitéticos pero habituales: por una parte, que los productos culturales (también la literatura) deben ser gratuitos para los consumidores, no importa cuánto dinero cueste a sus autores producirlos; por otra, que lo que es gratis no vale nada. La discusión en torno a la economía de la literatura y la disminución de los ingresos de los escritores debería considerar ambos argumentos, de alguna manera.
La publicación de fenómenos de internet, influencers y “poetas de Twitter” a la que la industria editorial recurre últimamente, y el hecho de que, con muy contadas excepciones, esa publicación nunca arroje los beneficios económicos pretendidos, o situaciones inverosímiles como la concesión del último Premio Biblioteca Breve a la poeta española Elvira Sastre, y el escaso impacto que esta produjo en la escena literaria excepto como anécdota, ponen de manifiesto un desarrollo decisivo en el marco de la crisis actual: la transformación de la industria editorial en dos negocios de signo contrario, uno centrado en la rentabilidad inmediata y atrapado en la contradicción derivada de querer vender fenómenos probadamente populares a un público consumidor que no desea pagar por ellos, ya que los obtiene gratis, y otro (conformado por pequeñas editoriales, autores, algunas librerías de referencia, lectores, ciertos traductores y algunos críticos, herramientas como Patreon, instituciones y festivales) que procura conciliar la rentabilidad de sus productos con la demanda de que estos posean un valor. En realidad, y esto resulta evidente, esta última es la única de las dos que además de “industria” es “cultural”.

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Una vez más, el problema no es la subsistencia de los escritores (o no solo de ellos) sino la de toda una cultura que solía ver en la literatura un vehículo privilegiado para acceder a un conocimiento específico del mundo. El proyecto personal, no de hacerse rico sino de mantenerse a flote mientras se produce una obra que, idealmente, se sostenga en la comparación con los grandes textos del pasado, y la aspiración a disfrutar de una literatura (por fin) plural y diversificada tropiezan con la imposibilidad de disponer de textos cuyos autores no puedan sostenerse económicamente; es decir, en algún sentido, de las voces que más necesitamos escuchar para comprender el modo en que vivimos hoy.
Para Carrie V. Mullins, “los consumidores disponen de un poder absoluto y pernicioso, por lo que la tendencia al contenido libre no se revertirá a menos que nosotros lo deseemos. Esto es algo triste, y todos estaremos mucho peor si solo podemos escuchar las historias de las personas que pueden permitirse el lujo de escribir. Nicholas Weinstock, miembro del Guild Council, afirmó: ‘Reducir el incentivo monetario para los posibles autores de libros [...] significa que habrá menos para que lean las generaciones futuras: menos voces, menos historias, menos representación del tipo de expresión humana que es más profunda y requiere un mayor esfuerzo intelectual que el atracón de series de Netflix o Amazon más cercano o el gif en tu teléfono, pero también recompensa más. Tal vez todos consigamos lo que creemos que nos corresponde: arte gratis. Pero ¿qué tipo de arte será?’”. La respuesta: uno que no valga mucho; que, de hecho, no valga nada.
“No se escribe con lo que es agradable, no se piensa con eso. Se escribe y se piensa con lo que hiere, con lo que mata. Y hasta es con eso con lo que se vive de verdad”, escribió Olivier Rolin. No es agradable hablar acerca de estos asuntos (y la cultura hispanohablante es especialmente reacia a ello, como es sabido), pero es necesario si, contra lo que todo parece indicar, la literatura de relevancia artística tiene todavía alguna posibilidad. Quizás haya llegado el momento de resistir a la transformación del proceso de lectura en acumulación de hábitos de consumo, a la visión del lector como cliente y a la de las editoriales como proveedoras de servicios cuyo valor está determinado por su consumo; resistir incluso a la palabra consumo y a la supuesta gratuidad de los contenidos. Y tal vez también sea necesario hablar de la disminución de los ingresos percibidos por los escritores para determinar si la sociedad todavía considera que las empresas intelectuales son importantes y dignas de retribución, al margen de sus posibilidades en el mercado. Parafraseando a Joseph Roth, no se trata de “prolongar la vida, sino evitar la muerte inminente”: la de los escritores, pero también la de una cultura intelectual y políticamente viva. ~

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