Witold Gombrowicz o de la ingratitud (La traducción de Ferdydurke) Alessandra Riccio

Witold Gombrowicz o de la ingratitud (La traducción de Ferdydurke) Alessandra Riccio 

VEAMOS QUE DICE  de Virgilio Piñera

Esta traducción fue efectuada por mí y sólo de lejos se parece al texto original. El lenguaje de Ferdydurke ofrece dificultades muy grandes para el traductor. Yo no domino bastante el castellano. Ni siquiera existe un vocabulario castellano-polaco. En estas condiciones la tarea resultó, tan ardua, como, digamos, oscura y fue llevada a cabo a ciegas, sólo gracias a la noble y eficaz ayuda de varios hijos de este continente, conmovidos por la parálisis idiomática de un pobre extranjero. La realización de la obra se debe ante todo a la iniciativa y el apoyo de Cecilia Benedit [...], a la cual deseo expresar mi mayor agradecimiento. Bajo la presidencia de Virgilio Piñera, distinguido representante de las letras de la lejana Cuba, de visita en este país, se formó el comité de traducción compuesto por el poeta y pintor Luis Centurión, el escritor Adolfo de Obieta, director de la revista literaria Papeles de Buenos Aires y Humberto Rodríguez Tomeu, otro hijo intelectual de la lejana Cuba. Delante de todos esos caballeros y gauchos me inclino profundamente. Pero, además, colaboraron en la traducción con todo empeño y sacrificio tantos representantes de diversos países y de diversas provincias, ciudades y barrios, que de pensar en ello no puedo defenderme contra un adarme de legítimo orgullo. Colaboraron: Jorge Calvetti, Manuel Claps, Carlos Coldaroli, Adán Hoszowski, Gustavo Kotkowski y Pablo Manen (pacientes pescadores del verbo), Mauricio Ossorio, Eduardo Paciorkowski, Ernesto J. Plunkett y Luis Rocha (aquí se juntan Brasil, Polonia, Inglaterra y la Argentina), Alejandro Russouich, Carlos Sandelin, Juan Seddon (obstinados buscadores del giro adecuado), José Taurel, Luis Tello y José Patricio Villafuerte (eficaces e intuitivos). Debo también eterno agradecimiento a un simpatiquísimo señor, ya de edad, y muy aficionado al billar, que en un momento de feliz inspiración me procuró la palabra

2«remover» de la cual me había olvidado por completo. Tengo que agradecer –¡por Dios!– a todos esos nobles doctores en la «gauchada», y a los criollos les digo sólo eso: ¡viva la patria que tiene tales hijos! Si a pesar de un número tan serio de colaboradores el texto castellano tuviese alguna falla proveniente, no de las insuperables dificultades de la traducción, sino del descuido, esto se debería, creo, al exceso de amenas discusiones que caracterizaba las sesiones, realizadas casi todas en la sala de ajedrez de la confitería Rex bajo la enigmática y bondadosa sonrisa del director de la sala, maestro Paulino Frydman. ¡Me alegro que Ferdydurke haya nacido en castellano de tal modo, y no en los tristes talleres del comercio libresco!... (Gombrowicz 1947)


De boca del propio Virgilio, reproducimos el escenario de la propuesta:

En el momento que soy presentado a Gombrowicz estos intrépidos traductores trabajaban a toda máquina. Ya tenían traducidos tres capítulos de la novela. Me sumo al grupo, y como dispongo de todo el tiempo para Ferdydurke, Gombrowicz me nombra Presidente del Comité de Traducción. [...] Joyce dispuso de una sola persona para traducir su Ulises, yo dispuse de 20 para traducir mi Ferdydurke. (en Gómez 2008: 29)


No saber polaco, por supuesto, no era realmente una limitación ni para Piñera ni para el resto del equipo que trabajó en la traducción bajo sus orientaciones; porque la mayoría sabía francés y utilizaron esa lengua en la comunicación como tertium comparationis, aunque el desconocimiento de la lengua de partida no les permitió nunca, por lo pronto, comparar realmente los textos y fueron entonces partiendo de un borrador que su gestor les iba dando entre alfiles y caballos, escrito en un engendro intermedio que al no ser ni polaco ni castellano, carecía de la estabilidad de una geografía y una historia, «parecía una lengua futura», pero era la de Gombrowicz, cuyo
propósito, ya puesto en situación, fue crear presumiblemente una versión más llevadera del libro para el posible lector hispanohablante.

¿Qué hicieron entonces los traductores? Pues para no desalentarles ni crear en los lectores sensación de extrañamiento, eliminaron las partes difíciles y que juzgaron más ajenas estilísticamente y las reemplazaron con una breve explicación de lo que se quería decir en el fragmento suprimido. Por otra parte, tampoco pusieron demasiado acento en la corrección, se introdujeron variantes en el castellano, lo cual acabó por crear un lenguaje poco convencional, de suerte que el lector no podía percatarse de si estaba en presencia de licencias poéticas de Gombrowicz o de propuestas de los mediadores. En consecuencia, resulta complicado separar el enjuiciamiento de la obra del enjuiciamiento de la traducción. Estoy refiriéndome a la motivación metalingüística que para Piñera puede haber tenido incorporarse al proyecto de un autor interesado en la identidad y en la manera como el tiempo y las circunstancias, la historia y el lugar imponen una determinada forma –hasta parecer insensible, burlona e incluso brutal– a la vida de su personaje protagónico quien más allá de su inexperiencia e inmadurez, se siente sin embargo, libre para deleitarse en el deseo. Y es que, según Adolfo de Ovieta, «cabría hablar de la impronta que la obra y la personalidad del polaco pudo haber dejado en el escritor Virgilio Piñera en estos años argentinos, pero también cabría sospechar que se produjo una retroalimentación entre dos proyecciones creadoras» (Ovieta 1948: 39-42).


1 En la historia de la traducción figuran célebres equipos de traductores literarios al castellano que se han reunido para trabajar en una o varias obras. Desde una perspectiva cubana no se debería pasar por alto el conocido trío que integraron en el siglo XIX Juan Antonio Pérez Bonalde, Diego Vicente Tejera y José Martí, en Nueva York, para traducir al irlandés Thomas Moore, aunque lamentablemente no ha sobrevivido el resultado, como tampoco lo han hecho los posibles testimonios que pudieran recoger información sobre esta labor. Pero, dando un salto en la historia, en afán de recuento, hallamos en nuestros días la colaboración entre Jorge Yglesias y Alla Llorens, laureados por sus resultados en un concurso mundial de poesía convocado por la UNESCO en homenaje a Pushkin; la de Jacques Bonaldi y Doris Gutiérrez, que traducen el teatro de Jean Genet o la de Roberto Blanco y Nancy, con su versión de Yourcenar. Está también la pareja de traductores que integran Jesús David Curbelo y Susana Haug, con no pocas traducciones de valía. A cuatro manos también, con un desfase de casi un siglo entre uno y otro empeño, cabe apuntar que recientemente he completado –con los segmentos que el autor fue incorporando a lo largo de los años al Cahier d’un retour au pays natal– el texto de la primera traducción al español que un siglo atrás había realizado Lydia Cabrera de ese poema fundacional en prosa de Aimé Césaire y que, por cierto, se publicó antes que el propio original francés. Y seguramente habrá otros ejemplos que se escapan a este somero recuento. Lourdes Beatriz Arencibia Rodríguez 

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