𝗣𝗮𝘂𝗹 𝗖𝗲𝗹𝗮𝗻 , por 𝗛𝗲́𝗰𝘁𝗼𝗿 𝗔𝗻𝘁𝗼́𝗻
Una víctima lírica del horror totalitario testificó que debe suceder algo dramático en la vida de un poeta para que su obra sea conocida y, si lo amerita su brío literario, reconocida. Unos como el dramaturgo Federico García Lorca, fusilado por comunista y homosexual durante la Guerra Civil española de 1936, no sobrevivió al impacto; otros, como el bardo cubano Heberto Padilla, reacio a la intransigencia castrista, arrastraron el grillete de una celebridad humillante, en el destierro de Norteamérica fuera de su idioma natural.
La confirmación de tal vaticinio lo encarnó el Vía Crucis de Paul Celan (Carnauti, Rumanía 1920-París, 1970). Éste poeta de origen judío y habla alemana, nació para donar experiencias traumáticas a quienes rondan por la vida sin atreverse a nada. Muchos tienden a olvidar que el mayor riesgo radica en no arriesgar.
Sarcasmo contra los vacilantes que prefieren “ir al seguro”, amparados por la prudencia y el temblor. Patología de individuos sometidos a ideologías fascistoides, quienes dilatan “la muerte en vida” con terapias de falsa conciencia.
Celan sobrevivió en la paradoja de expresarse en el idioma de quienes asesinaron a sus padres. La sombra de la duda fulmina magras certezas: Paul traicionó a su esposa que intentó matar; se engañó cuando visitó a Martín Heidegger en 1967, refugiado entre los abetos de la Selva Negra. Celan quería escuchar al autor de Ser y tiempo arrepintiéndose de su filiación nazi, ruborizado de vergüenza.
Desilusión presocrática: creer que poesía y filosofía convergen por naturaleza. La cabaña de Todtnauberg, el atuendo campestre de Heidegger, cruzadas anti-metafísicas. Claire Goll, literata y venenosa sensacionalista, testimonia que a Celan lo obsesionó el concilio imposible de opuestos cómplices, la tregua ideológica, esa bestialidad disfrazada de humanismo que lo condujo al delirio.
El trasiego del “sufridor ejemplar” reveló al individuo abogando por el sentido común, ausente de una época que Paul Celan personificó arrojándose al Sena una noche desde el Puente Mirabeau. Según apunta Gustave Flaubert en su diccionario, el suicidio es prueba irrefutable de cobardía; para otros, evidencia de una soledad cósmica. En el “caso Celan”, culmina en una “mística del pánico”.
A la hora del recuento, el saldo de sus insomnios es una concatenación de lo sublime y lo ridículo. Acusado de plagio y rechazado por la editorial Gallimard, su posteridad reencontró el camino gracias a un acto de fe. George Steiner, un letrado francés de origen judío y custodio del silencio en Heidegger, entronizó a Paul Celan como poeta cimero en lengua alemana del siglo veinte.
Era el preludio de una reivindicación poética, que evolucionó al trasgredir el marco literario del verso impreso. Un hallazgo-pistola frente al coloquialismo recitativo.
“Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje”
_(Paul Celan)
Anselm Kiefer (n.1945) es un productor visual alemán, quien plantó bandera desde 1993 en el cantón francés de Barjac. Allí, entre una vegetación agradecida de la soledad, este “hijo bastardo de Auschwitz” concibe instalaciones-ambientes tan plásticamente monstruosas como sus referentes. Tras la cortina de humo que levantan sus mochos de tabaco y vestido de negro, Kiefer recibe a los enviados del mainstream, para colegiar o mostrarles su vorágine artística, lejos de casa.
Quienes alcanzaron husmear en cada recodo de su laberinto experimental entre vigas, químicas y girasoles, coinciden en que de “La República Kiefer” emplazada en una zona boscosa, fueron expulsados los partidarios del romanticismo ecológico, en nombre de una racionalidad mito-poética estrictamente personal.
Kiefer fabula con el hierro oxidado, plomo derretido, telas rústicas. A ello se le agrega cierta adoración por la sublimación heroica de una humanidad arrasada. Los tópicos de gestos neo-expresionistas en diversos soportes abarcan leyendas egipcias, alquimia, el éxodo judío, la ocupación napoleónica o el holocausto.
A principios de los años setenta, la obra de Kiefer generó cierto rechazo: el “pintor salvaje” hastiado del minimalismo clásico (Donald Judd, Sol LeWitt, Dan Flavin) y desmarcado del graffiti urbano del Bronx (“Futura 2000”, Keith Haring, Basquiat), les recordaba a sus compatriotas amnésicos el pasado vigente del Tercer Reich.
Kiefer ansiaba romper con esa ambigüedad infantil de sus tempranos ejercicios conceptuales, cuando se hacía fotografiar reproduciendo el saludo hitleriano (al vacío) en sitios públicos. Luego le obsesionará “convencer” optando por el auto-masaje retiniano, sin replegarse a una vil seducción inmediata.
Más que una “pintura literaria”, Kiefer articula un simbolismo donde puede inspirarse en la ópera Parsifal de Richard Wagner o en la liturgia cristiana del Domingo de Ramos. De ahí la presencia de oraciones, siglas, nombres, cifras, figuras míticas, lugares reconocibles. Solo que ningún pretexto logra adquirir connotaciones explícitas; la violencia del trazo o la opacidad convierten al hombre y su circunstancia en fragmentos de ceniza.
La totalidad abstracta domina una perspectiva matérica de líneas encrespadas. Ello no impide que emerjan transparencias figurativas en rostros o artefactos-residuos de la guerra, para anclar en el tiempo devorado por la erosión histórica.
La confirmación de tal vaticinio lo encarnó el Vía Crucis de Paul Celan (Carnauti, Rumanía 1920-París, 1970). Éste poeta de origen judío y habla alemana, nació para donar experiencias traumáticas a quienes rondan por la vida sin atreverse a nada. Muchos tienden a olvidar que el mayor riesgo radica en no arriesgar.
Sarcasmo contra los vacilantes que prefieren “ir al seguro”, amparados por la prudencia y el temblor. Patología de individuos sometidos a ideologías fascistoides, quienes dilatan “la muerte en vida” con terapias de falsa conciencia.
Celan sobrevivió en la paradoja de expresarse en el idioma de quienes asesinaron a sus padres. La sombra de la duda fulmina magras certezas: Paul traicionó a su esposa que intentó matar; se engañó cuando visitó a Martín Heidegger en 1967, refugiado entre los abetos de la Selva Negra. Celan quería escuchar al autor de Ser y tiempo arrepintiéndose de su filiación nazi, ruborizado de vergüenza.
Desilusión presocrática: creer que poesía y filosofía convergen por naturaleza. La cabaña de Todtnauberg, el atuendo campestre de Heidegger, cruzadas anti-metafísicas. Claire Goll, literata y venenosa sensacionalista, testimonia que a Celan lo obsesionó el concilio imposible de opuestos cómplices, la tregua ideológica, esa bestialidad disfrazada de humanismo que lo condujo al delirio.
El trasiego del “sufridor ejemplar” reveló al individuo abogando por el sentido común, ausente de una época que Paul Celan personificó arrojándose al Sena una noche desde el Puente Mirabeau. Según apunta Gustave Flaubert en su diccionario, el suicidio es prueba irrefutable de cobardía; para otros, evidencia de una soledad cósmica. En el “caso Celan”, culmina en una “mística del pánico”.
A la hora del recuento, el saldo de sus insomnios es una concatenación de lo sublime y lo ridículo. Acusado de plagio y rechazado por la editorial Gallimard, su posteridad reencontró el camino gracias a un acto de fe. George Steiner, un letrado francés de origen judío y custodio del silencio en Heidegger, entronizó a Paul Celan como poeta cimero en lengua alemana del siglo veinte.
Era el preludio de una reivindicación poética, que evolucionó al trasgredir el marco literario del verso impreso. Un hallazgo-pistola frente al coloquialismo recitativo.
“Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje”
_(Paul Celan)
Anselm Kiefer (n.1945) es un productor visual alemán, quien plantó bandera desde 1993 en el cantón francés de Barjac. Allí, entre una vegetación agradecida de la soledad, este “hijo bastardo de Auschwitz” concibe instalaciones-ambientes tan plásticamente monstruosas como sus referentes. Tras la cortina de humo que levantan sus mochos de tabaco y vestido de negro, Kiefer recibe a los enviados del mainstream, para colegiar o mostrarles su vorágine artística, lejos de casa.
Quienes alcanzaron husmear en cada recodo de su laberinto experimental entre vigas, químicas y girasoles, coinciden en que de “La República Kiefer” emplazada en una zona boscosa, fueron expulsados los partidarios del romanticismo ecológico, en nombre de una racionalidad mito-poética estrictamente personal.
Kiefer fabula con el hierro oxidado, plomo derretido, telas rústicas. A ello se le agrega cierta adoración por la sublimación heroica de una humanidad arrasada. Los tópicos de gestos neo-expresionistas en diversos soportes abarcan leyendas egipcias, alquimia, el éxodo judío, la ocupación napoleónica o el holocausto.
A principios de los años setenta, la obra de Kiefer generó cierto rechazo: el “pintor salvaje” hastiado del minimalismo clásico (Donald Judd, Sol LeWitt, Dan Flavin) y desmarcado del graffiti urbano del Bronx (“Futura 2000”, Keith Haring, Basquiat), les recordaba a sus compatriotas amnésicos el pasado vigente del Tercer Reich.
Kiefer ansiaba romper con esa ambigüedad infantil de sus tempranos ejercicios conceptuales, cuando se hacía fotografiar reproduciendo el saludo hitleriano (al vacío) en sitios públicos. Luego le obsesionará “convencer” optando por el auto-masaje retiniano, sin replegarse a una vil seducción inmediata.
Más que una “pintura literaria”, Kiefer articula un simbolismo donde puede inspirarse en la ópera Parsifal de Richard Wagner o en la liturgia cristiana del Domingo de Ramos. De ahí la presencia de oraciones, siglas, nombres, cifras, figuras míticas, lugares reconocibles. Solo que ningún pretexto logra adquirir connotaciones explícitas; la violencia del trazo o la opacidad convierten al hombre y su circunstancia en fragmentos de ceniza.
La totalidad abstracta domina una perspectiva matérica de líneas encrespadas. Ello no impide que emerjan transparencias figurativas en rostros o artefactos-residuos de la guerra, para anclar en el tiempo devorado por la erosión histórica.
“/La muerte es el amo de Alemania su ojo es azul/Te pega con sus balas de plomo su puntería es certera/vive un hombre en la casa tu dorado pelo Margarete/él lanza sus policías contra nosotros nos garantiza una fosa en el aire/ él juega con las serpientes y los sueños la muerte es el amo de Alemania/ tu pelo dorado Margarethe/tu ceniciento pelo Shulamith/”.
Dichas estrofas de Paul Celan pertenecen al poema Todesfuge (1945), incluido en su cuaderno De Amapola y Memoria (1952). Fuga de la muerte surgió a partir del confinamiento del poeta en el campo de exterminio de Lublin, Polonia. Allí los reos eran obligados a interpretar canciones nostálgicas, mientras cavaban sus tumbas.
Margarethe esboza a la heroína romántica del Fausto de Goethe y representa a la “auténtica” rubia alemana; Shulamith es la judía incinerada que asume el rol de imagen arquetípica en el Cantar de los Cantares, libro canónico de la cultura hebreo-bíblica también llamado como el Cantar de Salomón, una autoría ficticia.
Como parte de la serie dedicada a los campos de concentración, Anselm Kiefer se inspiró en el poema de Celan. Tu dorado pelo, Margarethe (1982) es una apropiación alegórica que conserva el aura fantasmal del texto. Quizás por ello solo es posible distinguir rastros o huellas mutantes del cuerpo-testimonio de la orfandad. En la composición de Kiefer, la rubia teutona es un haz de paja dorada; la judía Shulamith, una conjugación de sustancias quemadas en grises o negros.
La tragedia íntima del escritor configura un espectro colectivo, que deambula por un área donde ningún objeto íntimo o memorialístico reposa en la tela. La musa del cuadro es la palabra que falta, disfuncional como accesorio verbal.
En nombre de un ajuste de cuentas, el poeta en versos (Celan) resucita en la maniobra de un pintor en actos (Kiefer). Anselm traduce sobre un lienzo lo que no padeció en carne propia y lo hace suyo. La estética de la desaparición encarna un paisaje después de la batalla. El vacío de la figura humana es el lleno del caos. “La vida es siempre la muerte de alguien”, dijo Antonin Artaud, harto de visiones.
Paul Celan es una figuración omnisciente en la movida artística contemporánea. De otra manera, lo rescató del “cerco literario” la artista colombiana Doris Salcedo, al fraguar el proyecto de abrir con martillos neumáticos una grieta que “seccionó” en “bandos contrarios” la Sala de las Turbinas de la Tate Modern londinense.
Una versión instalativa de un poema de Celan motivó y sirvió de título a la pieza- boomerang de una experta en visualizar catástrofes periféricas, para luego exhibirlas y venderlas como golosinas en ferias y subastas de arte.
Si antes la Salcedo reconstruía el espacio íntimo del abuso de poder en regiones apartadas de Colombia o los desequilibrios entre civilización y barbarie, esta vez generó una “situación construida” de límites virtuales y expansiones simbólicas.
Shibboleth (2007) refería a un pasaje del Antiguo Testamento. Este describe cómo los miembros de una tribu mataban a los de otra que pronunciaban esa palabra de manera diferente. Lección de autoritarismo primitivo. Esta halló su traducción visual en un emporio cult del arte contemporáneo. Doris Salcedo manipuló la historia poetizada por Celan, tal vez asistida por el olfato precursor de Kiefer.
Así, mientras un productor cotiza su valor con la resaca mediática de una cicatriz artificial que el tiempo recolocará en el espacio, el ánima sola de Paul Celan evoca al Prometeo del relato kafkiano: “Los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida se cerró de cansancio”. Prometeo, Kafka, Celan: almas redimidas por el dolor en una sentencia de Maurice Blanchot: “El cansancio tiene un gran corazón”.
Margarethe esboza a la heroína romántica del Fausto de Goethe y representa a la “auténtica” rubia alemana; Shulamith es la judía incinerada que asume el rol de imagen arquetípica en el Cantar de los Cantares, libro canónico de la cultura hebreo-bíblica también llamado como el Cantar de Salomón, una autoría ficticia.
Como parte de la serie dedicada a los campos de concentración, Anselm Kiefer se inspiró en el poema de Celan. Tu dorado pelo, Margarethe (1982) es una apropiación alegórica que conserva el aura fantasmal del texto. Quizás por ello solo es posible distinguir rastros o huellas mutantes del cuerpo-testimonio de la orfandad. En la composición de Kiefer, la rubia teutona es un haz de paja dorada; la judía Shulamith, una conjugación de sustancias quemadas en grises o negros.
La tragedia íntima del escritor configura un espectro colectivo, que deambula por un área donde ningún objeto íntimo o memorialístico reposa en la tela. La musa del cuadro es la palabra que falta, disfuncional como accesorio verbal.
En nombre de un ajuste de cuentas, el poeta en versos (Celan) resucita en la maniobra de un pintor en actos (Kiefer). Anselm traduce sobre un lienzo lo que no padeció en carne propia y lo hace suyo. La estética de la desaparición encarna un paisaje después de la batalla. El vacío de la figura humana es el lleno del caos. “La vida es siempre la muerte de alguien”, dijo Antonin Artaud, harto de visiones.
Paul Celan es una figuración omnisciente en la movida artística contemporánea. De otra manera, lo rescató del “cerco literario” la artista colombiana Doris Salcedo, al fraguar el proyecto de abrir con martillos neumáticos una grieta que “seccionó” en “bandos contrarios” la Sala de las Turbinas de la Tate Modern londinense.
Una versión instalativa de un poema de Celan motivó y sirvió de título a la pieza- boomerang de una experta en visualizar catástrofes periféricas, para luego exhibirlas y venderlas como golosinas en ferias y subastas de arte.
Si antes la Salcedo reconstruía el espacio íntimo del abuso de poder en regiones apartadas de Colombia o los desequilibrios entre civilización y barbarie, esta vez generó una “situación construida” de límites virtuales y expansiones simbólicas.
Shibboleth (2007) refería a un pasaje del Antiguo Testamento. Este describe cómo los miembros de una tribu mataban a los de otra que pronunciaban esa palabra de manera diferente. Lección de autoritarismo primitivo. Esta halló su traducción visual en un emporio cult del arte contemporáneo. Doris Salcedo manipuló la historia poetizada por Celan, tal vez asistida por el olfato precursor de Kiefer.
Así, mientras un productor cotiza su valor con la resaca mediática de una cicatriz artificial que el tiempo recolocará en el espacio, el ánima sola de Paul Celan evoca al Prometeo del relato kafkiano: “Los dioses se cansaron; se cansaron las águilas; la herida se cerró de cansancio”. Prometeo, Kafka, Celan: almas redimidas por el dolor en una sentencia de Maurice Blanchot: “El cansancio tiene un gran corazón”.
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