¿A quién llamamos poeta? ...igual que otros con las drogas o con el alcohol.

Joseph Brodsky: ¿A quién llamamos poeta?

Comparto a continuación un fragmento de un ensayo escrito por Joseph Brodsky (Leningrado, 1940 – Nueva York, 1996), el poeta ruso quien fuera el ganador del premio Nobel de Literatura en 1987.  Inversión de lectura: 5 minutes

Aunque hablar sobre males políticos resulta algo tan natural como la digestión para alguien cuya lengua materna es el ruso, me gustaría cambiar ahora de tema. Lo malo de los discursos sobre obviedades es que corrompen la conciencia por la facilidad y la rapidez con que nos proporcionan la tranquilidad moral de hallarnos en lo cierto. Ahí reside su tentación, similar en su naturaleza a la tentación del reformista social que engendra esos males. El hecho de haberse dado cuenta de esa tentación, y de haberla rechazado, puede explicar en cierto modo el destino de muchos escritores contemporáneos, responsables de la literatura surgida de sus plumas. Tal literatura no intentaba huir de la historia y silenciar la memoria, como podría parecer desde fuera. «¿Cómo se puede escribir poesía después de Auschwitz?», preguntaba Adorno; y cualquiera que esté familiarizado con la historia rusa podría repetir la pregunta cambiando tan solo el nombre del campo de concentración, y quizá con más razón aún, pues el número de personas que murieron en los campos de Stalin sobrepasa con mucho el de las víctimas de los campos de concentración alemanes. «¿Y cómo se puede comer después de Auschwitz?», replicó en una ocasión el poeta americano Mark Strand… En cualquier caso, la generación a la que pertenezco ha demostrado ser incapaz de escribir poesía.
Esta generación (nacida precisamente cuando los hornos crematorios de Auschwitz trabajaban a toda máquina, cuando Stalin está en el cénit de su poder absoluto, divino, que parecía patrocinado por la propia Madre Naturaleza) llegó al mundo, por lo visto, para continuar la senda que pretendían interrumpir los hornos crematorios y las tumbas anónimas del archipiélago de Stalin. El hecho de que no todo quedara interrumpido, al menos en Rusia, puede atribuirse en gran parte a mi generación, y me siento tan orgulloso de ello como de hallarme hoy aquí ante ustedes. El propio hecho de hallarme hoy aquí constituye un reconocimiento a los servicios prestados por mi generación a la cultura de mi país; y podría añadir, parafraseando a Mandelstam, a la cultura mundial. Mirando retrospectivamente, puedo ahora afirmar que empezamos en un territorio vacío (de hecho, terriblemente asolado) y, de forma más intuitiva que deliberada, aspiramos precisamente a la recreación de la continuidad cultural, a la reconstrucción de sus formas y tropos, para llenar sus pocas formas supervivientes, a menudo contemporizadoras en exceso, de un contenido nuestro, nuevo (o así nos lo parecía) y contemporáneo.
Podíamos haber seguido otra senda: la senda de la deformación, la poética de la ruina y el escombro, del minimalismo, del nudo en la garganta. Si la rechazamos, no fue por su supuesto exceso de dramatismo ni porque quisiéramos preservar por encima de todo la nobleza hereditaria de las formas culturales conocidas, equivalentes, en nuestra conciencia, a las formas de la dignidad humana. La rechazamos porque en realidad la elección no era nuestra sino de la cultura. Y, de nuevo, esta elección era, más que moral, estética.
Sin duda, lo natural es que una persona se vea a sí misma no como instrumento de cultura sino, al revés, como su creador y guardián. Pero si hoy afirmo lo contrario no es porque quede bien parafrasear, a finales del siglo XX, a Plotino, Lord Shaftesbury, Schelling o Novalis, sino porque, a diferencia de los demás, un poeta sabe que lo que comúnmente se llama la voz de la Musa es, en realidad, el dictado de la lengua; que no es la lengua su instrumento sino él el medio utilizado por la lengua para sobrevivir. No obstante, por mucho que pueda pensarse en ella (muy adecuadamente, por cierto) como una especie de ser vivo, la lengua no es capaz de elecciones éticas.
Una persona se pone a escribir un poema por diversas razones: para ganarse el corazón del ser amado; para expresar su actitud ante la realidad circundante, ya sea un paisaje o la situación política; para reflejar su estado de ánimo en un determinado momento; para dejar —tal es al menos su intención— alguna huella en este mundo. Lo más probable es que recurra a esta forma —el verso— por razones inconscientemente miméticas: el negro y vertical coágulo de palabras en medio del blanco de la página le debe de recordar su propia situación en el mundo, el equilibrio entre el espacio y su cuerpo. Pero al margen del mayor o menor efecto que produzca en sus lectores lo surgido de su pluma, la consecuencia inmediata de esta empresa es la sensación de entrar en contacto directo con la lengua, o, más exactamente, la sensación de quedar sometido a una inmediata dependencia respecto de ella, a todo lo que con ella se ha expresado, escrito y conseguido.
Tal dependencia es absoluta, despótica, pero también liberadora. Pues, aun siempre de más edad que el escritor, la lengua sigue poseyendo la colosal energía centrífuga conferida por todo el tiempo que tiene por delante. Y este potencial temporal no solo queda determinado cuantitativamente por el tamaño de la nación que habla tal lengua (aunque sin duda este hecho resulta determinante) sino por la calidad de la poesía que en ella se escriba. Baste recordar a los autores de la Antigüedad griega y romana; baste recordar a Dante. Y, así, lo que hoy se escribe en ruso o inglés, por ejemplo, garantiza la existencia de estas lenguas también durante el próximo milenio. El poeta, permítanme repetirlo, es el medio de supervivencia de la lengua; o como dijo mi amado Auden, la lengua vive a través del poeta. Yo, que escribo versos, dejaré de existir; y también quien los lee. Pero la lengua en que están escritos y en que se leen permanecerá, y no solo porque la lengua sea más duradera que el hombre, sino porque es más capaz de mutación.
Sin embargo, quien escribe un poema no lo escribe porque pretenda alcanzar la fama en la posteridad, aunque suele albergar la esperanza de que el poema le sobreviva, al menos durante un tiempo. Quien escribe un poema escribe porque la lengua le inspira —cuando no le dicta— el siguiente verso. Por lo general, al empezar un poema el poeta no sabe qué curso va a tomar, y muchas veces él es el primer sorprendido, pues a menudo el resultado es mejor de lo esperado, a menudo su pensamiento le lleva más lejos de lo que creía. Y ese es el momento en que el futuro de la lengua invade el presente.
Existen, como sabemos, tres modos de conocimiento: el modo analítico, el modo intuitivo y el modo de los profetas bíblicos, la revelación. Lo que distingue a la poesía de otros géneros literarios es su utilización de los tres modos a la vez (aunque sobre todo del segundo y del tercero). Los tres, en efecto, se dan en la lengua; y hay ocasiones en que, mediante una simple palabra, una simple rima, el que escribe un poema se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba. Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo. Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la experiencia; establecemos una dependencia total con este proceso, al igual que otros con las drogas o con el alcohol. A quien establece esta especie de dependencia con la lengua es, supongo, a quien llamamos poeta.
1987.
Fragmento de: “Del dolor y la razónInusual semblante, parte III de la conferencia del Premio Nobel Joseph Brodsky. Traducción del inglés de Antoni Martí García, Editorial Siruela.

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