aquel cuadro que le cambió la vida, que la salvó.
«La Inmaculada del Escorial», de Murillo - MUSEO DEL PRADO
¿Para qué sirve el arte?, se han preguntado muchos críticos a lo largo de la Historia. Hay quienes creen que para nada y que ahí reside precisamente su importancia. Pero, lejos de explicaciones tan filosóficas, las hay mucho más románticas. En 1817 Stendhal visitó la Santa Croce de Florencia. «Me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme», relataba el escritor. Sufrió el que se conoce desde entonces como Síndrome de Stendhal, aquel que puede padecer una persona tras exponerse en exceso a obras de arte especialmente hermosas. Suele ocurrir paseando por Florencia, por Roma... salvo que te llames Jep Gambardella y seas inmune a la gran belleza de la Ciudad Eterna.
Pero hay historias reales que, aunque no han salido de la mente de un gran guionista, merecerían ser contadas en un libro o en la gran pantalla. Hace un par de días una mujer japonesa se acercó al Museo del Prado. Hasta ahí nada original, pues hordas de compatriotas inundan a diario la pinacoteca. Ella no se dirigió, como cabría esperar, a la sala donde cuelgan «Las Meninas» de Velázquez, ni a la que alberga «El Jardín de las Delicias» del Bosco. Puso rumbo alas salas de Murillo. Buscó y buscó un cuadro en concreto. Una «Inmaculada Concepción». Posiblemente, se toparía en su camino con la hermosísima «Inmaculada Concepción de Aranjuez» (procede de la real capilla de San Antonio, en el Palacio de Aranjuez) o con la no menos espléndida «Inmaculada Concepción de los Venerables» (fue encargada por Justino de Neve para el hospital de los Venerables de Sevilla).
Una veintena de versiones
El pintor sevillano llegó a hacer una veintena de versiones de este tema, más que ningún pintor español de su época, creando una iconografía propia del asunto con la que ganó un notable éxito: representa a la Virgen vestida de blanco y azul, con las manos juntas o cruzadas sobre el pecho, pisando la luna y mirando al cielo.
Pero, volvamos a nuestra protagonista, a la que habíamos dejado tratando de localizar el cuadro que busca con tanto ahínco: «La Inmaculada del Escorial», un gran óleo de 206 por 144 centímetros pintado por Murillo hacia 1660-1665. Es una de las versiones más emotivas que pintó en su carrera. Se cree que pudo ser adquirida en Sevilla por Carlos III, quien la incorporaría a las colecciones reales. Posiblemente, colgaría en la habitación del infante don Carlos en el Palacio Real. Ante su desconcierto, la mujer pregunta a los vigilantes de sala. Éstos le comentan que no se halla expuesta: está en el taller de marcos del edificio de Moneo, pasando una puesta a punto. La obra fue prestada al Museo de Bellas Artes de Sevilla, formando parte de la exposición central del IV centenario del nacimiento del pintor, que mantuvo sus puertas abiertas del 29 de noviembre de 2018 al pasado 17 de marzo. Y en junio viajará al Museo de Bellas Artes de Álava, en Vitoria, como parte del proyecto del bicentenario del Prado «De gira por España».
Para sorpresa de los vigilantes, la mujer llora desconsoladamente. No saben qué ocurre. «Lost in Translation», cual Bill Murray y Scarlett Johansson en la película de Sofia Coppola, que transcurre precisamente en Japón, deciden llamar a Minako Wada, restauradora de papel de la pinacoteca, que es japonesa. Acude a las salas. La mujer le explica su conmovedora historia. En 2006 viajó a Japón una muestra con 81 obras maestras del Museo del Prado, comisariada por Juan J. Luna, que fue un rotundo éxito de público: había obras del Greco, Velázquez, Ribera, Zurbarán, Murillo, Goya, Tiziano, Rubens, Van Dyck... Su primera parada fue Tokio, donde recibió más de 500.000 visitantes, y después recaló en Osaka.
Fuerte sacudida
Fue en esta ciudad donde la protagonista de nuestra historia acudió a visitar la muestra. Tras dos horas de cola, entró y pudo contemplar la «Inmaculada del Escorial», que le sacudió por dentro. Al parecer, se hallaba destrozada, porque la vida le había golpeado muy duro y ya no tenía ganas de continuar. «Si en este mundo hay cosas tan hermosas como este cuadro, merece la pena seguir viviendo», se dijo entonces. Aquella «Inmaculada» de Murillo le produjo tal emoción que le dio fuerzas para no tirar la toalla. Trece años después, viajaba a Madrid y quería volver a ver aquel cuadro que le cambió la vida, que la salvó. De ahí su impotencia y sus lágrimas.
Miguel Falomir, director del Prado, suele pasear habitualmente por las salas del museo. Le gusta sondear las reacciones del público. Allí conoció la historia de la desconsolada japonesa, a la que, por supuesto, se permitió el acceso al taller de marcos para que volviera a ver a su salvadora. Un melodrama (¿no se quedan con ganas de saber más detalles?) con final feliz. The End.
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