Saber morir nos libera de toda esclavitud y obligación



 De sesenta y treinta y tres años, Stefan y Lotte dijeron adiós tras la ingesta de un sedativo. La despedida fue una carta de agradecimiento a su patria adoptiva:
Antes de dejar la vida por mi propia voluntad y en pleno uso de mis facultades mentales, me urge cumplir con un último deber: agradecer de todo corazón a este maravilloso país que es Brasil que nos haya ofrecido a mí y a mi trabajo una tregua tan bondadosa y hospitalaria. He aprendido a querer a este país más cada día y en ningún otro lugar me hubiese gustado más reconstruir de nuevo mi vida, una vez que el mundo de mi propia lengua se ha hundido para mí, y Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma.
Pero una vez cumplidos los sesenta años haría falta una fuerza especial para empezar otra vez de nuevo. Y las mías están agotadas por los largos años de peregrinar sin patria. Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra.
Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos.
22 de febrero de 1942
Stefan Zweig  junto a su mujer en su casa del exilio en Petrópolis, Brasil.

El suicidio estuvo siempre presente en la vida de Stefan y fue también un argumento literario en al menos ocho de sus obras; entre ellas, Carta de una desconocida y 24 horas de la vida de una mujer. Depresivo, sin una medicación apropiada -pues odiaba a los médicos, incluso a aquellos que recetaban remedios para el alma-, padecía un insomnio permanente que únicamente se lo aminoraban los somníferos. A medida que el tiempo fue pasando, él mismo se convirtió en el principal peligro para sí mismo. Lotte no sabía qué hacer, incluso se encontraba más aislada y solitaria que él; y él, sin libros, con gran parte de sus mejores amigos muertos, arriesgando su nombre y su dignidad en un país al borde de entregarse en manos de los alemanes. Stefan Zweig lee en la prensa noticias desesperanzadoras. En los periódicos de Río se habla ya de ensayos de alarmas antiaéreas y de la presencia de espías nazis. A pesar de todo, durante esos últimos días tuvo algunos momentos de optimismo al retomar la escritura sobre Montaigne; pero, como le había escrito en una carta a su buen amigo Sigmund Freud, el libro que de verdad necesitaría escribir debería versar sobre la tragedia del judaísmo.




Sweig escogió Brasil para huir de la guerra y de su propia angustia. En el exilio, la sombra del nazismo lo perseguiría hasta llevarlo al suicidio.  Llegó solo, sin su esposa. Era sábado. El alcalde de Petrópolis ofrecía una recepción en el palacio municipal y Zweig, cada vez menos dado a las apariciones públicas, acabó aceptando. Veinte años atrás hubiera encandilado a los invitados con su habitual encanto, la sonrisa de niño que reclama atención, la mirada pícara. Pero aquel 7 de febrero de 1942, Zweig se sentó en la baranda de la terraza y apenas se movió. En las fotos de los meses que pasó en Brasil aparece delgado, ensimismado, apagado.
El escritor más prolífico de la generación de entreguerras parecía un tintero vacío. Antes de volver a casa charló unos minutos con su vecina, la poetisa Gabriela Mistral. Como si fuera una anticipación, hablaron de flores.
Dos semanas después Zweig moriría en su casa de la sierra en Petrópolis, en el estado de Río de Janeiro, convencido de que los nazis dominarían el mundo, atormentado porque América, tan lejos entonces de Europa, dejaba de ser un refugio.  Stefan Zweig nació en Viena en noviembre de 1881. De pequeño iba con sus amigos a la puerta del Palacio de la Ópera a pedir autógrafos a actores, actrices y compositores. Los coleccionaba. Ya entonces le fascinaban los grandes autores, guardaba estampitas con sus rostros y pedazos de papel con sus trazos de pluma.
Años después, ya convertido en escritor de éxito, compró un pupitre que había pertenecido a Beethoven. En otra ocasión alquiló una casa en Viena y se maravilló al descubrir que su vecina de abajo era la nieta de Goethe, su única pariente viva, un vínculo mágico con uno de los autores que más admiró.
A tanto llegó su afán coleccionista que incluso una vez, en 1933, adquirió el manuscrito de uno de los primeros discursos de Hitler en Alemania. Zweig era un producto típicamente vienés. A finales del siglo xix, Viena es el centro cultural del mundo moderno. Hijo de un próspero empresario textil, Zweig empieza a escribir poemas antes de cumplir veinte años. Los manda a revistas locales, escribe a sus ídolos literarios. Pronto empieza a cartearse con su compatriota Sigmund Freud y con el poeta belga Émile Verhaeren. El escritor llegó a la sierra fluminense con Lotte a finales de 1941. La casa de Petrópolis es minúscula, una mota de polvo al lado del castillo que habitó Zweig en Salzburgo, 77 metros cuadrados. Junto a la sala, el cuarto apenas daba para dos camas, una pila para lavarse, dos mesitas de noche, cinco pasos de largo por dos de ancho.  Zweig fue allí a quedarse quieto, a desaparecer, negaba así su vida de dandy viajero, se instalaba en el sosiego de la serranía, como un invierno austral, cuando nada pasa.
En Petrópolis el tiempo se derretía en puro tedio: el asma de su esposa se acentuaba, su perro estaba lleno de pulgas, usaba dentadura postiza desde hacía un tiempo y no había forma de entenderse con los criados, el portugués se le resistió. No tenía prácticamente amigos. En otra carta a Friderike, se quejaba: “Notamos la falta de conversaciones con gente de nuestro nivel”.
El austríaco se refugió en sus libros, en su terraza de baranda de piedra. En noviembre de 1941, Lotte le regaló por su cumpleaños las obras completas de Balzac. Zweig planeaba desde hacía décadas escribir una biografía sobre el escritor francés, pero se le resistía. En esos días llegó un paquete a Petrópolis. Eran las obras completas de Montaigne, regalo de Friderike. Zweig planeaba escribir también sobre él.
El 22 de febrero de 1942, Zweig y Lotte comieron en una confitería del centro de Petrópolis. Al salir, pasaron por la oficina de correos para que el autor mandase sus últimas cartas. Finalmente volvieron a casa, al cuarto de donde ya no salieron, a la soledad de sus dos camas, al silencio final. ¿Qué hicieron entonces? ¿Se amaron? ¿Callaron? “Un acto así”, escribió Albert Camus, “se prepara en el silencio del corazón, como las grandes obras de arte”.
Al día siguiente la criada del matrimonio se extrañó de que tardasen tanto en levantarse. La pareja no madrugaba últimamente, los problemas asmáticos de Lotte impedían que tuviesen un sueño tranquilo. Pero dieron las dos, las tres, las cuatro de la tarde. Al final la criada abrió la puerta y entonces…Se suicidaron en pareja. Emularon al poeta alemán Heinrich von Kleist y a su compañera, que se habían quitado la vida en 1911. En su biografía sobre Kleist, Zweig había escrito que al poeta le aterraba la soledad de la muerte. Quizás por eso… “Yo creo que primero”, dice Álvaro Abós, “lo que explica en primera instancia su muerte, es la cantidad de suicidas alemanes en el exilio.
Ellos pensaron que Hitler iba a destruir el mundo y que eso era imparable, todos lo pensaban. Es como lo que dijo Nietzsche: ‘Cuando la luz ya no ahuyenta la noche ni el dolor’ ”.
Escribió 21 cartas de despedida e instruyó a su albacea para devolver los libros que tenía en préstamo de la Biblioteca de Petrópolis; incluso dejó instrucciones para que su perro Plucky encontrase un nuevo hogar, pero dejó un libro inacabado, una biografía sobre el pensador francés Michel de Montaigne. Se le resistió.
Recluido en su castillo, cuatro siglos atrás, Montaigne escribió: 
“Saber morir nos libera de toda esclavitud y obligación”.
La policía encontró dos cajitas de fósforos en la mesa de noche más cercana a Zweig. Dines y Abós cuentan que en aquella época, mediados del siglo xx, se podían conseguir fácilmente pastillas de morfina y que se guardaban en cajitas así. Las autoridades brasileñas nunca practicaron la autopsia a los cadáveres y el interrogante permanece hasta hoy.
Muerto, rígido, Zweig semejaba un mar en calma. En las imágenes que se guardan de aquel día, el escritor parece sumido en un sueño profundo, con la boca medio abierta y las manos sobre el pecho. La poetisa chilena Gabriela Mistral, vecina de la pareja en Petrópolis, mandó una carta al suplemento cultural de La Nación dos días después: “Al fin entré en el dormitorio y estuve allí no sé cuánto tiempo sin levantar la cabeza. Yo no podía o no quería ver. En dos pequeños lechos juntos estaba el maestro, con su hermosa cabeza solamente alterada por la palidez. La muerte violenta no le dejó violencia alguna”.
A su muerte todos hablaron. El escritor bahiano Jorge Amado, que había condenado Brasil, país de futuro aun sin leerlo, escribió: “Todo el drama humano del escritor y su mujer escapó a mi visión”. En Buenos Aires, el escritor Luis Reissig dijo que había sido “un fanático de la independencia”, como Erasmo. Luego hubo quien le ignoró e incluso le criticó.
Victoria Ocampo, directora de la revista Sur, ni siquiera mencionó su muerte. Desde Chile, el poeta Pablo Neruda condenó la “cobardía” del austríaco: “Es la muerte de un hombre que nada tiene que hacer ya en la tierra en un momento de grandes tareas”.
La última corbata de Zweig fue de color negro. Una mancha de sudor le cubría la camisa sobre el torso, quizá, como señala Álvaro Abós, porque “morir es un trabajo que exige muchas energías”. Ambos aparecieron en la misma cama, de anchura castrense, ella enroscada al brazo de su esposo y sus facciones alteradas, un rostro ajeno al mundo que acababan de dejar. Por la posición de los cuerpos, es fácil suponer que Zweig murió antes y Lotte después.

En la pieza no había libros, ni manuscritos, ningún texto en las mesillas de noche o en el suelo.  fuente:

Las flores de Stefan Zweig

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