El Fogonero: Venimos de allá, de un mundo raro
El Fogonero: Venimos de allá, de un mundo raro: (Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)
Mi generación nació entre los años sesenta y setenta del siglo pasado. Cuando el último de nosotros muera, será el testigo que más cambios vio en la historia de la humanidad. Vinimos a un mundo donde todo estaba más o menos igual que cuando nuestros padres y abuelos lo hicieron, el de nuestros nietos será impensable hasta para H. G. Wells.
En 1967 (el año en que llegué por el Paradero de Camarones) los teléfonos apenas servían para hablar, en las máquinas de escribir solo se podía escribir, las cámaras fotográficas no hacían más que fotografías y la televisión era una pesada caja de madera alrededor de la cual se reunía la familia todas las noches.
Hay una cifra que ayuda a entender la velocidad con la que han ido cambiando las cosas. Para alcanzar los 50 millones de usuarios, el teléfono necesitó 75 años; la radio, 38; la televisión, 13; internet, 5; Facebook, 1, y Twitter ¡9 meses! Hay muchos individuos que, sin moverse de sus casas, escriben tuits que alcanza más lectores que cualquier página del New York Times.
Ayer estuve mirando una foto de mi espacio de trabajo hace 15 años. A mi alrededor tenía varios de los objetos más avanzados de aquella época (hablo del 2001, el año en que Stanley Kubrick ubicó su “Odisea del espacio”): casetes, disquetes, películas en VHS, discos compactos, una walkman y ¡hasta un Zip!
Todos han desaparecido o ya apenas se usan. En aquella época tenía una larga rutina en las mañanas: bajaba hasta al portón del edificio a buscar el periódico, me sentaba frente al televisor a ver el noticiero de CNN y luego buscaba el parte del tiempo en una televisora local.
Ahora tengo todo eso y cada uno de los objetos que había sobre el escritorio, están dentro de mi iPhone. No tengo que salir de él para encontrar nada… nada que no sea Diana Sarlabous y el primer café junto a ella. El placer de esa conversación, viendo como el día se levanta lentamente, no hay aplicación que pueda sustituirlo.
Por eso, solo por eso, no cambiaría la época que me tocó vivir por ninguna otra. Somos los últimos testigos del milenio pasado y los primeros del actual, ese que alcanzó la mayoría de edad junto con nuestros hijos. Por eso lo conocemos como si los hubiéramos parido.
Hace unos días me preguntaron si prefería los libros de papel o ya me había adaptado a los digitales. Como en todo, respondí, vivo en los dos mundos. Aunque, en honor a la verdad, cuando leo en el iPad un libro que me gusta mucho, voy a la librería y lo compro para tenerlo también en papel.
No es que desconfíe de la pantalla, es que hay textos que, además de ser leídos y subrayados, merecen ser olidos y manoseados. Ese es el caso de Relámpagos, la novela de Jean Echenoz que está inspirada en la vida Nikola Tesla. Cuando acabé el libro no quería salir de él. Poder tocarlo, releer los mejores pasajes en el papel, garabatearlo, me ayudó a sobrellevar el luto que significó alcanzar su última página.
Cuando era adolescente oía música sin parar. Recuerdo que para no perder tiempo rebobinando los casetes, lo hacía a mano, con un lápiz. Ese acto resultaría incomprensiblemente absurdo para las generaciones actuales, que siempre encuentran las cosas que quieren escuchar o ver con solo hacer clic y dar play.
Vengo de una época donde conseguir el disco que nos gustaba producía una alegría incalculable. A veces tardábamos días, semanas y hasta meses en recibir la respuesta de una carta de amor. No es que tenga nada en contra de la velocidad que tiene el mundo actualmente, es que sé cómo era antes y tengo la capacidad de quitar el pie del acelerador.
Muchas veces al día hago cosas que equivalen a rebobinar el casete con un lápiz. El domingo pasado, Diana y yo miramos a la tarde caer sobre Santo Domingo sin decir nada, sin atender a ninguna pantalla. Sabemos cómo hacerlo, porque venimos de allá, de un mundo raro, donde eso era posible.
Mi generación nació entre los años sesenta y setenta del siglo pasado. Cuando el último de nosotros muera, será el testigo que más cambios vio en la historia de la humanidad. Vinimos a un mundo donde todo estaba más o menos igual que cuando nuestros padres y abuelos lo hicieron, el de nuestros nietos será impensable hasta para H. G. Wells.
En 1967 (el año en que llegué por el Paradero de Camarones) los teléfonos apenas servían para hablar, en las máquinas de escribir solo se podía escribir, las cámaras fotográficas no hacían más que fotografías y la televisión era una pesada caja de madera alrededor de la cual se reunía la familia todas las noches.
Hay una cifra que ayuda a entender la velocidad con la que han ido cambiando las cosas. Para alcanzar los 50 millones de usuarios, el teléfono necesitó 75 años; la radio, 38; la televisión, 13; internet, 5; Facebook, 1, y Twitter ¡9 meses! Hay muchos individuos que, sin moverse de sus casas, escriben tuits que alcanza más lectores que cualquier página del New York Times.
Ayer estuve mirando una foto de mi espacio de trabajo hace 15 años. A mi alrededor tenía varios de los objetos más avanzados de aquella época (hablo del 2001, el año en que Stanley Kubrick ubicó su “Odisea del espacio”): casetes, disquetes, películas en VHS, discos compactos, una walkman y ¡hasta un Zip!
Todos han desaparecido o ya apenas se usan. En aquella época tenía una larga rutina en las mañanas: bajaba hasta al portón del edificio a buscar el periódico, me sentaba frente al televisor a ver el noticiero de CNN y luego buscaba el parte del tiempo en una televisora local.
Ahora tengo todo eso y cada uno de los objetos que había sobre el escritorio, están dentro de mi iPhone. No tengo que salir de él para encontrar nada… nada que no sea Diana Sarlabous y el primer café junto a ella. El placer de esa conversación, viendo como el día se levanta lentamente, no hay aplicación que pueda sustituirlo.
Por eso, solo por eso, no cambiaría la época que me tocó vivir por ninguna otra. Somos los últimos testigos del milenio pasado y los primeros del actual, ese que alcanzó la mayoría de edad junto con nuestros hijos. Por eso lo conocemos como si los hubiéramos parido.
Hace unos días me preguntaron si prefería los libros de papel o ya me había adaptado a los digitales. Como en todo, respondí, vivo en los dos mundos. Aunque, en honor a la verdad, cuando leo en el iPad un libro que me gusta mucho, voy a la librería y lo compro para tenerlo también en papel.
No es que desconfíe de la pantalla, es que hay textos que, además de ser leídos y subrayados, merecen ser olidos y manoseados. Ese es el caso de Relámpagos, la novela de Jean Echenoz que está inspirada en la vida Nikola Tesla. Cuando acabé el libro no quería salir de él. Poder tocarlo, releer los mejores pasajes en el papel, garabatearlo, me ayudó a sobrellevar el luto que significó alcanzar su última página.
Cuando era adolescente oía música sin parar. Recuerdo que para no perder tiempo rebobinando los casetes, lo hacía a mano, con un lápiz. Ese acto resultaría incomprensiblemente absurdo para las generaciones actuales, que siempre encuentran las cosas que quieren escuchar o ver con solo hacer clic y dar play.
Vengo de una época donde conseguir el disco que nos gustaba producía una alegría incalculable. A veces tardábamos días, semanas y hasta meses en recibir la respuesta de una carta de amor. No es que tenga nada en contra de la velocidad que tiene el mundo actualmente, es que sé cómo era antes y tengo la capacidad de quitar el pie del acelerador.
Muchas veces al día hago cosas que equivalen a rebobinar el casete con un lápiz. El domingo pasado, Diana y yo miramos a la tarde caer sobre Santo Domingo sin decir nada, sin atender a ninguna pantalla. Sabemos cómo hacerlo, porque venimos de allá, de un mundo raro, donde eso era posible.
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