RAMÓN PALOMARES HA MUERTO

Por Harold Alvarado Tenorio

El reino (1958) y Paisano (1964), los dos más celebrados libros de poemas de Ramón Palomares (Escuque, 1935-2016) aparecieron en los mismos años que La región más transparente, de Carlos Fuentes, y Los ríos profundos, de José María Arguedas, y son, como éstas, algunas de las obras que cambiaron el rumbo de las literaturas continentales a mediados del siglo pasado.

Con los poemas de Palomares el mundo se hizo «aldea global» y el habla de los pueblos, una entidad cosmopolita. En El reino y Paisano hay un continente que muda de rostro: los latifundios se hacen campos de exploración y explotaciones minerales y agrícolas; las centenarias aldeas capitalinas amanecen violentas megalópolis; la vida cambia a medida que consumimos bienes y desperdicios:

He aquí que existimos en el límite de la mentira
que nuestra vida es impalpable
que estas personas representadas pertenecen
a un dueño de otro orden.
Cumplimos cabalmente en escena
ante el gran público. Así recreamos bajo los astros
y acudimos a una cita en los vientos
saliendo al paso de nuestras fiestas.
Nuestro corazón está prestado a otros personajes,
murmuramos un sueño y nuestros labios no son responsables,
somos bellos o nobles según la circunstancia.
Nos asalta un delirio azaroso
y caemos en los escenarios bajo una máscara extraña.
Y no tenemos vida,
pues andamos sobre ruedas en un país desconocido
cuyas flores nos interesan de manera frívola
y cuyas mujeres nos aman en alcobas de falsedad.
Producimos un fuego y su corazón azul
crepita con más fuerza que el nuestro
en tanto arden los leños a la manera de la sangre.
Nos permitimos ser extraños. Falsos.
Llevar una emoción no sincera.
Mientras andamos, desterrados de nuestro cuerpo
en un interminable paseo.

(Máscaras)

Desde entonces los registros de la voz de Palomares tuvieron un toque mágico y una visión alucinada que se expresaba con un lenguaje directo, coloquial, dejando en no pocas ocasiones la impresión de haber oído –un canto, más que un poema-, que nos invitaba desde el fondo de los tiempos a vivir el paraíso, a no dejarnos confundir en un mundo de grises y negros presagios. Los veintiséis poemas de Paisano recrean, como ningún otro libro publicado en ese tiempo, incluido Grande Sertão: Veredas, con fidelidad y cercanía, las leyendas locales y las pequeñas y quizás mezquinas vidas que desfilan desde el libro. Los poemas de Paisano son mutaciones de una naturaleza hecha de espíritus y fuerzas que desconocemos. Y si muda el lenguaje, también mudan los hombres, los animales, el fuego, etc.

Diez años más tarde publicó Adiós, Escuque (1974), un volumen donde se sumerge en el lenguaje comunitario para hacer de sus fábulas, y expresiones, un adelanto de las grandezas y miserias que nos esperaban y que fueron llegando. Aquí Palomares fundó un lenguaje, a medida que su alma fabulante se hizo uno con el cosmos, mediante esa «ciencia de lo concreto» que es el verbo de la poesía. En Adiós, Escuque, como en Dona Flor e seus dois maridos, de Amado, las cosas necesitan ser nombradas para cobrar existencia o resucitar.

Esa que le llamaba a las puertas de la muerte
Y que su nombre era su fe
Esa se llama Angélica
Prenda ese dije en su corazón
Que ai lo va buscando su suerte:

Angélica es para beber
Con ella no serás puro hueso
Y Si antes no encontrabas una flor
ahora de flores vas a ir preso
Y de puro llorar
risa te irás volviendo

Véme bien Véme bien Angélica
Y no me llamés tan cerca de la muerte
Venga tu alma como el sol
Sea yo el alba y que en mí florezcas

(Alegrándose con ese amor que aún no ha llegado)

Otros de sus libros exploraron, con el uso de una novedosa retórica, la historia, para narrar, por ejemplo, las Honras Fúnebres (1965) del Libertador, o las vicisitudes de Santiago León de Caracas (1967). También fue autor de una plaquette de poemas místicos y amorosos: El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1969).

Nacido en Escuque, un pueblecito del estado Trujillo, fue bautizado Ramón David Sánchez Palomares. A los diecisiete ya era maestro normalista y a los veintitrés profesores de castellano del Instituto Pedagógico de Caracas donde Sardio publicó su primer libro, El Reino. Hacía parte de la Pandilla de Lautremont, un consorcio de dipsómanos partidarios de la sedición y las tropelías de la carne integrada por luminarias como Pepe Barroeta, Caupolicán Ovalles o Víctor Valera Mora. De Sardio saltaría con Salvador Garmendia, Adriano González León, Guillermo Sucre y el médico necrófago Carlos Contramaestre a El Techo de la Ballena y luego de una larga espera, al más vergonzante chavismo, cuyos corruptos terminaron premiándole, un poema al tirano, con las sobras de sus dilapidaciones. Fue un gran poeta porque nunca se lo propuso, o porque la poesía le era consustancial y no lo sabía. Murió tan solo, como la imagen de su propio féretro, custodiado por detritus humanos como el catire Hernández de Jesús, Tarek William Saab, Gustavo Pereira, el ministro Freddy Ñáñez y el mismísimo imbécil Nicolás Maduro, que procederá a manchar más su memoria empadronándole con la Orden Libertadores y Libertadoras, en su ínfima clase. ¡Que tristeza viejo lobo! Ya sabemos que sólo el tiempo separa el oro de la escoria.

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