Henry James


Puente y abadía de Westminster y el Big Ben, en 1890. / London Stereoscopic Company / Getty

Por lo menos a mí suele darme un sobresalto cada vez que recuerdo el año de nacimiento de Henry James, 1843. Exactamente el mismo que Benito Pérez Galdós. Procuro que ese detalle no afecte a mi aprecio por ambos. Hace ya muchos años que ha caído en barrena el viejo principio de la modernidad según el cual unos escritores imaginan el futuro y otros sólo tienen imaginación para el pasado. Lo que de un modo metafísico dividía a los literatos entre escritores de verdad y falsos escritores. La esencia de la literatura y del arte en general era progresar en el tiempo, casi siempre en términos formales. Aquellos que no progresaban eran reaccionarios y por lo tanto (la consecuencia caía como una pedrada) no pertenecían al arte. Sin embargo, lo cierto es que James y Galdós pertenecen a dos mundos incomunicados, la civilización anglosajona, entonces el mayor poder técnico y moral del mundo entero, y una pequeña nación náufraga del feudalismo, con un porcentaje africano de vida rural y una moral dominada por las frustraciones del clero católico. No podían compartir apenas nada.

Con un olfato artístico notable, James se trasladó desde su nativo Nueva York a Londres en 1869, aunque su instalación definitiva no llegaría hasta 1883. Podía haber elegido París, que también conocía perfectamente y donde tenía ya muchos amigos. En esos años París era todavía el centro intelectual de la literatura, sobre todo por la influencia que iban adquiriendo Flaubert y Mallarmé, este último también coetáneo de Galdós (¡). Fue uno de los últimos momentos de la historia cultural europea en el que mandarines de gran autoridad pública osaban definir “qué” era la literatura. Nada de eso podía interesar a James sobre todo porque tenía muy claras las ideas sobre “qué” podía ser la literatura, como puede leerse en el espectacular volumen La locura del arte (Lumen), donde Andreu Jaume ha editado los mejores ensayos de James sobre la cuestión.


Lo que James buscaba no era una aproximación racional al arte, especialidad francesa, sino una aproximación emocional. No es tan difícil inventar una forma literaria nueva, pero es absolutamente difícil inventar una emoción literaria nueva. La sociedad francesa no le atraía. Había en ella demasiada religión revolucionaria, demasiada sumisión a la aristocracia del dinero, una elegancia social de teatro de bulevar, demasiado labriego enriquecido, vientres voluminosos y cortesanas gordas. A James le atraía la oscuridad de la sociedad británica, su perversidad subterránea, su maldad, todo encubierto, todo susurrado. El juego siniestro de una lengua, el inglés, que podía servir para humillar, aplastar, separar, ajusticiar, para casi todo menos para entenderse.

Ese Londres de James ya nada tenía que ver con el de Shakespeare, cuyo nacimiento incógnito podía dar a sospechar que fuera italiano: un poeta del desorden pasional extremo, dirigido por los arcanos de la astrología. El Londres de James es un territorio de pasiones reprimidas, deseos ocultos, estrategias de disimulo, venganzas sordomudas, tiranías brutales cubiertas con estolas de armiño y, de vez en cuando, un fantasma. Es la misma atracción que sentirán otros dos americanos, T. S. Eliot y W. H. Auden, ambos, como James, fundadores de la cultura inglesa contemporánea en mucha mayor medida que los propios ingleses. Ellos sabían cómo debía ser el mundo anglosajón, ellos sabían “qué” era la cultura inglesa, frente a la plebeya cultura francesa estúpidamente obsesionada con le peuple.

Así que la escritura de James está dominada desde el comienzo de su madurez por una atmósfera que desde luego es formal y puede analizarse formalmente, en cuyo caso sería uno de los primeros modernistas europeos, pero creo preferible verlo como un formalista derivado o de consecuencia, porque el mundo o la atmósfera que se impone en sus novelas y cuentos es más moral que formal. Entiendo aquí por “moral” la disección de la maldad desde el interior del sujeto y la forma específica en que se expresa a sí misma esa maldad, siempre esquiva, siempre esquinada. Las novelas de James son oscuras porque sus personajes tienen el alma de las rapaces nocturnas, y si alguno se salva de la maldad no es por su bondad, sino por su inocencia.

La inocencia siempre ha sido el refugio de quienes no pueden creer en la bondad, ya que la bondad exige inteligencia y en cambio la inocencia se lleva mal con ella. James estaba seducido hasta el tuétano por la perversidad inglesa, y si no se le conoce una mala acción, como a Eliot o a Auden, es porque mantuvieron con gran inteligencia su falsa inocencia de americanos trasplantados. De ahí que toda la crítica inglesa haya estado escarbando con ahínco en la vida sexual de Eliot, de Auden y de James. Para los críticos ingleses, personalidades artísticas como las de los tres grandes creadores de la cultura inglesa moderna sólo se pueden soportar si hay alguna perversión oculta en sus vidas. Y, claro, siempre la hay.

La obra de James tiene fama de oscura, difícil, tenebrosa. Lo es. No hay que engañarse. Carece de la luz simpática y pueblerina de Galdós, carece de la racionalidad neoclásica de Flaubert, no le interesa la solvencia social de los escritores ingleses, de Austen, de Dickens, de Thackeray, ni los revolucionarios burgueses como Balzac. Lo que busca es realmente oscuro y debe expresarse con oscuridad. El mundo anímico que se presenta en sus novelas es tan enmarañado como un nido de arañas y no es fácil llegar hasta la araña del significado. Requiere esfuerzo y esa es, creo yo, su principal virtud: no nos toma por tontos.

Todo lo anterior viene a cuento de la edición que está llevando a cabo Penguin. Son ya cinco los títulos aparecidos, a cual mejor y más necesario. Son ediciones cuidadas, con las traducciones más notables (traducir a James es morir un poco) y prólogos o epílogos de buena firma: Luis Magrinyà, Colm Tóibín, Philip Horne. En este año han salido ya: Retrato de una dama, Otra vuelta de tuerca, Las bostonianas y Los embajadores, además de una perfecta selección de Relatos. Todas son obras maestras. Llega el invierno, cierre todas las ventanas, sobre todo las del alma, póngase a leer a James, aprenda a conocer la maldad. Verá que le va la vida en ello.

Henry James. Las bostonianas. 528 páginas. 10,95 euros. Retrato de una dama. 784 páginas. 11,95 euros. Otra vuelta de tuerca. 204 páginas. 7,95 euros. Relatos. 704 páginas. 11,95 euros. Los embajadores. 435 páginas. 10,95 euros. Varios traductores. Penguin. Barcelona, 2015.

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