Flores de Vincent.
Vincent van Gogh, (Dutch, 1853–1890)
Vase with Cornflowers and Poppies
1887
Oil on canvas
311⁄2 × 263⁄8 in
“generalmente contesto que surrealismo es cuando uno mea en la cerveza de su amigo y éste la bebe equivocado”
Henry Miller Nueva York ida y vuelta
Por Hermann Hesse
Vase with Cornflowers and Poppies
1887
Oil on canvas
311⁄2 × 263⁄8 in
“generalmente contesto que surrealismo es cuando uno mea en la cerveza de su amigo y éste la bebe equivocado”
Henry Miller Nueva York ida y vuelta
El oficio de escritor según Hermann Hesse
Por Hermann Hesse
El que por uno de los mil azares de la
vida tiene que vivir o puede vivir de un talento literario innato,
tendrá que tratar de conformarse con un dudoso «oficio», que no es tal.
La actividad del llamado escritor libre es actualmente lo que nunca fue
en la historia universal, un «oficio», probablemente porque lo ejercen
profesionalmente muchos que no tienen ninguna vocación. En realidad,
escribir de vez en cuando y espontáneamente cosas bonitas, que en su
conjunto se llaman literatura, no me parece que sea el trabajo de una
vida, ni que merezca el nombre de oficio en el sentido habitual. El
escritor «libre», en la medida en que es una persona honesta y un
artista, no tiene oficio, por el contrario, es un ser ocioso, un
particular que solo produce de vez en cuando y según el humor y la
inspiración del momento.
A cualquier escritor libre le resulta
bien difícil aceptar su posición ambigua entre individuo particular y
escritor no libre, es decir periodista. Tener un oficio que no lo es, no
es siempre divertido. Algunos, por necesidad de actividad continua
aumentan su producción más allá de los límites de su talento natural y
escriben demasiado. A otros la libertad y el ocio les conducen a la
comodidad, porque un hombre sin oficio se echa fácilmente a perder. Y
todos ellos, los trabajadores y los vagos, padecen la neurastenia y la
hipersensibilidad de las personas insuficientemente ocupadas y demasiado
dependientes de ellas mismas.
Pero no quería hablar de esto, cada cual
ha de resolver su caso personalmente. La interpretación que los propios
escritores dan a su oficio es cosa suya. Algo completamente distinto a
las ideas tan a menudo mezcladas con amarga autoironía que tienen los
poetas y literatos de su trabajo, es el concepto de la opinión pública
sobre el oficio de escritor.
La opinión pública, la prensa, el
pueblo, las asociaciones, en una palabra, todos los que no son
escritores, consideran que el oficio y el círculo de obligaciones de
éstos son mucho más sencillos. Y de esta manera el literato, igual que
cualquier médico o juez o funcionario, descubre la esencia y el carácter
de su oficio a través de las exigencias que se le hacen desde fuera.
Cualquier escritor medianamente famoso aprende a diario por el correo lo
que quiere y piensa de él el público, los editores, la prensa y los
colegas.
El público y los editores suelen estar
completamente de acuerdo y suelen ser muy modestos en sus exigencias.
Del autor de una comedia que ha tenido éxito esperan nuevas comedias que
tengan éxito, del escritor de una novela rústica, nuevas novelas
rústicas, del autor de un libro sobre Goethe, más libros sobre Goethe. A
veces el propio autor no piensa ni desea otra cosa, entonces reina para
siempre la unanimidad y la satisfacción recíproca. El creador del
«Muchacho tirolés» continúa con la «Muchacha tirolesa», el autor de las
«escenas de soldados» con las «escenas de cuarteles», y a «Goethe en su
cuarto de trabajo» siguen «Goethe en la Corte» y «Goethe en la calle».
Los autores que escriben así tienen
realmente un oficio, ejercen realmente una profesión. Explotan sus
recursos y poseen el atributo y el signo secreto del gremio de los
verdaderos «escritores»: la «ilustre pluma».
La «ilustre pluma» es un invento de
aquel redactor desgraciadamente anónimo que hace varias décadas
descubrió en el llamado «elemento personal» el mal cancerígeno del
periodismo. Como es sabido, en lugar de la personalidad colocó el
«nombre» y concedió a cada «nombre» una «ilustre pluma», de la que
respetando la vanidad del autor sabía obtener después encargos. Esta
técnica domina hoy todo el folletón periodístico cuando no rinde tributo
al culto de lo impersonal bajo la forma más noble del anonimato
absoluto.
Así sucede, por ejemplo, que al autor de
una novela con éxito le sorprenda el siguiente telegrama de un
periódico de circulación mundial: «Ruego envíe de su ilustre pluma
charla sobre, probable evolución técnica aérea; honorarios máximos
garantizados». Para el redactor los autores medianamente conocidos sólo
cuentan como nombre y calcula de la siguiente manera: los lectores
desean titulares interesantes y actuales, además desean nombres famosos,
de modo que combinaremos ambos. Lo que dice luego el artículo encargado
es lo de menos: cuando se tiene una «pluma ilustre» se puede iniciar
una charla sobre Gerhart Hauptmann con una decorativa frase de
introducción sobre Zeppelin. Existen plumas sumamente ilustres que viven
cómodamente de este trajín fraudulento.
Así se caracterizan más o menos las
exigencias de la prensa respecto de los escritores libres. Hay que
añadir aún las «encuestas», en las que como en una fiesta de máscaras,
los profesores hablan de teatro, los actores de política, los poetas de
economía, los ginecólogos de la conservación de monumentos. En total,
una actividad inocente y divertida que nadie toma en serio y hace poco
daño. Peores son las exigencias de la prensa que cuentan con la vanidad y
la necesidad de publicidad de los literatos bajo el lema «manus manum
lavat». Entre estas cosas tan poco elegantes cuento también los pequeños
artículos de publicidad y autobiografías adornados con fotos en muchos
periódicos y suplementos dominicales.
El escritor enfrentado a estas ofertas e
invitaciones comprende poco a poco su oficio, y si de momento no tiene
nada que hacer, puede ocupar al menos su vida atendiendo a toda esta
correspondencia en el fondo inútil. Luego llegarán aún muchas e
inesperadas cartas privadas aumentando y variando con los años. No voy a
decir nada de las cartas que solicitan favores, todo el mundo las
recibe. Pero en una ocasión me sorprendió que un preso recién puesto en
libertad con 35 condenas anteriores, me ofreciese la historia de su vida
para que la utilizase a mi gusto a cambio de una compensación única de
mil marcos. Que cada pequeña biblioteca y algunos estudiantes sin medios
supongan que un autor disfruta regalando sus libros por docenas es ya
menos divertido. También es extraño que cada año todos los clubs de
Alemania y todos los alumnos del último curso de bachillerato quieran
para sus aniversarios y para sus fiestas de fin de estudios,
colaboraciones literarias de todos los escritores alemanes. Comparado
con esto, poco importan los deseos de los coleccionistas de autógrafos,
aunque obliguen a contestar enviando el franqueo de vuelta.
Pero todos los editores, redacciones,
estudiantes de bachillerato, adolescentes y clubs del mundo juntos no
dan a un escritor tanto trabajo como sus colegas, desde el escolar de
dieciséis años que envía para que sean sometidos a examen y a
enjuiciamiento rigurosos varios centenares de poemas difícilmente
legibles, hasta el viejo literato con rutina, que pide con toda
amabilidad una crítica favorable de su último libro y que al mismo
tiempo da a entender de manera clara y prudente que tanto en caso
positivo como negativo no dejará de devolver el favor. Se puede
conservar la tranquilidad y el humor frente a los editores y los
periódicos, los pedigüeños y los ingenuos pero, a menudo, el afán
comercial y la insistencia egoísta de los plumíferos superfluos no
suscitan más que asco y disgusto. El joven superamable que hoy envía sus
poemas con una carta enfática llena de adulación y que quiere someterse
por completo a mi juicio y consejo, puede contestar pasado mañana a mi
carta ponderada, amable pero negativa, con un artículo furibundo lleno
de injurias en el semanario local. He conocido personalmente y he sido
amigo de un gran número de escritores a los que estimo mucho, y todos
han hecho las mismas experiencias y ninguno de nosotros ha seguido nunca
ese camino del pedigüeño y del chantajista. Por lo tanto se puede
deducir que esos indestructibles colegas de la especie de los aduladores
y pedigüeños, son realmente mediocres y seguramente no cometeremos
ninguna injusticia contra ningún hombre de honor, ni contra ningún
genio, si hacemos caso omiso de esa multitud de impertinencias que se
renuevan a diario, arrojándolas al mismo cesto en que terminan las
cartas de peticiones no literarias.
Y al final del ciclo se ve que lo que
parece un oficio y un empleo consiste para el escritor en un conjunto de
necedades y palabras inútiles, mientras que su verdadero trabajo, a
pesar de todas las opiniones opuestas, no puede regularse ni convertirse
en oficio. Nuestro oficio es estar callado, abrir los ojos y esperar a
que llegue el momento favorable, y entonces, aunque el trabajo exija
sudor y noches en vela, es delicioso y deja de ser «trabajo».
Fuente: Hesse, Hermann, Escritos sobre literatura, Alianza, Madrid, 1983.
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