CARTA A FIDEL CASTRO, Camilo José Cela

 “Jewess with Lemons” (1880-1881) by Aleksander Gierymski (Polish,1850–1901), oil on canvas, 65 x 54; National Museum, Warsaw.




Camilo José Cela


CARTA A FIDEL CASTRO

" I.N.I.T.
Habana Riviera.

Paseo y Malecón, Vedado. Habana. Cuba.

2 de febrero de 1965.

Comandante Fidel Castro.

Primer Ministro de la República de Cuba.

Respetado Sr. Primer Ministro:

Mi nombre es Camilo José Cela. Soy español –gallego de la Coruña, para ser más preciso–, escritor y miembro de la Academia Española. Tengo 48 años, estoy casado y soy padre de un hijo mozo y estudiante. Visito ahora Cuba por vez primera, con motivo de haber sido designado por la Casa de las Américas para formar parte del Jurado de su Premio Literario. Estas son mis circunstancias, que me permito exponerle para su conocimiento.

Desearía poder tener una conversación con usted pero, porque no ignoro que está usted agobiado de trabajo, prefiero dirigirle estas líneas en las que, muy a la ligera, le anoto el posible sumario de uno de los temas de nuestro diálogo.

Cuando Isabel la Católica encargó a Antonio de Nebrija la primera gramática de la lengua española, éste sentó un principio que entiendo inabdicable: la lengua es el imperio. En el lugar de la palabra imperio (pronunciada en 1492) ponga usted la que designe un concepto actual, un concepto de 1965 (revolución, cultura, política, lo que quiera), y la frase de Antonio de Nebrija cobrará una frescura y una eficacia insospechadas. Nada, sin la lengua, es posible, y la lengua es el vehículo de expresión y comunicación del pensamiento y de su reflejo sobre la vida de los hombres: la acción.

El continente americano, desde Alaska a la Tierra del Fuego, está poblado por hombres que proceden de muy diversas razas y orígenes: índios aborígenes (en toda su variada gama), españolas, portugueses, italianos, franceses, africanos, anglosajones, alemanes, escandinavos, chinos y otros orientales, etc.

El único denominador común entre estos pueblos es la lengua: el inglés, el portugués y el español, con pequeños enclaves autóctonos, franceses y holandeses.

Además de Cuba, hablan el español: Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Panamá, Nicaragua, Honduras, Guatemala, El Salvador, Méjico y Santo Domingo (cito de memoria y lamentaría haberme dejado alguno en el tintero), todos Estados soberanos e independientes, y Puerto Rico, que todavía no lo es.

La expresión Latinoamérica y el gentilicio latinoamericano, para designar a este conjunto de países y a sus habitantes, fue puesta en juego, tanto por pereza mental como por afán imperialista, por los norteamericanos. Por pereza mental porque es más fácil decir, en inglés, Latinoamérica que Hispanoamérica. Por afán imperialista porque ellos son –o se piensan- los americanos, y los demás los latinoamericanos, término que, cuanto más confuso aparezca, mejor sirve sus intereses. Con ello, además hacen cierta la maduración de la idea de Monroe: América para los norteamericanos. Repito: para ellos, no hay más americanos, a secas, que ellos mismos. Y tal éxito tuvieron en su pretensión y tan esto es así, que hasta en Cuba he oído llamar americanos a los yanquis, como si los cubanos (y tantos más) no lo fueran también.

Se tiene la falsa idea, entre los americanos hispanohablantes, de que la voz hispanoamericano es usual entre las derechas, al tiempo que la voz latinoamericano es la propia de las izquierdas. Hoy sucede exactamente al revés. Hispanoamérica trata de sacudirse el yugo yanqui pero olvida que, en su terminología, sigue sirviéndolo.

Lo correcto sería llamar: americanos, a todos; hispanoamericanos, a los hispanohablantes; iberoamericanos, a los iberohablantes (con lo que se daría cabida a los brasileños), y angloamericanos, a los norteamericanos. Las minorías francesa y holandesa ni tienen –ni tampoco necesitan- una denominación genérica. Ni los indios, quienes no podrán entrar en vías de culturización sino a través del inglés, del portugués o del español.

De otra parte, observe usted, Sr. Primer Ministro, que el español es la lengua de resistencia política de los puertorriqueños, tanto en su patria como en Nueva York o en cualquier otro punto de Norteamérica. Los puertorriqueños aspiran a la independencia, no quieren integrarse en la sociedad norteamericana, hablan el español y a sí mismos se llaman hispanos. Ellos han sido los primeros en resistirse al adjetivo latinoamericano porque, por paradójico que parezca, intuyeron (quizás sin conciencia de que lo hacían) que el uso habitual del término latinoamericano era hacerle el juego a los yanquis.

Guiarse por un criterio racista es impropio de demócratas (y de españoles; con mucha gracia, hoy oí decir a un amigo cubano que las mulatas eran un invento español, como el submarino de Isaac Peral o el autogiro de La Cierva) y, en este caso, resulta además falso ya que lo latino jamás fue una raza sino una cultura.

A Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz Hispanoamerica (y su correspondiente adjetivo hispanoamericano).

En todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted. Científicamente, puede apoyarse la decisión en el acuerdo tomado por el congreso de Academias de Bogotá. Y políticamente, los alcances de la medida serían insospechados.

Le ruego se sirva disculpar la inevitable extensión de esta carta: quizás me hayan faltado habilidad y talento para hacerla más breve.

Reciba, Sr. Primer Ministro, el respetuoso saludo de su huésped."


Recogido en Al servicio de algo, Madrid: Alfaguara, 1969

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