hoy mi padre Heriberto García Peñate cumpliría años. Que en paz descanse.
He escrito poemas en un papelucho,
he garabateado en el borde,
más estrellas que todas las de la vía láctea
y sigo
como ciega
en la noche
en que murió mi padre.
He quedado ausente, como si me hubiesen
otorgado visa para la niebla.
Me queda pan, aceite, olivas y vino barato.
Puedo inventar una vida de huérfana,
tengo tiempo, no llego y si llego
no pueden reconocerme.
Margarita García Alonso, El centeno que corta el aire, Betania, 2013
Oficio hija.
Aconteció, escogí alejarme.
Decidí no recibir sueldo, medalla,
prometí sacar lengua,
entamar un poco de justicia.
Aconteció que fui ajena
de quienes defendía,
mi manera abierta de arrepentirme
me colocaba frente al muro áspero,
con filamentos prendidos a mi boca.
Me gastaba, se me erizaba el pelo,
se me ponía rígida la nuca.
Me hice feo baúl de historias ajenas.
Alongué mi cuerpo, aún cuando no quería
ser penetrada.
El jeroglífico en mi vagina,
la inacabada letra de sombras
susurrando el espanto de marchitar.
El cuerpo frente a ese muro
crecía como el centeno silvestre,
perforaba a los cercanos.
Nada me ha sido permitido,
debía lavar mi sangre a fines de mes
apoyar la cabeza en el desastre de la
luna, comer poco, comer alfileres,
comer ruidos, comer frente al sastre
que cortaba mi piel en fino lamé
cortaba mi pelo
el jardín de mi pubis,
que luego trenzaba en amuletos.
Yo, de espalda, siempre de espalda
como un pájaro de cola de arcoíris,
como un ángel que mostraba
la carencia de alas,
me permitía ser la hija
de los sirvientes,
y barría aceras, tiraba agua
en interminables ritos de paciencia.
Cero, cero, cero, golpeaba
enferma sobre la balaustrada
pero nadie veía los barrotes,
desconocían el mal que me atormenta.
Mi sangre era su medicina
si me enojaba caían tazas del andamio
la pata de la cama se desprendía
y se estacaba en mi pecho
sin detener este corazón
que os ha amado tanto.
Hablo de que parten,
se me ha muerto el padre,
se me consume el cielo
si no acaricio a mi madre.
Empiezo cartas, hago cálculos salvajes,
confecciono mapas
otra vez dejo de comer, dejo de cortarme
el pelo para acumular piezas
para el viaje
pero me he mal juzgado,
he equivocado la fuerza de mi brazo,
hasta en la más elementales matemáticas
he fallado,
la lasitud de la vejez se posa
como una almendra dura en el paladar.
La lengua apenas murmura
se deja invadir por la colmena
que aguijonea
entre dientes la fatalidad.
Margarita García Alonso, El centeno que corta el aire, Betania, 2013
Pescador.
Las olas, el viento de este viejo Continente
me transforman en argonauta traslúcida.
Con ocho tentáculos sobre el
dimorfismo sexual masculino,
incubo en mi concha
la plegaria del animal
que sofoca.
Escuchad en cada cuenco
palabras inmensas,
_era, época, laberinto, humanidad _
tan sabias como inexistentes
en la pobre mesa del destierro.
Sobra pan, abundante es el asado,
el pez es fresco, aún aletea agallas
y el anzuelo que atraviesa su boca,
rutilante rojo le rasga
mientras clava su mirada enigmática.
Como un tubo fosforescente
al compás de un órgano de catedral
se sacude, agoniza interminable.
Con familiaridad de hija de pescador
miro en mí la bestia,
quisiera acabar la agonía,
con el cuchillo desgarrar la falta de aire.
No he tocado la escama y el pez salta,
aletea en busca de marea
cuando desato lágrimas.
No he de matar no he de comer
ni ser carnada.
En la pesquería humana no cegarme
en el polvillo de la contienda, sobrevivir.
Estoy preparada, braceo océanos
con diente el susto frente a
la meada que da territorio,
la defecación que argumenta títulos
el dícese poeta que sabe escribir su nombre
y aplasta con oficio puro.
Respiro todas las noches lejos de los míos,
en oficios de poca estima
resguardo codicias , puñaladas,
y huyo del hombre que lo ha tenido todo.
Pero me atrapan, cada libro me anciana,
apenas me levanto y tengo fiebre,
palabras infectadas que no curan
los mejores antibióticos de Occidente.
No he sido honrada al poner la mesa,
el mantel de corteza de cerezo
cae como plomada en la pieza.
No puedo comer cuando mi madre
atraviesa el desierto por un ají.
Me enredo con el hilo de la pesca
si lo atrapo volverá la lluvia,
la promesa de niebla,
el fin de los marchitos días.
Estoy sin fuerzas,
el gusano no tendrá piedad
al horadar mi corazón.
Como una pera seca,
una fruta de latigazos
encerrada en la tarraya tejida
por mi padre, el pescador,
en aquel patio de casa
que he imaginado levantar
canto a canto
teja a teja sobre la montaña
con vista al mar,
el infinito mar donde
jamás volveré,
aún vieja.
Mordida de adentro por pesares
resbalo en la gota que se pierde
como si fuera casualidad astral,
o barco en naufragio.
El respiro fatal, el líquido,
el estruendoso mar que desespera
el negro pulmón que se deshace
en violetas pequeñísimas,
me tiñe de azul.
La cabeza rapada,
en forma de rosa
que mancha la nieve,
en pos de mis muertos.
He aquí, la que nunca fue primavera,
y asesina pescados en el destierro.





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