Robert Lowell- No Turning Back

 


No Turning Back

Andrea Kowch

2008

El nihilista como héroe

«Una línea inspirada es todo lo que entregan nuestros poetas,
¿mas qué francés ha escrito seis líneas aceptables, una atrás otra?»,
dijo Valéry. Para Satán ése fue un día feliz.
Uno anhela palabras colgadas de la carne del buey vivo,
pero la llama fría del papel de estaño lame el leño metálico;
el inmutable hermoso fuego de la niñez
traiciona las visiones monótonas.
Del cambio y por definición se alimenta la vida,
en cada temporada nos deshacemos de guerras, mujeres y automóviles nuevos
A veces, cuando enfermo o lleno de malestares,
miro verdear la llama contraída de este fósforo,
el tallo de maíz adquiere florescencias y verdes prolongaciones.
Un nihilista debe vivir el mundo como es
mirando a lo imposible ascender al desecho.


Robert Lowell, poeta norteamericano, fallecía en 1977. Había nacido en una familia perteneciente a la alta sociedad de Boston, pero tuvo una vida difícil. Alcohólico, fue internado varias veces en instituciones mentales a lo largo de su vida, y entre sus discípulas tuvo a Silvia Plath y Anne Sexton.


Los dos muros

Un muro blanco se enfrenta a un muro negro
en algún lado, y mutuamente se despiertan.
Cada uno arde en el resplandor tomado al otro.
Los muros, ya despiertos, han de seguir hablando,
sus colores parecen semejantes, dos matices del blanco,
cada uno viviendo a la sombra del otro.
Qué sutiles son estas distinciones cuando ya no podemos elegir.
Ante tal vengador Don Juan debió desenvainar la espada.
Dos muros de piedra blanca que se contraen;
su búsqueda de la dicha y su coincidente…
En este punto de la civilización, este punto del mundo,
la única compañía satisfactoria imaginable es la muerte.
Esta mañana, un nudo en la garganta, yazgo aquí,
penosamente respirando el alma
de Nueva York.


La buena vida

Los árboles florecen, y las hojas perladas de niebla
sobre nosotros se abanican en la copa de vino de los olmos,
mujer, hijos y casa: la médula y el inútil adorno de la vida;
servicial, la descomposición se quema…
y no por las medallas lamer culos en el prado del pavorreal,
arrojando alpiste al sangriento gallo de pelea,
o vomitando púrpura en la arena de esclavos—
en la Roma de Tito, tediosa, martirizada y ansiosa de complacer.
Al águila la ciñen nuevas legiones y creencias viejas.
Quizás el hombre libre le sorprende el acoso imperial
(rara vez agradable, un azote de cálculos biliares)
que continúa arrastrando a quien de otro modo olvidaríamos,
al perro dormido, al héroe alquilado para el terror,
perlas para el collar, argollas en la cadena resonante.


Los santos inocentes

Escucha, las campanillas del heno resuenan mientras
la carreta
de ruedas enllantadas se balancea sobre el alquitrán
y el hielo encenizado, bajo el molino de cáñamo
y el canal de los sábalos. Babeantes, los bueyes se detienen
maravillados ante las defensas de un automóvil,
y enormemente se desplazan por la colina de San Pedro.
He aquí a los no contaminados por mujer, su dolor no es
de este mundo:
el Rey Herodes grita venganza junto a las piernas
de Jesús trenzadas y tiesas en el aire.

Un rey de idiotas y de niños mudos. Más
Herodes que Herodes este mundo; y el año,
el mil novecientos cuarenta y cinco de gracia
enciende no sin fatiga y pérdidas la colina de escorias
de nuestra purificación; los bueyes se aproximan
al ruinoso cimiento de su establo,
el santo pesebre donde el lecho es maíz
y acebo que se esparce para la Navidad. Si como Jesús
bajo el yugo ellos mueren, ¿quién los llorará?
¡Cordero de pastores, Niño, cuán quieto yaces!

Como un árbol junto al agua

La oscuridad convoca a la tiniebla, y la desgracia
se acoda en las ventanas de esta planificada
Babel de Boston donde nuestro dinero conversa
y prodiga tinieblas en una tierra
de preparación donde camina la Virgen
y las rosas circundan su rostro de esmalte
o en astillas se precipitan sobre calles resecas.
Nuestra Señora de Babilonia, adelante, adelante,
yo fui una vez tu hijo predilecto,
moscas, moscas sobre el árbol, en las calles.

Las moscas, las moscas, las moscas de Babilonia
zumban en mis tímpanos mientras el demoníaco
fúnebre y largo canto de la gente hace estallar la hora
de ciudades flotantes donde a los albañiles de Babel
la áurea lengua del diablo los conmina
a erigir la ciudad de mañana de aquí al sol,
el que de Boston las calles infernales
jamás alumbra; allí la luz solar es una espada
que embiste al guardián del Señor;
moscas, moscas, sobre el árbol, en las calles.

Moscas sobre las aguas milagrosas del Atlántico
helado, y los ojos de Bernadette
vieron a Nuestra Señora de pie en la gruta
de Massabielle, tan claramente
que su visión cegó los ojos de la razón. La tumba
yace abierta y devorada en Cristo.
¡Oh muros de Jericó! y todas las calles
que conducen a nuestra muralla atlántica cantan:
«¡Cantad,
cantad por la resurrección del Rey!»
Las moscas, las moscas sobre el árbol en las calles.

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