Roger Scruton contra la furia deconstructiva
Roger Scruton contra la furia deconstructiva
Mefistófeles: “¡Yo soy el espíritu que siempre niega!”.
Fausto, Johann Wolfgang Goethe
Imaginemos que, en plena edad media, alguien propone que para que un vehículo autopropulsado aparezca, se cumpliese con el requisito previo de la matanza de todos los caballos. Seguramente se podría llevar a cabo tal degollina, pero lo más seguro es que no será esa la causa de que aparezcan los coches impulsados por el motor de explosión interna.
Un viejo paradigma funciona hasta que aparece un nuevo paradigma para llenar los vacíos que había dejado el anterior. Pero el viejo no desaparece hasta que la mayoría de las personas reconocen la superioridad del nuevo y, en consecuencia, lo adoptan. La destrucción nunca es previa. Lo que sucede es que una innovación produce una lenta sustitución.
La furia deconstructiva del posmodernismo tiene la esperanza de que la demolición sea la antesala de la realización de la utopía. Es como si la máxima creación de la historia no requiriese de espíritu constructivo, sino que se conformara con el ansia de caos llevada al extremo.
El filósofo británico Roger Scruton (1944-2020), quien se ha destacado por su defensa del valor de la belleza, considera que el pensamiento postmoderno, al declarar la guerra a la tradición, arranca al ser humano de sus raíces culturales, políticas y espirituales. Lamentablemente, sin la sabiduría de las generaciones pasadas, la persona queda en un estado de desarraigo.
Sus ideas han quedado plasmadas en una extensa obra, pero su crítica política esta resumida en el extraordinario libro Pensadores de la nueva izquierda (Rialp, 2017), donde lleva a cabo una brillante disección de las tendencias filotiránicas de una larga lista autores que incluye nombres como los de Lukács, Sartre, Althusser, Lacan y Žižek.
La contradicción izquierdista
Scruton comienza caracterizando a la izquierda en general. De esa forma atribuye a todos los izquierdistas la creencia en la misión superior de corregir, no injusticias concretas, sino una gran injusticia abstracta cometida por los poderosos.
“La posición de la izquierda quedó claramente definida cuando surgió su distinción con la derecha. Los izquierdistas, como los jacobinos de la Revolución Francesa, creen que los bienes se encuentran injustamente distribuidos, y que ello es debido no a la naturaleza humana, sino al robo perpetrado por la clase dominante. Se definen en oposición al poder establecido y se consideran los adalides de un nuevo orden que tendrá como objetivo corregir las viejas injusticias infligidas contra los oprimidos.” (p. 9).
A partir de allí, Scruton pasa a una caracterización más específica. Los conceptos de liberación y justicia social de la nueva izquierda son distorsiones de los conceptos de libertad e igualdad de la Revolución Francesa. El concepto de liberación no se refiere a realizar las libertades propias de la democracia liberal sino a deshacerse de todo lo propio del estado de derecho occidental. Las estructuras legales son condenadas como formas de dominación. Así, llegamos a la conclusión paradójica de que son las instituciones de lo que hay que emanciparse. Scruton se refiere a Foucault como un ejemplo paradigmático de esa tendencia.
Luego denuncia la contradicción entre los ideales de liberación y justicia social de la nueva izquierda. Si somos libres de cualquier limitación, entonces, ¿qué evita que cometamos injusticias sociales? Por el mismo orden de ideas, ¿cómo hacer que triunfe la justicia social sin poner restricciones a la libertad? Scruton nos dice que la izquierda no pierde el tiempo pensando en tales dificultades, pues su urgencia es promover pasiones políticas en nombre de ideales sacrosantos.
Las tres obsesiones
Pasando de las creencias a la práctica, Scruton establece los impulsos que determinan la acción del izquierdista, es decir, sus obsesiones. El primero es el utopismo, un ansia de alcanzar una sociedad perfecta. Esta sociedad es tan difícil de describir como de atrapar entre las manos.
El utopismo es una combinación de ingenuidad con maquiavelismo político. El sueño irrealizable justifica cualquier crimen para alcanzarlo. Por esa razón, el utopismo tiende a llevar al poder a los más extremistas.
“Mucha gente de izquierdas se muestra escéptica frente a los impulsos utópicos, pero al mismo tiempo, al colocarse tras sus estandartes moralizantes, termina inevitablemente incitada, inspirada y, finalmente, dirigida, por los miembros más fervientes de la secta.” (p. 11).
En tal sentido, el paraíso revolucionario es enarbolado como un objetivo, tan abrumadoramente superior al régimen establecido que suplantará, que purifica toda violencia realizada en su nombre.
Un segundo impulso es corromper el lenguaje y convertirlo en una herramienta de dominación. Este recurso fue bautizado por Orwell como “neolengua”, la cual “irrumpe cuando se sustituye la finalidad principal del lenguaje, describir la realidad, por el objetivo opuesto a reafirmar nuestro poder sobre ella”. (p. 15). En otras palabras, el idioma envilecido convierte a la ideología en impermeable a la verdad empírica y a la coherencia lógica.
“Como consecuencia de ello, la neolengua desarrolla su peculiar sintaxis que, a pesar de estar estrechamente vinculada a la del lenguaje ordinario, rehúye celosamente el encuentro con la realidad y la lógica de la discusión racional”. (p. 15)
Sobre todo, el propósito de esta jerga izquierdista es proteger la ideología de los ataques maliciosos de cosas reales. Entre esas cosas reales, las más importantes e insidiosas son las personas, ese obstáculo que los sistemas revolucionarios buscan superar y las ideologías intentan destruir.
Tratar a los individuos como personas requiere necesariamente que alguien valore al otro como como se valora a sí mismo. Este respeto mutuo socava la ideología, porque dicho respeto supone un diálogo por medio del cual llegamos a acuerdos y compromisos.
Esa capacidad de dialogar entra en contradicción con los métodos intolerantes de cierta izquierda. Al corromper el lenguaje, el radical cuenta con el vocabulario fanático para rechazar cualquier compromiso, pues no se puede negociar con los culpables.
El tercer impulso es el resentimiento. El marxismo se jacta de su carácter científico por la teoría del valor-trabajo y la interpretación de la historia como lucha de clases. Ese velo seudocientífico apenas recubre la enfermedad emocional del odio social.
“Además, logra y conserva todos esos beneficios gracias a la explotación a la que somete al proletariado, que no tiene nada excepto su trabajo y, por ello, siempre será fraudulentamente despojado de la recompensa a la que en justicia tiene derecho”. (p. 19).
La doctrina marxista saca el máximo provecho al victimismo. Por este camino patético, el proletariado es descrito como explotado sin misericordia por la clase burguesa, la cual cuenta con todo el poder y disfruta de todos los privilegios. Además, según teodicea revolucionaria, la burguesía es el último obstáculo histórico que evita alcanzar la utopía.
El elemento secreto
Según Scruton, el posmodernismo hereda del marxismo la “astucia teológica” de la diferencia entre ciencia e ideología. Su dogma es que la verdadera ciencia tiene por objeto a la lucha de clases. Por tanto, todo pensamiento, que no resalte el conflicto social por sobre los hechos empíricos, resulta ser ideológico, es decir, una forma de complicidad con la clase dominante.
“Como la teoría de clases es la verdadera ciencia, el pensamiento político burgués tiene necesariamente naturaleza ideológica. Y como la teoría de clases revela el carácter ideológico del pensamiento burgués, debe ser considerada científica. Entramos así en el círculo mágico de un mito sobre la creación”. (p. 20).
Además, el materialismo histórico no es una ciencia abierta a todas las personas. Es un saber esotérico, propio para algo más que expertos, más bien exclusivamente digno de verdaderos iniciados.
“Al presentar su teoría con lenguaje científico, Marx la dotó con el distintivo de una iniciación. No todo el mundo puede hablar ese lenguaje. Sólo una élite puede comprender y aplicar una teoría científica”. (p. 29).
Dicho saber esotérico es el fundamento del autoritario gobierno de los sabios, del que también nos habla Isaiah Berlin. Este mismo esquema de pensamiento marxista se encuentra en pensadores como Foucault.
“Se prueba, así, que únicamente la élite posee ese saber iluminado y, por tanto, el derecho a gobernar. Este es el rasgo que explica que Voegelin, Alain Besançon y otros se hayan referido al marxismo como una especie de gnosticismo, el membrete que hace posible el gobierno a través del conocimiento”. (p. 20)
De esta forma descubrimos que, detrás de las declaraciones de relativismo y heterodoxia del posmodernismo, se encuentra una noción profundamente dogmática y una insaciable voluntad de poder.
Desenmascarar a los desenmascaradores
Los posmodernos se ufanan de desenmascarar a la sociedad burguesa. A sus santos patronos en esa misión los han bautizado con el pomposo título de los “maestros de la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud. Todos ellos son reduccionistas, pues cada uno de ellos devalúa el espíritu humano a una pulsión biológica primaria.
La misión que se impuso a sí mismo Scruton es quitarles las máscaras a los insolentes posmodernos. De esa forma, revela que el pensamiento deconstruccionista no aporta nada significativo a la existencia humana. Su originalidad consiste en el dudoso aporte de legitimar a la trasgresión por encima de la trascendencia, a la destrucción por encima de la creación.
Scruton pone de manifiesto que, si tenemos que luchar por los valores de la libertad y la justicia, debemos hacerlo en el seno de la tradición occidental. A pesar de sus innegables defectos y fallas, esta tradición es la que ha asumido la defensa de los valores democráticos durante siglos. Si no hacemos eso y caemos en la seducción de la furia deconstructiva, ponemos en riesgo la capacidad de evolucionar de la humanidad.
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