Occidente

 


Occidente está frustrado, desconfiado, enfadado e histérico


¿Por qué nuestro estado de ánimo colectivo es tan tenso? Estamos inundados de riqueza material y la tecnología nos proporciona capacidades sin precedentes. Pero esta apariencia de bienestar oculta una crisis más profunda. El descontento de los votantes, expresado en el rechazo populista de los candidatos y plataformas del establishment en favor de agitadores de izquierdas y derechas, indica que el consenso dominante en Occidente ha perdido su autoridad. Nuestras instituciones se están viniendo abajo, dejándonos vulnerables y sin rumbo. Es esta decadencia general de la autoridad, y no la ferviente pasión ideológica, lo que hace que nuestra cultura pública parezca tan disfuncional. Es cierto que hay fervientes defensores del statu quo neoliberal, así como disidentes que teorizan nuevos y audaces paradigmas. Pero en su mayor parte, Occidente está frustrado, desconfiado, enfadado e histérico. ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Permítanme comenzar con el gran poeta romántico Samuel Taylor Coleridge. Entre los pocos ingleses de su época que habían estudiado en Alemania, Coleridge recibió la influencia de la filosofía crítica de Kant y Hegel. Hacia el final de su vida, escribió un tratado de filosofía social, Sobre la Constitución de la Iglesia y el Estado. Basándose en la noción de Hegel de la cultura como un sistema de conceptos antagónicos en fructífera tensión, Coleridge identificó dos elementos de la sociedad moderna.
A un elemento lo llamó el Partido de la Permanencia, dominado por la clerecía, término que Coleridge acuñó para designar a quienes defienden las normas e instituciones establecidas. En su época, este grupo incluía al clero, por supuesto, que es portavoz de la ortodoxia. Los abogados y los jueces también forman parte de la clerecía, junto con los aristócratas de mentalidad intelectual y otras personas interesadas en mantener el statu quo.


Frente al Partido de la Permanencia se alza el Partido del Cambio. Los hombres de comercio, los inventores y otras personas que dirigen los motores de la transformación económica desempeñan papeles destacados en él. Los radicales y reformistas políticos también pertenecen a este bando, al igual que los escritores y artistas que critican, se burlan o satirizan el statu quo.

Según Coleridge, el cuerpo político se mantiene en equilibrio gracias a una tensión permanente entre el Partido de la Permanencia y el Partido del Cambio. El primero frena la temeridad y la impaciencia del segundo, mientras que el segundo desafía la complacencia y la indiferencia del primero.
En la política inglesa del siglo XVIII esta fructífera tensión se manifestaba en las luchas por el poder entre whigs tories. A mediados del siglo XIX, esos partidos políticos habían adoptado nombres ideológicos, liberales y conservadores. Esa polaridad enmarca también la política estadounidense contemporánea. Los liberales se ven a sí mismos como agentes del cambio en la economía, la política y la moral. Los moderados son reformistas; los radicales, revolucionarios. Mientras tanto, los conservadores utilizan su poder como pilares del statu quo para aportar un freno, limitando el cambio y asegurando la continuidad.
Durante la mayor parte de la historia de Estados Unidos se produjo algo parecido a la fructífera tensión de Coleridge. La vida pública estadounidense estuvo marcada tanto por los ardientes defensores del cambio –cambio constitucional, económico y cultural– como por quienes obstaculizaron o moderaron las ambiciones de los autoproclamados reformadores de la sociedad.
Lo que he visto a lo largo de mi vida es cómo este sistema se ha venido abajo. Sostengo que esta ruptura es una de las razones por las que estamos experimentando tanta agitación política y social.
El Partido de la Permanencia obtiene su poder de instituciones establecidas que tienen interés en mantener su propia autoridad. Las universidades modernas pueden haber sido durante mucho tiempo semilleros de innovación científica, pero hasta hace poco eran culturalmente conservadoras, preservando un canon cultural y transmitiendo una herencia literaria, filosófica e histórica a la siguiente generación. Dedicadas a la transmisión de la herencia apostólica, las iglesias han sido aún más conservadoras. Lo mismo cabe decir de jueces y abogados, que en la tradición anglosajona son guardianes de un cuerpo asentado de precedentes legales.
Podría seguir. Los padres transmiten una herencia familiar; los críticos literarios y los conservadores de museos mantienen unas normas de juicio. Ninguna de estas autoridades es inmóvil. Las tradiciones son cosas vivas. Algo parecido a la noción de John Henry Newman sobre el desarrollo de la doctrina se da en el Partido de la Permanencia. Como le dice el joven Tancredi a su tío aristócrata en El Gatopardo, la novela de Giuseppe di Lampedusa sobre el Risorgimento italiano: «Todo debe cambiar para que todo siga igual». Pero la adaptación ha dado paso a la capitulación al por mayor. En las dos últimas generaciones, el Partido de la Permanencia ha perdido el control de las instituciones que anclan la sociedad. Esas instituciones han sido tomadas por el Partido del Cambio.
En mi reciente libro, El retorno de los dioses fuertes, avanzo una tesis histórica para explicar el ascenso del Partido del Cambio y la desaparición del Partido de la Permanencia. En pocas palabras: las catastróficas décadas de principios del siglo XX destruyeron la credibilidad de las viejas autoridades, socavando así la legitimidad del Partido de la Permanencia. Allí documento el modo en que los intelectuales de la época de la guerra teorizaron sobre un nuevo comienzo en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, que promovería un consenso basado en la «sociedad abierta».
El libro traza la evolución del consenso a favor de la sociedad abierta, que comienza con un equilibrio cuidadosamente calibrado entre autoridad y «apertura», no muy distinto del sistema imaginado por Coleridge. El título del libro programático de Arthur Schlesinger para los Estados Unidos de la posguerra capta este ideal: El Centro Vital. La «apertura» inicial flexibilizó a las antiguas autoridades sin desplazarlas. Pero la hegemonía creciente de la «apertura» arruinó este equilibrio y pocas décadas después de la liberación de Auschwitz, Occidente defendía la «apertura» no como una forma de mantener el cambio dentro de la permanencia, sino como el bien supremo en sí mismo. El consenso neoliberal de la década de 1990 lo apostó todo a ella: comercio abierto, fronteras abiertas y mentes abiertas. El resultado hoy en día no es sólo el fluido mundo del comercio global, sino una imaginación moral licuada, simbolizada por la bandera arco iris y su promesa de que podemos cruzar fronteras y crear nuevas formas de vida, incluso hasta el punto de superar la diferencia biológica entre hombres y mujeres.
Las embajadas estadounidenses ondean ahora la bandera del arco iris. Es una clara señal de que el Partido del Cambio se ha convertido en el partido del establishment en Occidente. Lo mismo ocurre con el «Consenso de Washington», el programa para llevar al mundo entero a un sistema global de libre mercado. Cuando casi todos los poderosos de Occidente predican la virtud de la diversidad y la inclusión y cantan hosannas a los beneficios de la innovación y la «destrucción creativa», constatamos que el Partido de la Permanencia se ha convertido en un partido casi difunto.
De ello se derivan dos consecuencias. En primer lugar, a medida que el Partido del Cambio asume el control de las instituciones fundacionales, las realidades que anclan nuestras vidas se vuelven tan flexibles, porosas y abiertas que pierden su autoridad. La redefinición del matrimonio es un ejemplo obvio. Un proceso similar ha tenido lugar en universidades, museos y ciertas comunidades religiosas. Como insta el filósofo italiano Gianni Vattimo, debemos abrazar «el debilitamiento del Ser». El resultado es un entorno social de instituciones disminuidas que son menos capaces de imponer asentimiento y dar estabilidad a nuestras vidas. En resumen, asistimos a la desintegración de las formas sociales y a la atomización de los individuos. Hoy en día, es más probable que un joven se forme en el fluido mundo de las redes sociales que en las instituciones tradicionales.
La segunda consecuencia del ascenso del Partido del Cambio es más estrictamente política. Algunos segmentos de la sociedad siguen respaldando a las viejas autoridades: la fe, la familia y la patria. Pero estas personas, las que leen First Things, ya no están a cargo de las instituciones centrales. Expulsados a los márgenes por el consenso de la sociedad abierta, los que se basan en verdades metafísicas ya no ejercen el poder establecido. Los medios de comunicación, las universidades, las fundaciones y otras instituciones nos denuncian como «temerosos del cambio» en el mejor de los casos, y más a menudo como «odiadores», «homófobos» y otras monstruosidades morales.
Se puede anticipar, por tanto, un desarrollo paradójico, que se está desplegando ante nuestros ojos. Censurado y marginado, lo que queda del Partido de la Permanencia empieza a considerar hostil el statu quo. Como observa Aaron Renn en Los tres mundos del evangelicalismo (febrero de 2022), los cristianos tradicionales entran en esta categoría. El «mundo negativo» es aquel en el que el Partido del Cambio ha colonizado todas las instituciones culturales importantes. Esta evolución sitúa a los que creemos en «lo permanente» fuera del establishment. Empujados a los márgenes, los que antes anclaban la sociedad en el Partido de la Permanencia empiezan a adoptar una postura «populista», o incluso contrarrevolucionaria. (La popularidad de la Misa Tradicional en Latín entre los jóvenes católicos conservadores de Estados Unidos ilustra esta dinámica).
El triunfo casi total del Partido del Cambio ha dado a los revolucionarios y a sus compañeros de viaje la posesión de poderosas instituciones. Ahora utilizan su poder institucional para imponer aquel «debilitamiento del Ser» en todos los aspectos de la sociedad, incluida la vida privada, donde se vigilan incluso los pronombres que usamos. Los que conservan sus convicciones metafísicas, los miembros del antaño formidable Partido de la Permanencia, se encuentran con que son adversarios de las autoridades establecidas. Paradójicamente, el Partido de la Permanencia se convierte en un reflejo del Partido del Cambio. Su objetivo es derrocar un régimen que insiste en el «debilitamiento del ser», y este proyecto requiere adoptar las tácticas de disrupción utilizadas por el Partido del Cambio. Mientras tanto, frente a los desafíos populistas, el Partido del Cambio actúa como el antiguo Partido de la Permanencia, desplegando su amplio poder institucional para suprimir la disidencia y mantener el statu quo.
Según mi análisis, la desaparición de la fructífera tensión que identificó Coleridge genera la polarización actual y fomenta la política nihilista. Los populistas antisistema hablan de derrocar a las élites, retórica que no es ajena a las páginas de First Things. Los progresistas financiados por el establishment hablan de «abolir el orden social y construir una nueva sociedad» (como se lee en la declaración de principios de Education for Liberation Minnesota). ¿Quién habla de preservar el statu quo?
Quienes se reúnen en Davos y otras élites tienen ciertamente interés en que la forma en que están las cosas no cambie. Pero casi todos los poderosos en Occidente se consideran miembros del Partido del Cambio. Quieren una «sociedad abierta», de hecho un «mundo abierto». Como resultado, aunque estos poderosos estén al timón, les resulta muy difícil resistirse a los «agentes del cambio» más radicales. El dominio del Partido del Cambio sobre todas las instituciones de Occidente, salvo la Iglesia católica (y algunas comunidades protestantes, así como el judaísmo y el islam tradicionales), explica por qué la revolución woke ha adquirido tal influencia. También ayuda a explicar la paradójica combinación actual de radicalismo y estabilidad. El Partido del Cambio se ha convertido en un sucedáneo del Partido de la Permanencia, un establishment muy poderoso que apuesta por la revolución permanente.

Muy interesante y sustentado, el fenômeno tiene también respuesta histôrica, los del Cambio logran entrar al Poder y desde el Gobierno se 'oficializan', premisa que indica que empieza su decadencia', y para lograr permanencia 'buscan tiempo' mediante el caos. Lo impulsan.

La democracia y los valores de una sociedad solo se pueden destruir desde adentro, al apoderarse de las esferas de poder, al transformarse en la nueva "élite permanente' firman su sentencia de muerte, pues el caos social, una vez alentado y suelto, va por ellos.

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