«Sabemos bien que cuando una nación o una civilización toman mala conciencia, están listas para derrumbarse» (Jacques Ellul)
«Sabemos bien que cuando una nación o una civilización toman mala conciencia, están listas para derrumbarse» (Jacques Ellul)
El antirracismo, comunismo del siglo XXI
En el año 2005 el filósofo francés Alain Finkielkraut anunció, en una polémica entrevista y en tono casi profético, que el antirracismo sería el comunismo del siglo XXI. Por aquel entonces, ni Vinicius aspiraba al codiciado puesto de Gran Inquisidor de Infantino junto a sus secuaces de la FIFA ni Susana Griso calculaba la correlación exacta entre niños franceses mutilados y votos lepenistas. «No es suficiente con no ser racistas, hay que ser antirracistas», rezaba la portada del diario deportivo Marca el pasado 23 de mayo de 2023. El antirracismo, huelga decir, no es lo contrario del racismo sino el racismo contrario. Y si teníamos alguna duda sobre la posibilidad de que los movimientos culturales de procedencia norteamericana pudieran replicarse en España, antaño reserva espiritual de Occidente, esta portada de Marca puede considerarse una manifestación más, si acaso la más ruidosa, de la definitiva penetración en el debate nacional de la última religión política.
El hecho de que sea precisamente España la señalada en esta nueva cruzada de la Internacional cursi de las almas bellas añade al asunto otro factor interesante. De poco nos ha servido a los españoles nuestra larga tradición de mestizaje, las Leyes de Indias o la segura teología que proclamaba la unidad del género humano fundamentada en la Creación y la Redención. Ni siquiera la fotografiada presencia de diputados guineanos negros durante la ominosa dictadura nacional-católica podía servir de pretexto en la era de la tiranía de la penitencia. En la era del pornocalvinismo anglosajón y de la tiranía de la penitencia lo de menos es la virtud. Lo importante para la religión de la transparencia es la apariencia de virtud de los deeply concerned. El deleznable gesto simiesco contra un talentoso futbolista protagonizado por cuatro pobres desgraciados sirve, por lo visto, de retrato general de una civilización universal y milenaria que ha hermanado durante siglos a una porción considerable de la humanidad.
Una vez más podemos apelar a las dotes proféticas de Tocqueville, que ya había vaticinado en el siglo XIX que nuestro futuro sería el de Rusia y Estados Unidos, para colocarnos en la pista de salida de una interpretación adecuada sobre la secreta rivalidad mimética, por decirlo en los términos de René Girard, que rige en el campo de Agramante del imaginario utópico-futurista. Los nuevos cielos y la nueva tierra soñados por los viejos calvinistas han poblado casi todos los proyectos políticos modernos. El puritano engendró al jacobino, que a su vez parió al bolchevique. Y si la Rusia marxista-leninista fue la Meca de la religión política en el siglo XX, los Estados Unidos del Black Lives Matter y el Me Too han tomado claramente el relevo en el XXI. Efecto boomerang, pues de algún modo todo vuelve a su origen. Contemplada desde nuestra perspectiva la historia del siglo XX, parece claro que la llamada Guerra Fría fue algo más que una colosal controversia geopolítica. El verdadero rostro de aquella gigantesca lucha entre las dos superpotencias vencedoras de la II Guerra Mundial dista mucho, sin embargo, del que imaginaron quienes participaron activa y, en muchos casos, valerosamente en ella. La historia revela sus razones más allá y más acá de las intenciones de sus protagonistas porque los hombres que creen hacer la historia en realidad solo viven en ella.
Volviendo a nuestro tema, no es casualidad que las ministras de la nueva izquierda posmoderna, algunas ya políticamente defenestradas tras las primeras purgas cuquis de la era contemporánea, acudan hoy a la ciudad de Nueva York con el mismo fervor con el que los militantes revolucionarios visitaban Moscú en el siglo pasado. La nueva ciudad en la colina es una curiosa aleación entre la gramática marxista contenida en la dialéctica de la lucha de clases y la semántica emancipatoria que se sigue desplegando, atenuada pero incansable, en los tiempos líquidos del posmodernismo militante. Señalaba Finkielkraut en la mencionada entrevista que «cuando el comunismo se derrumbó, el antirracismo ocupó su lugar«. Como recordó en su día Jules Monnerot (1909-1995), uno de los más perspicaces escrutadores de las mitologías políticas del siglo XX, el corpus doctrinal del marxismo «se encuentra todavía en el centro de la actividad revolucionaria. Lo está todavía al menos —añadía— en el sentido de que no hay ningún otro. Lo que no se ha reemplazado no se ha destruido».
El momento Foucault
En esta operación de prestidigitación teórica juega un papel estratégico el momento Foucault del pensamiento europeo que se manifestó en la revuelta contracultural de 1968, el año cero de la revolución en marcha. El autor de La historia de la locura en la época clásica tomó el relevo de Marx como inspirador de la demiurgia mesiánica. La predominancia de lo racial sobre lo social, de lo técnico sobre lo político, de lo privado sobre lo público, de lo minoritario sobre la norma, de la memoria sobre la historia, es deudora de su visión. La crítica contenida en el famoso triángulo de la sospecha (Marx-Freud-Nietzsche) cambia aquí de sentido y ambición. La dominación se encuentra, según Foucault, en todas partes, pues el poder autoritario no se concentra solo en el ámbito económico y político. Se halla, fundamentalmente, en las relaciones cotidianas e impregna a la cultura entera. El poder, como el ser al modo aristotélico, se dice de muchas maneras. Los micropoderes encargados de vigilar y castigar, he aquí a los enemigos que se manifiestan en los micromachismos, las microagresiones, los microrracismos y los microprejuicios. El mal, como el demonio, está en los detalles y, al igual que el padre de la mentira, permea en todos los ámbitos de la sociedad de manera sigilosa, casi inapreciable. El enemigo interior es ese pequeño Hitler que anida, como un alien, en nuestro inconsciente. El bigote fascista crece por dentro, se trata de denunciarlo para poder afeitarlo a tiempo. Aplaudamos pues la nueva y transgresora publicidad woke contra la masculinidad tóxica de Gillette, viejo símbolo capitalista del orgullo masculino que hoy ha despertado muchas conciencias relajadas por la inercia del sistema heteropatriarcal. Los altares olvidados han sido esta vez asaltados por los nuevos dioses del capitalismo moralista: un capítulo más en la larga historia de los awakenings norteamericanos.
Foucault ofrecerá a la nueva izquierda un nuevo vocabulario capaz de renovar la crítica social de acuerdo con este insólito modelo de interpretación. Si el poder está por todas partes (y no solo en el Estado o en las relaciones de producción) habrá que combatirlo también por tierra, mar y aire. Surge así nuestro modelo de micromilitante de cada día, el tábano posmoderno que no descansa y convierte todo acto —en particular el acto mercantil cotidiano del consumidor concienciado— en una expresión simbólica de la lucha emancipatoria contra todas las discriminaciones. Un autor de la talla de Marcuse trabajará también en favor de esta politización permanente de lo doméstico contra las formas secretas de la alienación contemporánea. Conocemos el eslogan (lo personal es político) pero hemos olvidado a sus apóstoles. No se trata de la conquista del Estado (descanse en paz Ramiro Ledesma) sino de la transformación entera de una existencia que se autodefine por la revolución permanente en pro de las identidades negadas. La nueva subjetividad se expresa así de modo prioritario en la raza, el género o la orientación sexual, una excusa perfecta para la plena politización de la vida, desde el desayuno hasta la mesilla de noche. En esta particular filosofía el coito se convierte también en acto militante, como lo demuestra el caso del propio Foucault, firmante de manifiestos setenteros contra la ilegalización de la pederastia y colonialista blanco predatorio de menores árabes en el cementerio tunecino de Sidi Bou Said. En la perspectiva liberal-libertaria hasta la criminalidad es recodificada como una manifestación prometedora de resistencia contra el orden autoritario invisible de la vieja sociedad.
De este modo, para la nueva izquierda radical posmoderna el paciente trabajo de análisis social condujo a la reconstrucción del sujeto revolucionario sobre bases inéditas, alejadas del canon marxista ortodoxo. Fue también el balance de los radical sixties americanos. La digestión de los nuevos parámetros epistemológicos de los exiliados universitarios de la Escuela de Frankfurt aceleró esa labor crítica indispensable. Algunos intelectuales liberales ya anunciaron por aquel entonces las «incertidumbres americanas», llamadas a difundirse desde campus como Berkeley hasta desembarcar en Europa. Desde entonces, la historia del Viejo Continente, proa durante siglos del dinamismo histórico de la humanidad, se ha resumido en la crónica cultural de los atraques (y atracos) de las modas culturales llegadas desde la costa opuesta del Atlántico.
Big Brother, Big Mother, Big Other
Europa asistió, entre la tentación y el miedo, al auge y caída de la gran utopía mesiánica del comunismo. Demasiado burguesa y moderada quizá, el Occidente europeo se decantó por una utopía menor, socialdemócrata, un marxismo asumible, sueco y con corbata, el Big Mother del Estado del Bienestar, alabado incluso por algunos jerarcas de la Iglesia engañados por el mito, entre religioso y mundano, de la justicia social inventada por el jesuita Taparelli. Augusto del Noce ya dejó escrito que el marxismo fracasó en el Este porque triunfó en el Oeste. Hijos de Marx y de la Coca-Cola, los euroamericanos asisten hoy por fin al nacimiento de la última criatura engendrada en las entrañas de la tradición arquitectónica occidental de las ciudades en las nubes. Es el Big Other, campo de juego moral del Imperio del Bien (Philippe Muray) en el que trabajan a pleno rendimiento los funcionarios simbólicos del pecado original, administradores de la vida cotidiana del europeo, ese hijo adulterino del Homo Festivus y del emotivismo tamizado por una atávica culpa religiosa resistente a las diferentes olas secularizadoras. «Con todas las salvedades, la mentalidad de la inculpación —escribía allá por los años ochenta el filósofo francés Pascal Bruckner— subsiste en nosotros como un reflejo en la manera en la que nos fustigamos espontáneamente frente a las desgracias del planeta. El europeo medio, hombre o mujer, es un ser de una sensibilidad extrema, siempre dispuesto a atribuirse la pobreza de África, de Asia, a compadecerse por las desgracias del mundo, a atribuirse la responsabilidad, a preguntarse por lo que puede hacer por el Tercer Mundo en vez de interrogarse por lo que el Tercer Mundo puede hacer por sí mismo».
La figura del Gran Otro se impone como la última versión, actualizada, corregida y aumentada del culto poscristiano victimocéntrico. «Cómo el odio de sí mismo se ha convertido en dogma central de nuestra cultura, he aquí un enigma del que la historia de Europa es fecunda», afirmaba también Bruckner. Es paradójico: a medida que nos alejamos del fundamento que las sostiene, las ideas se radicalizan, nos recuerda por su parte Chantal Delsol. Las viejas virtudes cristianas, al sentirse aisladas y verse vagando solas, se vuelven locas, afirmaba Chesterton en Ortodoxia. Así, la caridad cristiana termina entronizando la alteridad del buen salvaje hasta transformarse en pasión autodenigratoria. En el reino del Big Other, odiarás a tu prójimo como a ti mismo. Un capítulo más en los cantares de gesta del masoquismo occidental. El Otro, en efecto, acumula todas las virtudes. Y esto por la sencilla razón de que disfruta de la infinita ventaja de no ser Nosotros. El Gran Otro es así el nuevo dios vengativo en el que se apoya la crítica inmisericorde de la civilización occidental. Toda teología tiene su demonología. Una vez más Bruckner: «El euroamericano es a la vez maldito e indispensable: gracias a él todo se vuelve claro, el mal tiene un rostro, el malvado es universalmente designado. Culpabilidad biológica, política, metafísica». El racismo es ese nuevo mal absoluto que viene a resumir todos los demás y contra el cual deben coaligarse los cazadores de brujas del macartismo multiculturalista.
Rabiosamente antioccidental y paradójicamente ultraoccidental, en esta sociología victimolátrica se resume el catecismo hoy hegemónico de la inclusión y la diversidad, relato único y monocorde que se impone como el credo dogmático de una nueva iglesia de sacerdocio universal. La lucha contra todas las discriminaciones se erige así en nuevo ideal futurocéntrico. Con él y en él se lucha contra el racismo dizque estructural y la llamada discriminación sistémica. Sumisión a la religión importada del paraíso USA cuyo demonio es Donald Trump. La sociedad contemporánea se descubre así culpable (Gran Otro, Gran Culpa) de opresiones pasadas, presentes y futuras. El pecado es de pensamiento, palabra, obra y omisión porque el mismo silencio se vuelve sospechoso. Solo se puede redimir mediante la refundación penitencial del concepto mismo de ciudadanía que, superando la desfasada noción de igualdad política y jurídica entre compatriotas, logre alcanzar la tierra prometida de la fraternidad entre los incluidos y los excluidos.
Así, del mismo modo que hay apóstoles del odio en el islamismo radical, hay predicadores de la vergüenza y la culpa en nuestras democracias avanzadas, sobre todo entre las élites pensantes y mendicantes (del presupuesto estatal, se entiende). Cóctel explosivo, pues nuestra vergüenza y nuestra culpa justifican y legitiman su odio. El proselitismo oikofóbico es muy activo y consiste en renunciar primero a nuestros sedicentes privilegios para después concederlos como derechos humanos a las poblaciones alógenas. Discriminación positiva del nuevo evangelio impolítico: los últimos de ayer serán los primeros de hoy. Traducción para incautos: los autodenominados representantes de los perseguidos de ayer se convertirán en los perseguidores de mañana.
En ese páramo del heroísmo que es hoy Europa, la figura simbólica de la víctima se ha transformado en el gran talismán legitimador. Daniele Giglioli ha entendido cómo el poder victimocrático instrumentaliza la concurrencia victimista al servicio de su propia agenda de certificación moral. Esta transmutación de valores distorsiona y socava el significado moderno de la igualdad ante la ley. Ya no hablaremos de la igualdad entre ciudadanos libres de una comunidad política integradora sino de la igualdad entre grupos, razas y colectivos organizados en un nuevo modelo de coexistencia (ya que no de convivencia) basado en un comunitarismo que consagra el apartheid legal. Las políticas de la identidad reafirman así, en nombre del antirracismo, los antiguos prejuicios ligados a la raza o la etnia. Simplemente marca con un signo positivo aquello que previamente venía estigmatizado con un signo negativo. La minoría, étnica, religiosa o sexual (léase también autonómica, en España) es un pequeño buen salvaje de regreso a su angelismo.
El Estado diversitario, antirracista e inclusivo se presenta de este modo como el instrumento en pos de la revolución de todos los días, en la que los militantes de la última moda anticipan como hombres nuevos el signo de la futura humanidad reconciliada, sin pasado, sin herencia y sin mancha. Para conseguirlo no es preciso alterar las estructuras jurídicas, sociales o económicas, y mucho menos los sistemas y relaciones de producción ligados al viejo mundo del trabajo. En el universo moral del precariado, donde el trabajo asalariado casi se percibe como una antigualla, el Capital de Marx parece ya un fósil. De la lucha de clases pasamos a todas las clases de lucha. La clave es transformar las mentalidades, domesticar la conciencia hasta convertirla, por fin, al Bien. Joachim Fest recuerda que cuando a Hitler se le preguntaba por qué no quería socializar la banca, respondía convencido: «¿Tenemos necesidad de socializar los bancos y las fábricas? No, nosotros socializamos personas. Nuestro socialismo alcanza mayores profundidades». Este hitlerismo invertido opera hoy como metodología preferente de los ingenieros de almas. He aquí la tarea de las infinitas agencias e instituciones ligadas al Estado terapéutico al servicio del Big Other. Se lucha contra las fobias, se patologiza el disenso, se medicaliza al adversario político. No hay lugar siquiera para la duda o el escepticismo en el consenso del Bien. No es suficiente la indiferencia, se requiere la adhesión. «No basta con no ser racista, hay que ser antirracista«. Editorial ejemplar del International Beobachter.
Mátalos suavemente: una Terranova sin Auschwitz ni Gulag
Eso sí, para conseguir la devoción no es precisa la violencia. La educación, la propaganda y la comunicación ocupan el lugar en otro tiempo reservado al campo de concentración. Se cancelan almas y pensamientos allí donde antes se exterminaban cuerpos. La lucha contra el hombre interior sustituye al combate contra el hombre exterior. En el Matrix biempensante se fabrica políticamente al hombre nuevo socializando al nuevo ciudadano global desde la cuna hasta la sepultura. El individualismo liberal-libertario se funde aquí con el totalitarismo de la gobernanza globalista. Llegamos así al totalitarismo liberal (ese oxímoron) gracias al empeño transhumanista de las Big Four y de toda la santurronería de nuevos clérigos que gravitan a su alrededor.
Los nuevos cielos se funden con la nueva tierra. En 2011, un informe del grupo de expertos Terra Nova (fundación próxima al Partido socialista francés) señalaba que la izquierda socialista había perdido a la clase trabajadora que había constituido su electorado principal desde 1848. Según Terra Nova, la izquierda estuvo en sintonía con la clase obrera mientras se ocupó del campo socioeconómico. Ahora, sin embargo, debería centrarse únicamente en los «valores culturales progresistas». El terranovismo siempre ha sido el catecismo de la izquierda. Hoy lo es también de toda la derecha establecida (no solo en Extremadura). Lo único que ha cambiado es la brújula que indica el sentido de la marcha hacia el futuro y la tierra prometidas. La historia del utopismo futurocéntrico nos ha transportado infatigablemente desde un paraíso terrestre a otro. Permanece inalterada la forma mentis del utopismo, trasunto del odio inveterado del hombre al mundo, a la realidad y a su propia humanidad como criatura. Para llegar a una sociedad sin autoridad ni jerarquía, para lograr la meta ultraterrena de la emancipación definitiva, para abrazar el paraíso horizontal de una sociedad sin conflictos y para superar las tensiones de las luchas entre civilizaciones, habrá que pasar por el trance de una politización intensa.
Aunque en Modernidad y Holocausto Zygmunt Bauman nos recordaba que el campo de exterminio fue un fenómeno estrechamente relacionado con las características propias de la modernidad, lo cierto es que una parte del Occidente posmoderno ha sabido impugnar con determinación los métodos terroristas del totalitarismo al tiempo que conservaba su esperanza de transfiguración del mundo. Sin Auschwitz ni Gulag, pasamos de la dictadura soberana y violenta del totalitarismo ario o proletario a la dictablanda educativa y suave de los seres de luz preocupados por nuestro bien. Siempre iluminado por la utópica doctrina de redención intramundana de la humanidad que distingue al espíritu genuinamente revolucionario, el Estado multiculturalista y antirracista absorbe completamente a la sociedad para reconstruirla según su lógica ideocrática y prometeica. Siempre hay que pagar un peaje para alcanzar el supremo Bien. La tortilla no se hace sin huevos y, aunque vegana, esta tortilla nuestra no es una excepción a la regla de las tortillas.
La agenda de nazis y bolcheviques era trienal y quinquenal. Estúpida impaciencia. La Policía del pensamiento y la neolengua políticamente correcta de los jemeres rosas se impone suavemente como un catecismo amable y sonriente en empresas, bancos y universidades. Las agendas suaves y educativas como la de 2030 (fecha casi galáctica, con ecos de odisea en el espacio) se imprimen en almas y corazones gracias a la paciencia y empatía de los pedagogos. En virtud de su trabajo incansable, la utopía expiatoria purgará al hombre viejo para dar nacimiento al hombre nuevo. En el camino hacia el nuevo mundo, donde la moral sustituirá a la política y la ciudadanía se fundirá con la humanidad, la civilización occidental desaparecerá para siempre, engullida por la prehistoria y enterrada en la memoria de los hombres nuevos. La Larga Marcha será esta vez un poco más larga. Pero habrá merecido la pena.
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