Circunloquio de los trabajos y los días de Margarita García Alonso, por Joaquín Badajoz

 

Grietje Postma(Dutch, b.1961)



Circunloquio de los trabajos y los días

   

Margarita García Alonso 

Joaquín Badajoz

Hace poco menos de dos meses, el 18 de septiembre para ser exacto, recibí tres cuadernos de poesía de Margarita García Alonso; y unas semanas más tarde, el 6 de octubre, para continuar con ese impertinente asunto de la exactitud, un breve mensaje: “la pasión, que explica un poco los poemas”. Al pie me adjuntaba una novella titulada: “La pasión de la reina era más grande que el cuadro”. Como me intrigó el título, tanto o más que el mensaje y, además, juraba que me enviaba las clavículas de Salomón, una carta de marear o clave para entender su poética, fue lo primero que me bebí.  Me gusta, a veces, ser disciplinado, dejarme torear.

Como a esta alturas posiblemente entenderán, le creí; pero la liebre acariciada eriza el lomo, se transforma en gato montés. Pronto dejó de ser la suave pata de liebre de la buena suerte —esa que algunos colgaban de un llavero antes de la revolución vegetariana—, para clavar sus gatunas aguja hipodérmicas, y la inquieta nariz de liebre me sonrió con la grotesca y diabólica mueca casi humana de Popotas, el gato de Bulgakov. Y mientras eso sucedía, mientras seguía el ritmo de su prosa alucinada y gestual, fui comprendiendo que había sido engañado, pero no tanto. No era esta la llave maestra para navegar su poesía, sino para entrar a su atelier, es decir, hurgar un poco entre sus obsesiones y su mundo caótico.

“Para contar la historia del cuadro he tenido que engordar quince kilos”. Avanza el imán, con una gravedad, a estas alturas de la vida, andrógina: puesto que la vanidad se maquilla y se viste unisex. Lo que continúa es un episodio, sino totalmente testimonial, descarnadamente veraz, en el que se cuenta, casi todo el tiempo en primera persona, una historia rara y fascinante, la de una mujer, una artista madura, encerrada en su cuarto frente a un ordenador, viviendo al mismo tiempo varios mundos virtuales. Tan potente son sus memorias como su psiquis surrealista, los personajes reales o imaginarios que la habitan; porque esta mujer es un lienzo, un palimpsesto cubierto de infinitas cáscaras de óleo, que se resiste a dejarse concluir. Un cuerpo que cuenta su vida por cicatrices, esos “dispositivos de reminiscencias”, como aseguraba ese otro guajiro galo ilustre, Severo Sarduy, cuando escribía que “cada uno podría, recorriendo sus cicatrices, escribir su arqueología, descifrar sus tatuajes en otra tinta azul» (Arqueología de la pielEl Cristo de la Rue Jacob (Barcelona, Edicions del Mall, 1987). Pero donde Severo va a la marcas que cuentan una historia, Marga se explaya en la depauperación física y mental, la enajenación, que dejan marcas más profundas y deprimentes que cicatrices, ese desgaste que más que a una anécdota precisa alude a toda una epopeya vital, al paso irremisible del tiempo: descubrir frente al espejo que le regaló su hija las imperfecciones de sus poros, “un diente postizo, el antiestético que me colocó el dentista de la Avenida de Graville en Le Havre, a quien no he matado porque partí. Qué horror de diente. Me ha dejado entre el implante y la encía, el manchón negro de la raíz del diente desvitalizado, el cual sigue oscureciéndose y me impide reír. (…) Cuando tenga dinero me haré una sonrisa de capital y trabajaré en el Reina Sofía, o en la televisión española, repleta de animadoras viejas, gordas, arrugadas, tontas y llenas de mimos, quienes ganan altos salarios y no tienen vergüenza en hablar sandeces”. O cuando constata que no le “ha salido otra arruga en la cara, pero el óvalo del rostro sigue cayendo. Cae a partir de la comisura de los labios en la incipiente papada y me deprimo. El doctor me ha anunciado que entro en la menopausia y la palabra me larga a la transparencia. No es como tener ojeras, enojarme, o perder peso. Es nunca tener fines de mes, de treinta a treinta y un día fajándome con las facturas, los manuscritos que se acumulan y contagian esta cara que ya no existe”.


“La pasión de la reina… “ no es un rosario de penas; es más bien un diario febril, solo que su protagonista tiene suficiente coraje para narrar también sus desilusiones y fracasos, mientras de paso, sufre y vive, disfruta —puedo pensar— una historia más intensa que la de cualquier heroína. Y así, desbordada, riela entre los desahuciados, se deja seducir, seduce, vive vidas paralelas, construye ciudades y ordena —como hiciera alguna vez frente al computador matando la abulia y el sin sentido en juegos virtuales— un reino en el que ella es diosa coronada.

Esta es la historia de la mujer tras el papel, el código secreto, que como ya había anunciado, no me serviría de nada para leer su poesía —si acaso para escuchar otra versión paralela, para avisarme que me esperaban cornetas de bronce y una mirada descarnada contemplando el mundo cuántico—. Un caligrafía y otras son la misma. “Cuaderno de la Herborista”  y “La Costurera de Malasaña” son caóticos libros de labores, un diario del diario, que sería algo así como un hipertexto, asomarse al mundo a través de un laberíntico queso gruyere: con una cara a La Mancha y la otra a Normandía. La costurera y la herborista intercambian oficios poéticos, son dos caras de una misma moneda; son los temas, los ambientes, los que varían, pero la furia es la misma. Donde la costurera escribe: “He de tomar consejo de todos, la fibra rota, el paño ligero para confeccionar el lienzo que me arropará la eternidad”, la herborista sacude la cabeza nihilista, se niega a hacer concesiones, responde: “Ya que no he podido entender a los hombres, recorto y coso pero no me sale un humano, me dedico a las plantas”. Aunque no hay que confundirse, no se trata de seres diferentes, ambas tejerán versos con la misma ironía, la irreverencia femenina que suele ser más transgresora y asexuada que la de muchos hombres cuando se tiene un temperamento volcánico y el demonio súcubo se deja habitar por varones. Persiste en ambas una obsesión por el paso del tiempo, “la vejez como enigma”, llegada de súbito: ¿Qué hice para envejecer/ sin conocer respiros? Cada amanecer me arranqué la piel,/ maduré mi muerte, rompí con martillos/ la extraña jaula, corté las lianas y ahora/ no me pertenece este rostro/ que refleja el espejo.”, dice en Fin de los bellos días, de Cuaderno de la Herborista (pág. 26). Pero dónde mejor se nota es en sus poemas estacionales, que alternan entre ambos libros: dedicados a los meses, la primavera, el otoño, la liturgia de las horas. El tiempo pasa “en un pueblo triste que se escurre/ en el extremo”. También la solitud, pero una soledad rebelde, de tonada y danza, revuela en sus páginas. Los hombres pasan “amante de una noche cálida” (pág. 26), “adolescente de lengua de látigo” (pág. 49), recios e idénticos —como troncos desalmados por la tala: “Los mancebos mostraban ramas/ de una dureza que modelaba/ el horizonte del árbol” (pág. 36), escribe en Lo bueno de comer manzanas. Pasan los hombres y también los desengaños que sofoca impúdica la herborista: “cerradas las piernas emito fuegos/ desde que pinto a un hombre,/ aunque nunca falte el dildo,/ el tildo y hasta el falo japonés/ en su caja decorada con un samurai” (pág. 9, Abejones entretenidos) y la costurera zurce desconsolada: “En una habitación llena de objetos,/ —una silla vieja como mesa de noche/ un flexo torcido—/ aunque no tengo el don de la conversación/ he escuchado muchísimas cosas./ Con ligereza de carrusel tocado/ por la indiferencia de los Hombres/ me asombra la cantidad de amigos/ prematuramente muertos/ de hambre y cosas peores” (pág. 8, Desconsuelo de la costurera)

La decepción de sus sujetos líricos, esas laboriosas y cáusticas mujeres —de tijera y hacha, de herbario y cajón de sastre—, trasciende el género. No es simple misandria, ese rechazo al hombre en minúsculas que sienten la mujeres despechadas, sino más bien misantropía, desencanto existencialista, espanto. Ante la falsedad del mundo, la costurera y la herborista se refugian en mundos inanimados, producen sus propias escenografías, insisten en sus faenas. Y esas manualidades encienden un espíritu taumatúrgico, curan la fiebre, regresan como memoria replicada, de una manera tan intensa que  la dictadura de cronos, el dolor y la soledad no acaban de borrar una sutil seducción, un encanto infantil, lleno de erotismo y rebeldía. La costurera y la herborista (y viceversa) se alimentan como Tamerlán, el gato de personal del Conde Cagliostro, de buena literatura; filosofando, más que asistiendo a los debates; luego zurcen y siembran, recortan y podan. Uno de los poemas que más me gusta de La Costurera de Malasaña —que dicho sea de paso, es un feliz título: la madrileña Malasaña encierra furia etimológica, un trágico bautizo y una conexión macabra entre Francia y España—dice:

Monederos de piel humana

Cuando los jóvenes poetas españoles

Celebraron en 1927 el homenaje

A don Luis de Góngora,

Gerardo Diego confesó

Que le había sido de mucha ayuda

Las descalificaciones de eruditos.

Si un escritor es despreciado

Por algún famoso académico,

enseguida busca descubrir

el hueso de la poesía.

Los eruditos siempre aciertan al revés,

como los meteorólogos de campanario.

Después de esto, no queda otro remedio que hacer mutis, y ni atreverse a tañer la campana retórica, que en la literatura, como en la vida, las palabras más huecas son las que más ruido hacen. Que solo sirvan estas huecas —y ya extensas— palabras mías para anunciar a la poeta.

 The Roads, noviembre, martes 13 i 2012. 




La Costurera de Malasaña



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