fatalidad


 Anders Zorn - Our Daily Bread , 1886  Este óleo me recuerda la resonancia vibratoria cuando pronunciamos 'el pan nuestro de cada día'.

La idea de una entidad absolutamente dueña de regular todas las conductas ha penetrado con fortuna en la ciencia política


«Sólo hay una fatalidad, la de los pueblos que no tienen fuerzas para levantarse y se tumban en una cuneta para morir. El destino de una nación se gana cada día contra las causas internas y externas de destrucción» (Charles De Gaulle).
Parece que poco importa lo que pensemos sobre el pasado. Sabemos que no va a volver. Sin embargo, Burke advertía de que «quienes nunca miran hacia sus antepasados nunca podrán prever el porvenir». Y así como una acción sin herencia empuja al voluntarismo desnortado, una herencia sin acción conduce al quietismo o –lo que es peor– al aburrimiento. La derecha, acostumbrada a perder más tiempo del necesario en construir genealogías del fracaso, parece desistir de la tarea de construir el porvenir y termina por someterse a las narrativas que emanan de ideologías progresistas, futurocéntricas por definición. Al hacerlo, no solo renuncia a disputar el futuro, sino que también se despoja de una cierta perspectiva que la definía: una mirada lúcida e inspiradora a la herencia recibida de sus ancestros.

Sheldon Wolin: política y perspectiva

Pensadores como Leo Strauss, Erik Voegelin o Hannah Arendt centraron sus esfuerzos en escribir sobre momentos del pasado de Occidente y encontraron en ello una genuina iluminación para la filosofía política. En esa misma línea se movió el pensador político Sheldon Wolin. ¿Fue un pensador político o un historiador de las ideas políticas? Sigamos en todo caso la distinción de Carl Schmitt: lo de menos fueron sus posiciones, centrémonos en sus conceptos. Wolin alcanzó la cima académica en 1960 con un libro, Politics and Vision, uno de los ensayos más penetrantes en la historia del pensamiento político tras la Segunda Guerra Mundial, en la que participó como piloto de bombarderos. En esta obra se pasaba revista a situaciones históricas en las que se engendraron visiones de la política insólitas y creativas. Wolin destacaba la tensión entre la continuidad y la innovación inherentes a la historia de las ideas políticas. De lo que se trataba era de revisar el lugar del pasado como perspectiva desde la que abordar el estudio del presente. Abordar la historia de la teoría política buscando tanto la continuidad como la innovación implica respetar a la historia, como lo hacía Wolin, como método o herramienta razonable para el conocimiento de lo político, pero también considerar que «no es la fuente del saber político». En este sentido, su ángulo de análisis no es tan diferente del de los clásicos de las ontologías de lo político en el siglo XX, como el citado Carl Schmitt o Julien Freund.


No es casualidad que Wolin exiliara la palabra historia del título de su libro primordial. Por el contrario, en él destacaba el término estratégico de «visión» (traducido en las ediciones en castellano como «perspectiva»). Como decía Pierre Manent, existe un regard politique. La visión específicamente política contiene también, y no conviene olvidarlo, esta consideración sobre lo que viene y lo que está por venir. Para Wolin era algo así como el «insight» o comprensión desde dentro de los asuntos de la política. Porque el hombre es un animal futurizo existe también un arte de prever el futuro político. Lo recordaba, ejemplarmente, Bertrand de Jouvenel con el concepto de futurible. Ahora bien, la idea de crisis suele jugar un papel determinante a la hora de imaginar futuribles. El utopismo ayer racionalista y hoy emotivista de la izquierda lo incapacita para esta tarea. A contracorriente de este autismo impolítico, que es también una forma de sordera ante la voz hoy ignorada de lo real, ciertos pensadores disidentes han sido capaces de construir algo así como una ciencia del caos. Esta ciencia requiere de la imaginación del desastre. Este catastrofismo lúcido suele ser la vía característica de una cierta anticipación que distingue al saber genuinamente político, que no construye ciudades en las nubes sino que protege las murallas de las que existen en la tierra.
El autor norteamericano recordaba una lección que no debería olvidar el interesado en estudiar el pensamiento político: «Muchas de las grandes teorías políticas del pasado surgieron como respuesta a una crisis en el mundo, no en la comunidad de los teóricos. La respuesta del teórico no fue ofrecer una teoría que correspondiera con los hechos, o que ‘cuadrara’ con ellos como mano en guante. Una teoría que corresponde a un mundo deteriorado sería ella misma una forma de decadencia. En su lugar, las teorías se ofrecieron como representaciones simbólicas de lo que la sociedad sería si pudiera reordenarse».
El catedrático tradicionalista Francisco Elías de Tejada recordaba que, junto a la fractura religiosa representada por Lutero, a la fractura ética del maquiavelismo (¿llegó a distinguirlo del maquiavelianismo, como hizo Freund?) y a la fractura jurídica del contractualismo de Hobbes, la fractura política representada por la idea moderna de soberanía había quebrado el orden político medieval de la Cristiandad. Esta quiebra se manifestó como una disolución de la concepción occidental del poder, afirmando el modo de pensamiento cratológico de la política (Dalmacio Negro), pues el poder es, en cierta manera, el fenómeno central de la civilización moderna. Así, el concepto moderno de soberanía que arranca con Bodino constituyó una de esas grandes aventuras teóricas emprendidas para reordenar un mundo en crisis. Y lo logró: la Europa westfaliana surgida de la quiebra del orden político medieval llegó a ser el resultado de su reordenación simbólica a través de la imaginación teórica.
Ahora bien, reivindicar la soberanía en el contexto de una crisis como la actual es algo enteramente diferente. La pregunta brota espontáneamente a partir de la reflexión de Wolin sobre teorías que cuadran como mano en guante con mundos decadentes. ¿Al enarbolar hoy la vieja idea de soberanía westfaliana, no están los movimientos de las nuevas derechas soberanistas aceptando acaso una teoría que corresponde a un mundo deteriorado? ¿No se está colaborando con la misma decadencia a la que se dice combatir y no se está renunciando por la misma razón a esa ciencia del caos que hoy es más necesaria que nunca?

Ángulos muertos de la perspectiva política moderna

Parece pertinente interrogarse sobre el ángulo y perspectiva que la ruptura moderna supuso para la concepción clásica de la política. Pues de lo que se trató, esencialmente, es de un cambio de enfoque. Ahora bien, todo cambio de enfoque deja un nuevo ángulo muerto para la visión política. El punto ciego del nuevo enfoque moderno eclipsaba, en efecto, a uno de los actores de la concepción social del mundo clásico y medieval. Y no era un actor secundario sino uno de los principales de la concepción pretérita. Nos lo recuerda Robert Nisbet en su ensayo Conservadurismo: «En el derecho medieval la ‘libertad’ era, en primer lugar, el derecho de un grupo corporativo a su debida autonomía. El panorama total de la historia occidental podría verse como la desintegración de esta concepción corporativa y social en una dominada por las masas de individuos». Los grupos intermedios y las corporaciones fueron erradicadas de la visión política moderna dejando solo (y solos) en el tablero a individuos atomizados y desvinculados en un marco dominado por un Leviatán concebido como puro poder desnormativizado, ilimitado y emancipado de fundamentos y fines. Se diría que se trataba de la versión actualizada de esa «puissance absolue et perpétuelle» que Bodino solo quiso insinuar, a la espera de intérpretes menos acomplejados con prejuicios medievales.
Así, dice Nisbet, «el tratamiento de las tres ideologías modernas de socialismo, liberalismo y conservadurismo se hace comúnmente en términos de la relación entre el individuo y el Estado. Sin embargo, una perspectiva más útil agrega a la relación individuo-Estado un tercer factor, el de la estructura de grupos y asociaciones que se sitúan en un lugar intermedio entre las dos entidades polares».
De este modo, con la idea moderna de soberanía se inaugura una perspectiva que destruye una preciosa herencia. Esta nueva perspectiva supone también un cambio de paradigma. En efecto, con el abandono de los grupos y comunidades se sella también el lento declinar de las formas de piedad y filiación como claves ético-políticas de la convivencia. Entre nosotros lo ha destacado Higinio Marín. El paradigma moderno que culmina en la fraternidad revolucionaria (sin herencia, historia ni genealogía) se nutre de un horizontalismo en las relaciones sociales que erige a los ciudadanos modernos en reyes huérfanos del nuevo universo social. Universo poblado con las nuevas identidades que marcarán el devenir del individuo autodeterminado, sin más lazos ni ataduras pretéritas o presentes que las del nuevo Leviatán que construye el nuevo orden a partir del mito del regreso a una naturaleza pura injustamente corrompida por la historia. «Esas nuevas identidades en las que el ciudadano moderno se incrusta a título individual –escribe el filósofo murciano–, sustituyeron a las comunidades menores en las que se desenvolvía el hombre premoderno –familia, gremio local, municipio, parroquia, etc.– y que le integraban de forma mediata y remota en las unidades de carácter más amplio».
Ciertamente, la idea de soberanía en Bodino era medievalizante y organicista, respetuosa del orden y la ley natural. Pero sería ingenuo olvidar que también es el inicio del recorrido que conduce al Leviatán de Hobbes, a Rousseau y la visión jacobina del Estado, y a partir de ahí empuja inexorablemente hacia el Estado totalitario o el Estado Providencia. Bertrand de Jouvenel, en su obra monográficamente dedicada a la soberanía, situaba también en ese cambio de perspectiva el origen de la amenaza que suponía la nueva visión política engendrada en las entrañas del pensamiento moderno. «(Hobbes) no admite en todo el edificio social más que a dos personajes: el individuo, definido por el carácter esencial de buscar el placer y huir del dolor, y el soberano, definido por este carácter esencial de disponer de fuerza, (…). De esta forma el soberano no es ya el que corona un edificio social complicado, sino la base de un edificio arbitrariamente simplificado. Lo que agrada a esta doctrina es la reducción de las fuerzas sociales a la dualidad Individuo-Estado: respondía demasiado a las tendencias de la época para no arraigar. (…). Tanto Locke como Pufendorf, e incluso Rousseau, se encontraron bajo la sugestión de esta gran mecánica. Si no piensan en todo como Hobbes, piensan desde luego partiendo de Hobbes y en función de Hobbes. La idea de una entidad absolutamente dueña de regular todas las conductas ha penetrado con fortuna en la ciencia política. Es la soberanía en sí, cuya existencia ya casi nadie osará negar, y que se tratará solamente de dividir o de atribuir a quien pueda hacer de ella el uso menos peligroso. Pero es la idea misma la que es peligrosa».
El sujeto moderno, ese individuo aislado que antes describíamos, era juzgado con recelo en lo que a su comportamiento se refiere en el marco político. Y sin embargo, posteriormente, pasó a ser juzgado con magnanimidad en las interacciones que con sus semejantes se desplegaban en el terreno económico, donde reinaba una natural armonía que solo la razón de manos invisibles conoce. La economía individualista era así optimista. En cambio, el derecho político, informado por Montesquieu, era pesimista, pues suponía, con razón, que el poder propende siempre al abuso. En cualquier caso, el individuo unidimensional que se descubre solitario en las ruinas del mundo medieval parece representar la común antropología en que se asientan tanto los apóstoles del Mercado pletórico como los misioneros del Estado hoy convertido en Ogro filantrópico y maternalista.
¿No existe un concepto alternativo de soberanía elaborado desde una atalaya antropológica diferente? ¿Una atalaya desde la que divise, quizá, un mundo poblado por personas que, a partir de su indigencia constitutiva, viven naturalmente en comunidades concretas y órdenes históricos no construidos artificialmente? ¿Y no debería parecerse más ese mundo al mundo que el conservador pretende conservar?

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