Del libro "Espejo de otro silencio" , que saldrá este año.
La luz se acumula.
Anega y vierte formas nuevas.
El tiempo reposa y espera su cosmos
insaciable de armoniosa sepultura.
Su tren caracol de orquídea inasible.
Un gran destello dimensiona el obseso paladar
que retiene el modo hondo de la nada
cuando el oro de la muerte es transparente
y el silencio se salpica de diamantes.
La luz desciende.
La tierra liba las sombras.
Todo es cintura al mediodía.
La lluvia muere alegre
y entierra sus racimos
en la hora invisible.
Todo crece.
Nada se mueve.
La luz se descuelga
y el tórrido sol pinta
con transparencias
el inmóvil jolgorio
en un silencio lleno de milenarias bocas.
Todo, en la sublime intemperie de la luz, sobresale.
Desde el anonimato la nitidez se expresa
sobre la unicidad y el tamaño ausente de las cosas,
donde la quietud es la auténtica música del asombro.
Pero el mediodía no es morada ni refugio.
La luz bebe de su propia fuente.
Y en la víspera soterrada,
también con mudo escándalo,
la noche se entretiene escondida sobre las cosas vivas.
No hay prisión cuando el tiempo hipoteca el olvido
y el mediodía no es cerrojo
sino colimador de la luz,
asueto de la cotidianidad sin urgencias,
semilla preñada de indescifrables jeroglíficos.
Al mediodía las puertas se sacan de adentro
cada árbol de la memoria,
cada campanada del alegre visitante.
Cada árbol entrega su porción de lluvia.
Cada pez mira su brillo multiplicado detenerse.
Ningún pájaro sobra y la distancia empalaga.
A las doce el patio del cielo no tiene escaleras.
El escondite de la muerte es plural.
La muerte,
que ha regresado siempre condecorada del eterno paisaje,
se queda sin casa:
la Cruz está vacía.
El mediodía es levadura nupcial.
Repuesta candorosa.
Asedio del fin reiterado que comienza:
La huella del tiempo no se establece
cuando la creación esconde sus plumas
y el ojo del desierto como una paloma
atraviesa el horizonte.
Mordida de antorchas la noche esculpe abismos
en que la sed del tiempo palidece
y el Hombre es punta del triángulo perfecto.
Mayúscula paralela del umbral,
espiga en el lucero.
Espiga de eternos girasoles que no se callan
el drama excelso y viril de la existencia.
Al mediodía el sol tiene descalza la espalda
y es sándalo de dos orillas.
La noche duerme
como un pájaro en una gota de resplandor.
Todo es cerca.
La lejanía se evapora.
El adiós contiguo se detiene.
Entonces el silencio entrega a cada insomne su canastilla,
su curso de manantial incorpóreo colmado de estrellas.
El reloj ríe sin ademanes con su corbata
gemelo del ojo herido
cuando la tarde echa a correr como un papagayo,
y el coral verde de la tierra despierta sus relámpagos,
el reverso de la gran hora del insomnio,
el ágape inmóvil del comienzo.
Al unísono las preguntas desaparecen.
El tiempo se queda solo.
Sin memoria.
Sin olvido.
El rostro del misterio ya no es el acertijo de la culpa
y los serafines del destierro vuelven a servir la mesa.
Son las doce.
El tiempo se acerca a su hora más ausente,
a su remedio más antiguo,
en que la lejanía del cielo
es tan breve y tan cercana.
Todo se multiplica,
desaparece en la permanencia
colmada de crepúsculos que son bocas.
De hombres que son almas.
En la hora alta los puntos cardinales son uno.
El mediodía mira en todas direcciones
como el cráneo cerrado que rastrea la luz,
como el espejo pendular de la inmanencia,
la fiesta ovalada del albor que emerge
y extiende el mar de la belleza.
Flecha redonda donde late la existencia
su estirpe áurea que no se apaga.
La puerta de la esfera
es madre de incontados universos,
instantes llovidos sin pausa de soles y lunas
en la plenitud de la sed y los nombres.
El badajo que fue látigo o puñal, en esta hora, es ala.
La pesada rueda, agua del bautismo.
La noche más larga, transparencia.
La muerte que nació con nosotros
fecunda se despide
y en sus exequias la eternidad otra vez se consuma.
Son las doce.
La breve semilla de nocturnos balcones
destraba el nudo de siglos interminables.
Y eclosiona la intacta primicia de la trascendencia
su danza viajera entre el fuego y el agua.
Son las doce:
Transcurre imperceptible la caligrafía del cielo.
Parpadea el universo su abecedario.
El auténtico cero de la plenitud
no se divide.
De "Rehén de las olas", Cambridge BrickHouse, con prólogo de Yanitzia Canetti.
He dado a Dios un sitio en mi ventana
Juan Carlos Valls
Por
una esquina, encomio de aporías,
un gato con hambre de peces
lleva un ratón en la boca.
Es el extraño horario en que la muerte
sacude el pico dorado de la costumbre
y jaspea de luna su paso de enamorado,
justo a la hora en que el gallo
que velaba al muerto se cae del sueño
y ladra un grito sin cabeza la memoria del cuchillo.
En el jardín del reino un eclipse de máscaras
arpa trémulas fieras. Los ojos que saben
nada dicen musitando panteones en el aire.
En esa esquina la luz camina sobre una flecha escrita
y la muerte solidaria no acumula derrotas.
Los niños no se enlodan con el luto
y en ramos de sombras asechan los leones.
Los que no han dormido amanecen
con un baño de sirenas. La sombra del ahorcado
dice la hora.
Del libro "Conjuro de Diamante", editorial Primigenios, introducción de Julio Fowler
Juan C. Mirabal Poeta y fotógrafo nacido en Cuba. A los veintidós años publicó sus primeros poemas en su país natal, poco tiempo después emigró en balsa a los Estados Unidos. Poemas suyos han aparecido en revistas culturales impresas y en medios digitales en USA, España, México y en diferentes antologías.
Tiene publicado el libro de poesía Rehén de las olas con la editorial Cambridge BrickHouse Book, el cual presentó en la edición 37 de la Feria del Libro de Miami 2020 y Conjuro de Diamante con la editorial Primigenios. Tiene en proceso de edición su nuevo libro Mapa de las certezas. Reside en Miami con su esposa y sus tres hijos.
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