Rezaré por usted.


 «No, hijo mío –dijo poniéndome la mano en el hombro–. Estoy con usted. Pero usted lo ignora, porque tiene un corazón ciego. Rezaré por usted.»

Entonces, no sé por qué, algo reventó en mí. Empecé a gritar a voz en cuello, lo insulté y le dije que no rezase. Lo había agarrado por el cuello de la sotana. Volcada sobre él todo el fondo de mi corazón con estremecimientos de alegría y de cólera. Parecía tan seguro. Sin embargo, ninguna de sus certidumbres valía un cabello de mujer.Ni siquiera tenía la certeza de estar vivo porque vivía como un muerto. Yo parecía tener las manos vacías. Pero yo estaba seguro de mí, seguro de todo, más seguro que él, seguro de mí vida y de esa muerte que iba a llegar. Sí, era lo único que tenía. Pero, al menos yo tenía esa verdad tanto como ella me tenía a mí. Yo había tenido razón. Seguía teniendo razón, tenía siempre razón. Había vivido de una manera y hubiera podido vivir de otra. Había hecho esto y no había hecho aquello. No había hecho una cosa cuando había hecho otra. ¿Y qué? Era como si hubiera estado esperando todo el tiempo este minuto y está primera hora del amanecer en qué sería justificado. Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué. También él lo sabía. Desde el fondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llegado, un hálito oscuro subía hacía mí a través de los años que aún no habían llegado y ese viento igualaba a su paso todo lo que se me proponía ahora en los años no más reales que estaba viviendo. Qué me importaba la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoje, los destinos que uno elige, puesto que un solo destino debía elegirme a mí y conmigo a miles de millones de privilegiados que, como él, se decían mis hermanos».
Albert Camus,
El extranjero

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