que los ancianos japoneses se suiciden en masa
Un profesor de Yale ha sugerido la conveniencia de que los ancianos japoneses se suiciden en masa a fin de paliar el gasto que supone velar por la prolongación de sus vidas...
Un profesor de Yale ha sugerido la conveniencia de que los ancianos japoneses se suiciden en masa a fin de paliar el gasto que supone velar por la prolongación de sus vidas. Desde una perspectiva ya no religiosa, sino estrictamente humanitaria la propuesta resulta atroz. Pero las sociedades en que vivimos ni son religiosas ni se distinguen por su fervor humanitario, aunque el barniz de moralismo ideológico del que les gusta presumir nos pueda llevar a pensar lo contrario. Estas sociedades son ya plenamente técnicas, y en el dominio de la técnica lo que importa es asegurar la funcionalidad del artefacto. Es decir, mantener operativa la maquinaria dentro de unos parámetros sostenibles. Fuera de esa sostenibilidad (noción incorporada al lenguaje de la posmodernidad por el globalismo tecnocrático que dice velar por nuestros intereses), hay carta blanca para proceder a la eliminación de los excedentes, como a fecha de hoy testimonian las leyes que autorizan la supresión de los más indefensos.
Mientras tanto, en Canadá, el Gobierno de Justin Trudeau se plantea extender la posibilidad de la eutanasia a los niños que sufren enfermedades psicológicas. Seguimos, desde un punto de vista civilizatorio, inmersos en una trayectoria de descenso continuado. De victoria en victoria hasta la debacle final. Ambas inciativas, la del joven profesor de Yale y la del gobierno canadiense -paradigma este último de un progresismo que ya hace tiempo sustituyó el interés hacia la cuestión social por la defensa de la fluidez identitaria y el vasallaje a las grandes corporaciones- llevan al extremo la lógica de una civilización exhausta.
Contemplados con un mínimo de perspectiva, se trata de fenómenos que nos hacen tomar conciencia de hasta qué punto se ha acelerado en el transcurso de unos pocos años la transformación de nuestras sociedades. Propuestas como las mencionadas anteriormente, que hasta no hace mucho habrían concitado el repudio general o, cuando menos, suscitado una polémica mantenida en el tiempo, ahora se dejan caer de manera indolora sobre unas conciencias mayoritariamente anestesiadas por la descomunal labor de ingeniería mediática que las precede.
La forma de proceder viene determinada por el éxito que la acredita. Hay primero un rumor de datos preocupantes, un persistente tintineo de alarma que va succionando el oxígeno común hasta derivar en una sensación de aturdimiento unánime. Y más tarde, cuando el clima de saturación ha alcanzado el nivel idóneo, algún organismo supranacional, algún gobierno de progreso o alguna osada eminencia adscrita a ese microcosmos académico convertido en vanguardia de la barbarie contemporánea aparece en escena para ofrecer la fórmula mágica envuelta en el celofán de la falsa piedad.
Es la misma música de siempre, sólo que hoy existen a disposición de quienes la propagan en medios con los que sus antecesores no hubieran soñado. Pero ya se trate de una época o de otra, el trasfondo moral permanece inalterable. Hace ya tiempo, Max Weber formulaba la mentalidad que sustenta esta visión de las cosas. «La filosofía del racionalismo económico –escribía- tiene la propiedad de poner entre paréntesis el problema de los valores y limitarse al ámbito de lo que puede ser medido y contado».
En una de sus excelentes conferencias, el filósofo Higinio Marín menciona el hallazgo de unos restos del Paleolítico que atestiguan un hecho sorprendente: una comunidad de cazadores recolectores había asumido el cuidado de uno de sus miembros que, desde una edad muy temprana, sufría una lesión que lo incapacitaba para desplazarse por sus propios medios. No hace falta incidir en que, desde el punto de vista de la rentabilidad material, el aporte que la comunidad obtenía de este individuo era nulo. Y aun así, decidieron hacerse cargo de él. Ante un descubrimiento de esta naturaleza, se nos vuelve a hacer evidente que, en contra de los postulados que triunfan hoy, lo que define al ser humano, por encima de sus otras muchas capacidades y a despecho también de sus numerosas taras, es su determinación para revocar las leyes del utilitarismo y afrontar la carga que supone la supervivencia de los miembros más desvalidos de su especie. Qué lección formidable la que nos proporcionan estos ancestros tan lejanos. Se diría que había más humanidad en ellos que en los modernos y cultos especímenes que, desde el departamento de una universidad o el gabinete de algún ministerio, están ahora mismo decidiendo el siniestro trazado de las líneas que darán forma al mundo venidero.
Commentaires