La fureur de vivre, huile sur bois plaqué, 3 m x 2, 50 Margarita García Alonso, 1999
T.S. Eliot.
La Canción de Amor de J. Alfred Prufrock
Vamos pues tú y yo,
cuando la tarde se estira contra el cielo
como un paciente anestesiado sobre una mesa;
vamos pues, a través de ciertas calles semidesiertas,
los susurrantes asilos
de noches inquietas en baratos hoteles de una noche
y restaurantes de aserrín con conchas de ostras:
Calles que siguen como un argumento tedioso
de intención engañosa
para conducirte a una pregunta agobiante…
Oh, no preguntes, “¿Qué es?”
Vamos pues y hagamos nuestra visita.
En el cuarto las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
La neblina amarilla que frota su espalda contra el cristal de la ventana,
el humo amarillo que frota su hocico contra el cristal de la ventana,
lamió su lengua en los rincones de la tarde,
se demoró sobre los pozos que permanecen en los desagües,
dejó caer sobre su espalda el hollín que cae de las chimeneas,
se deslizó por la terraza, dio un salto repentino,
y viendo que era una suave tarde de octubre,
se enredó alrededor de la casa y se quedó dormida.
Y en verdad habrá tiempo
para el humo amarillo que se desliza a lo largo de la calle
frotando su espalda sobre los cristales de la ventana;
habrá tiempo, habrá tiempo
de preparar un rostro para encontrar los rostros que encuentres;
habrá tiempo para asesinar y crear,
y tiempo para todas las obras y los días de manos
que levantan y dejan caer una pregunta en tu plato;
tiempo para ti y tiempo para mí,
y un tiempo aun para un ciento de indecisiones,
y para un ciento de visiones y revisiones,
antes de tornar la tostada y el té.
En el cuarto las mujeres van y vienen
hablando de Miguel Ángel.
Y en verdad habrá tiempo
para preguntarse, “¿Me atrevo?”, y, “¿Me atrevo?”
Tiempo para voltearse y descender la escalera,
con una mancha en el medio de mi pelo
(Ellos dirán: “i Cuán delgados están sus piernas y sus brazos!”)
Mi abrigo mañanero, mi cuello que sube firmemente al mentón,
mi rica y modesta corbata, pero sostenida por un simple alfiler
(Ellos dirán: “i Pero que delgados están sus piernas y sus brazos!”)
¿Me atrevo
a perturbar el universo?
En un minuto hay tiempo
para decisiones y revisiones que un minuto anulará.
Porque las he conocido todas, todas las he conocido
He conocido las noches las mañanas, y las tardes,
he medido mi vida con cucharitas de café;
conozco las voces muriendo con una caída mortal
bajo la música de un cuarto más lejano.
¿Entonces cómo podría yo presumir?
Y he conocido los ojos ya, todos los he conocido
los ojos que te fijan en una frase formulada,
y cuando estoy formulado, tendido sobre un alfiler,
cuando estoy clavado y estrujado sobre un muro,
¿entonces cómo debería empezar
a escupir todas las colillas de mis maneras y mis días?
¿Y cómo podría entonces presumir?
y he conocido todos los brazos, todos los he conocido
brazos con brazaletes y blancos y desnudos
(Pero a la luz de la lámpara, derribados con claro pelo marrón!)
Es el perfume de un vestido
que me hace tanto divagar?’
Brazos que yacen a lo largo de una mesa, o envueltos alrededor de un chal.
¿Y debería entonces presumir?
¿Y cómo debería empezar?
¿Diré, que he ido en el crepúsculo a través de estrechas calles
y observado el humo que se alza de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, asomándose por las ventanas?…
Yo debí haber sido un par de garras rotas
barrenando el suelo de mares silenciosos.
Y la tarde, la noche, duerme tan apacible!
Suavizada por largos dedos,
dormida… cansada… o finge,
estirada en el suelo, aquí entre tú y yo.
Debería, después del té, los bizcochos y los helados,
tener la fuerza de forzar el momento hasta su crisis?
Pero aunque he llorado y apresurado, llorado y orado,
aunque he visto mi cabeza (haciéndose ligeramente calva)
traída en una bandeja,
no soy profeta, y aquí no hay gran asunto;
he visto el momento de mi grandeza vacilar,
y he visto el eterno Lacayo agarrar mi abrigo, y reír disimuladamente,
y en pocas palabras, tuve miedo.
Y hubiese valido la pena, después de todo,
después de las tasas~ la mermelada, el té,
entre porcelana, entre alguna conversación entre tú y yo,
hubiese valido la pena,
haber penetrado el asunto con una sonrisa,
haber comprimido el universo en una bola
y hacerla rodar hacia alguna pregunta abrumadora,
Decir: “Soy Lázaro, vengo de los muertos,
vengo a decírtelo todo, todo te lo diré”.
Si uno poniéndose una almohada en su cabeza,
Dijese: “Eso no es lo que quise decir del todo.
No es esto de ninguna manera.”
Y hubiese valido la pena, después de todo,
hubiese valido la pena mientras tanto.
después de las puestas de sol y de entrada los patios de y las calles lloviznadas,
después de las novelas, después de las tazas de té, después de las faldas que se arrastran a lo largo
del suelo
y esto y tanto más?
Es imposible decir lo que quiero decir!
Pero como si una linterna mágica lanzara los nervios en figura sobre la pantalla:
Hubiese valido la pena
si uno, colocando una almohada o quitándose una manta,
y volteándose hacia la ventana, dijera:
“No es esto de ningún modo,
No es esto lo que quería decir, de ningún modo.”
No! No soy el príncipe Hamlet ni he pretendido serlo;
soy un señor asistente, alguien a quien bastará
avanzar, comenzar una escena o dos,
aconsejar al príncipe; sin duda, una herramienta fácil,
deferente, alegre de ser usada,
política, cuidadosa y meticulosa;
lleno de alta sentencia, pero un poco obtuso,
a veces, en verdad, algo ridículo
casi, a veces, el Tonto.
Envejezco… Envejezco…
Llevaré arremangados los ruedos de mis pantalones.
¿Me partiré el pelo delante? Me atreveré a comer un durazno?
Me pondré pantalones blancos de franela y caminaré sobre la playa.
He oído las sirenas cantándose recíprocamente.
No pienso que me canten a mí.
Las he visto cabalgando hacia el mar sobre las olas
peinando el pelo blanco de las olas sopladas hacia atrás
cuando el viento sopla el agua blanca y negra.
Nos hemos detenido en las cámaras del mar
por niñas marinas adornadas con algas marinas rojas y marrones
hasta que voces humanas nos despiertan, y nos ahogamos.
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