La infección ideológica
Hace unos días, en un espléndido artículo (De cómo nos hemos vuelto tarumbas), Luis Ventoso indagaba en la estridente anomalía que representa la escisión entre los problemas reales que afectan a nuestra sociedad y los temas que, un día tras otro, capitalizan el debate público. En síntesis, el paisaje resulta hasta cierto punto asimilable a la escena invocada por Kierkegaard y mediante la cual el filósofo danés aspiraba a ilustrar el naufragio inminente de la civilización europea: un trasatlántico está a punto de chocar contra un iceberg y el capitán busca desesperadamente el megáfono para dar la voz de alarma; pero el megáfono lo tiene el cocinero que, justo en ese momento, está anunciando al pasaje el menú.
Trasladada a las coordenadas actuales, la anécdota sirve para ejemplificar el grado de imbecilización en que nos hemos acostumbrado a vivir a lo largo de las últimas décadas. A medida que la ineptitud de nuestras clases dirigentes se ha hecho más palmaria, todos sus esfuerzos han ido dirigidos a desviar el foco de atención desde el epicentro de nuestros grandes males hacia una constelación de asuntos menores, de relevancia muchas veces anecdótica, pero a los que las terminales mediáticas al servicio del poder se han encargado de revestir de un aura de urgencia histórica.
El resultado es la convivencia de dos universos paralelos, uno de ellos más virtual que real, constantemente publicitado desde los medios, saturado de reivindicaciones victimistas y proclamas microidentitarias que han monopolizado el espacio público e impuesto las tablas de una nueva moral que condena a los abismos de la exclusión a quienes osen cuestionar sus preceptos. Del otro lado queda la vida a pie de calle, puesta en sordina, orillada, abrumada de cargas que no se mitigan con retóricas asistenciales; una sociedad que recicla su impotencia en un cinismo estéril y reacciona a cada nueva promesa de mejora inminente con un gesto de descreimiento sarcástico; una sociedad, en fin, desasistida de la atención de unas élites que ven en el intento de hacer frente a la amenaza de ruina que se cierne sobre el edificio que nos acoge un terreno hostil al ventajismo político que practican y una amenaza para la continuidad de sus prácticas extractivas y su proyecto de disolución de los lazos comunitarios.
De la disociación que resulta de semejante estado de cosas se deriva una sociedad fracturada desde sus cimientos. Han emergido dos mundos opuestos, separados por concepciones irreconciliables en lo que atañe no solo al modelo de organización social, sino a la misma noción de persona. Una intensa labor de infectación ideológica, de degradación educativa y de embrutecimiento masivo a través de ese subproducto del ingenio humano que alguien tuvo el acierto de bautizar como «telebasura» ha propiciado la pérdida del elemento nuclear que garantiza la supervivencia de una nación: el sentido de la realidad.
Nos hallamos ahora en una situación en cierto modo comparable con aquella que en la antigua Grecia se daba entre los habitantes de las polis y los bárbaros. El mutuo extrañamiento, la separación entre universos incompatibles, cada unos de los cuales hace uso de un lenguaje ininteligible para el otro, constituye la marca distintiva de la época. Solo que ahora, y a diferencia de lo que acontecía antaño, no hay fronteras físicas que delimiten ambas visiones del mundo. Ahora todos habitamos el mismo espacio, compartimos ciertas expectativas y nos desazona la posibilidad de que determinados temores lleguen a materializarse. Pero, más allá de eso, la desconfianza y el rechazo persisten, porque el desafuero ideológico de quienes venían a instaurar un nuevo Edén sobre la tierra ha vuelto inútil cualquier intento de invocar un sistema de principios morales que nos comprometa a todos.
Ignoro si esta forma de coexistencia –que no de convivencia– es el destino fatal al que como país y como civilización nos hallamos abocados. Uno quisiera creer que la desconexión entre ambas esferas de la vida pública no es todavía lo bastante profunda como para que la posibilidad de ensayar algún modo de integración armónica deba descartarse. Pero entonces me acuerdo de una cita de Alasdair MacIntyre que, en su escueta formulación, ostenta ese tenor esclarecido que caracteriza a los enunciados irrevocables: «La política moderna no puede ser asunto de consenso moral auténtico. La política moderna es una guerra civil continuada por otros medios».
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