EL HOMBRE QUE SE QUEDÓ SIN REALIDAD, por Froilán Escobar González

 



EL HOMBRE QUE SE QUEDÓ SIN REALIDAD

Froilán Escobar González

Ya casi no tenía donde pararse. El entorno del interior de su casa se empequeñecía cada vez más. Su vivir se había reducido tanto en los últimos años que no sabía qué hacer ni dónde ponerse. Solo de perfil cabía en aquel disminuido espacio. Por tal razón, eliminaba de su casa todo lo que no fuera estrictamente imprescindible. Ni siquiera fotos de él tenía. Ni un espejo. Ni un teléfono rudimentario de esa época. Nada donde verse o donde oírse. Nada que multiplicara su imagen o su presencia, ni que atiborrara su ya minúsculo ámbito personal. Aunque su preocupación mayor no era solo porque su flaco cuerpo cupiera, ni por la sombra que lo continuaba, sino por las palabras, que eran sus únicas prendas de lujo. Las mimaba, las acariciaba, pues, para él, eran la única posibilidad de configurar la realidad que se le escabullía todos los días por debajo de la puerta. Y si se le iban las palabras, no tendría con qué terminar su novela, el territorio donde podía moverse a su antojo.
De ahí el apremio. La desesperación por tener un lugar dónde poner los pies. Durante todo el día se movía en la apretada penumbra de la habitación, ayudado por una lamparita, con el fin de que no se le escapara aquel montón de cosas fabulosas que alcanzaba a ver, con un único ojo, en la oscuridad. Era algo así como si se acordara de pronto de un sueño. Corría enseguida a convertirlo en palabras, las escribía a mano sobre una hoja de papel, antes de que se le olvidaran. Porque sabía bien que, si se acostaba a dormir, perdería todo el enjambre de chisporroteantes maravillas que sacaba de la oscuridad. Y, de no hacerlo con rapidez, la noche se lo taparía y se quedaría sin nada al despertar.
Tenía la certeza, sin ningún resquicio de duda, de que el mundo se construía, como las novelas, cuando él se ponía a nombrarlo con palabras. Y él llevaba diecisiete años urdiendo el mundo en la más enigmática sus obras. De ahí la urgencia, la desesperación por concluirla, antes de quedarse en el vacío. Afuera de su casa apenas se alcanzaba el pedazo azul del planeta que asomaba a veces por la ventana; adentro, todo se reducía cada vez más. Andaba como una babosa dentro de un caracol. Menguaba tanto el lugar cada día, que sentía que lo apretaba.
Le ocurría desde niño. Desde que, a los nueve años, comenzó a ver lo que le faltaba, comenzó la desazón en su biografía. Los psiquiatras que lo observaron calificaron su trastorno como un signo de desequilibrio, por causa de “pequeñas percepciones alucinatorias”. Pero concluyeron que no podía ser un loco porque razonaba con mucha lucidez. Que, en todo caso, era un poeta, un escritor, que construía un mundo con una especie de temor supersticioso de que si no lo escribía se quedaría sin el mundo.
Lo cierto es que, desde que puso a convivir su infancia con la soledad, le dio por robarle a la oscuridad aquel montón de cosas fabulosas que luego metía en sus historias. Con el tiempo se dio cuenta de que lo hacía por no tropezar con la noche, o con los muebles que su madre dejaba fuera de lugar, lo cual le imposibilitaba acceder a ese ámbito mayor donde producían sonoras paradojas y maravillas. Solo así podía impedir que, cada día que pasaba, perdiera un pedazo del piso bajo sus pies.
La situación se hizo crítica cuando, al irse de su país por causa de una guerra mundial, dejó de ver con el ojo izquierdo. Creció la desesperación. Los médicos culparon a un glaucoma, pero él culpó a la noche y a los muebles que atiborraban la casa, los cuales, al menoscabarle la visión de uno de uno de sus ojos, le estaban menguando el mundo. Entonces, luego de varios libros diversos, se metió de lleno en su segunda novela. Fue algo monumental, con la intención de darle, después de publicada y aclamada por la crítica, o de burlarse de los críticos, no se sabe bien, un tramo un poco más caminable a su existencia. Los elogios llovieron. Pero ni siquiera los elogios, y el tiempo, que hicieron que la novela se convirtiera en un clásico, impidieron que la realidad se le evaporara en lo oscuro, se le fuera. Se le iba sin tener un campito donde meterse él mismo. Para agenciarse un tramo más, tenía que escribir, desesperadamente, otra novela. Una que por su lenguaje, estructura y paradojas en que incurriera, no se acabara nunca. No para hacerse famoso, sino una para que le permitiera tener, por adelantado, un poco de posteridad bajo sus pies, supongo.
Pero la realidad que buscaba seguía yéndosele. Se le escurría. A raudales. Cada vez le quedaba menos. Apenas tuvo espacio en el tiempo para enamorarse, casarse y tener una hija. Una hija que, para suerte suya, según decía, ”padecía de clarividencias”. Ah, por fin la maravilla: ella le pronosticaba los libros antes de que los escribiera. Es decir, al anunciarle la novela que le iba a ocurrir, se adelantaba a llenarle de nuevo la creciente pérdida que sufría.
Fue entonces que decidió meterse por completo en la que sería su última creación, la más enigmática y colosal de todas, la que, al escribirla, le insufló aire a su ya constreñida realidad. Pero como el aire solo le duraba en la respiración, y el tiempo donde existía se le iba, y necesitaba nuevas bocanadas, buscaba con desespero crear una urdimbre que no solo le permitiera salvar los sueños, sino algo mejor: provocarlos. De ahí que durara diecisiete años escribiéndola. Sin embargo, a pesar de las 640 páginas y de que comenzó el final ya desde el principio, no pudo evitar que, un día, el piso de la casa se le desapareciera bajo los pies.
A los cincuenta y ocho años, con aquellas fabulosas representaciones con que configuraba el mundo, dio fin a su novela. La trama transcurría durante la noche, y a él, cuando la alcanzó a concluir, se lo tragó la oscuridad. Se le acabaron las palabras en la mitad de la última frase: Un camino solo al fin alumbra a lo largo del. Y ahí se quedó. Fue como si cayera por un hueco. La realidad se le fue por una úlcera perforada. Era el 13 de enero de 1941.
Lo llamaban, creo, James Joyce.

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