Quiero acordarme ahora de mis fealdades pasadas
Un atisbo de luz en las tinieblas
Lo que intenta el escritor lo logran también otros hombres y mujeres con los medios que la vida pone a su alcance: celebrar la realidad, profundizar en su misterio
Suele atribuírsele a la literatura un valor de testimonio. Quien se adentra en un libro lo hace convencido de sumergirse en lo más profundo de otro yo. Esta noción de literatura, de estirpe moderna, y predominante en Occidente a partir del Romanticismo, encuentra su precursor más notable en un autor muy anterior. Es al comienzo del libro segundo de las Confesiones de San Agustín donde leemos: «Quiero acordarme ahora de mis fealdades pasadas y de las carnales torpezas de mi alma. Y lo hago, no porque ame estos pecados, sino para amarte a ti, Dios mío. Por amor de tu amor hago esto, trayendo a la memoria mis caminos torcidos con grande amargura».
En esas pocas líneas está contenida la semilla de un giro revolucionario. Representan el inicio de un cambio de tal magnitud en el modo de entender la escritura que sólo al cabo de los siglos estamos preparados para evaluar su alcance. San Agustín procede a hacer de su relato no sólo una crónica de acontecimientos edificantes en el itinerario de su conversión, sino una indagación en las honduras más tenebrosas de su alma. Su mirada se dispone a escrutar en el interior de sí mismo despojada de la voluntad de recato con que otros escritores anteriores a él acostumbraban a dulcificar la descripción de sus vivencias íntimas.
Desde entonces predomina la tendencia a identificar el resultado de la obra literaria con la personalidad de sus respectivos autores. Sin embargo, hay que tener cuidado con este modo de aproximación a los textos. Dado que no en todos los escritores operan las motivaciones que impulsaban a San Agustín, se corre el riesgo de incurrir en un equívoco. Porque escribir es también ponerse una máscara. Significa seleccionar unos materiales y descartar otros. Implica reconocerle al escritor la potestad de buscar el ángulo más favorable –incluso si opta por exhibir sus miserias- a la hora situarse frente al lector. No entenderemos por completo lo que significa el acto de escribir si no aceptamos lo que puede que sea desde su origen: no la proyección de una imagen fiel de la realidad, sino su estilización; no la expresión de una voluntad de sincerarse con el mundo, sino una forma de congraciarse con él.
Es probable que esta identificación entre el autor y lo que aparece escrito en su obra se deba principalmente a dos motivos. Por una parte, a la decepción que acarrea vivir en un mundo corroído por la mentira. La mentira pública, la mentira institucionalizada, han generado como reacción una sed de autenticidad que algunos tratan de paliar acudiendo a la literatura. Se le pide entonces a la literatura que nos depare el consuelo de una verdad que rara vez encontramos en otros ámbitos de la vida. Se le encomienda la tarea, a todas luces paradójica, de que a través de los mundos imaginarios que construye aporte a una realidad infestada de falsificaciones un precario asidero de certezas.
Por otra parte, está la tentación de dejarse deslumbrar por el oropel que acompaña a la notoriedad de ciertos autores. En una sociedad tan incrédula como propensa a fabricarse ídolos, el éxito se convierte en el único indicio aceptado de la valía del escritor. Al que triunfa, se le rodea de un halo de infalibilidad y se le acomoda en el centro del escenario público para que desde allí difunda al orbe el soplo de su sabiduría omnisciente.
Pero lo cierto es que la literatura miente para intentar decir una verdad que no siempre dice y que el escritor, lejos de las alturas sobrehumanas a las que se le intenta encumbrar, es alguien que se mueve y respira en la misma atmósfera de trivialidades que el resto de sus semejantes. Por eso, de tanto es tanto, es saludable desmitificar la literatura, como le gustaba hacer a José Jiménez Lozano, y asumir que en el mejor de los casos –y sólo en el mejor de los casos- lo que hace el escritor lo logran también otros hombres y mujeres con los medios que la vida pone a su alcance: celebrar la realidad, profundizar en su misterio, ofrecer un atisbo de luz a un mundo que se ha dejado envolver por las tinieblas.
The Magdalene holding a Book of Hours in a landscape
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