deja correr...


 lo ûnico importante es la vida de los cercanos y salvarse en las turbulencias.


Si hay algo que esta vida tenga para nosotros, y que, salvo la propia vida, tengamos que agradecer a los Dioses, es el don de desconocernos: de desconocernos a nosotros mismos y de desconocernos los unos a los otros. El alma humana es un abismo oscuro y viscoso, un pozo que nadie usa en la superficie del mundo.
Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociera, y así, no existiendo la vanidad, que es la sangre de la vida espiritual, moriríamos en nuestra alma de anemia. Nadie conoce a otro, y es una suerte que así sea, pues, de conocerlo, conocería en él, además de madre, mujer o hijo, a su íntimo metafísico enemigo.
Nos entendemos porque nos ignoramos. Qué sería de tantos cónyuges felices si pudieran ver el uno en el alma del otro, si pudieran comprenderse, como dicen los románticos, que desconocen el peligro —peligro fútil, desde luego— de lo que dicen.
Todos los casados del mundo son malcasados, porque cada uno guarda consigo, en los secretos donde el alma es del Diablo, la imagen sutil del hombre deseado que no es aquel, la figura voluble de la mujer sublime, que aquella no llegó a realizar.
Los más felices ignoran en sí mismos estas sus disposiciones frustradas; los menos felices no las ignoran, pero las desconocen, y sólo algún que otro esfuerzo frustrado, alguna que otra aspereza en el trato, evocan, en la superficie casual de los gestos y de las palabras, al Demonio oculto, a la Eva antigua, al Caballero y a la Sílfide.
La vida que se vive es una falta de entendimiento fluido, un término medio entre la grandeza que no existe y la felicidad que no puede existir. Nos sentimos contentos porque, hasta cuando pensamos y sentimos, somos capaces de no creer en la existencia del alma, en el baile de máscaras en que vivimos, nos basta el encanto del traje, que en el baile lo es todo.
Somos esclavos de las luces y de los colores, entramos en el baile como en la verdad, y no somos conscientes —salvo si, solitarios, no bailamos— del enorme frío de la ya bien entrada noche exterior, del cuerpo mortal por debajo de los andrajos que le sobreviven, de todo cuanto, a solas, juzgamos que es lo que esencialmente somos, pero al final resulta ser apenas la parodia íntima de la verdad de lo que creemos ser.
Todo cuanto hacemos o decimos, cuanto pensamos o sentimos, lleva la misma máscara y el mismo dominó. Por más que nos despojemos de la ropa, nunca llegamos a la desnudez, porque la desnudez es un fenómeno del alma y no del hecho de quitarse el traje.
Así, vestidos en cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan agarrados a nosotros como las plumas de las aves, vivimos felices o infelices, e incluso ignorando que lo somos, el breve plazo que nos dan los dioses para divertirlos, como niños jugando a juegos serios.
Alguno de nosotros, liberado o maldito, ve de repente —pero incluso ese raras veces llega a ver— que todo cuanto somos es sólo aquello que no somos, que nos engañamos en lo que creemos más seguro y erramos en lo que consideramos justo. Y ese, que por un breve instante puede contemplar el universo desnudo, crea una filosofía, o sueña una religión; y la filosofía se extiende, y la religión se propaga, y los que creen en la filosofía pasan a usarla como vestimenta que no ven, y los que creen en la religión pasan a ponérsela como máscara de la que se olvidan.
Y siempre, desconociéndonos a nosotros mismos y a los otros, y por eso mismo entendiéndonos alegremente, vamos pasando entre las volutas del baile o las conversaciones del descanso, humanos, frívolos, con toda seriedad, al son de la gran orquesta de los astros, bajo la mirada desdeñosa y ajena de los organizadores del espectáculo.
Fernando Pessoa ,
Libro del desasosiego.

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