La sala de escucha

 

La sala de escucha, 1952, René Magritte


El entierro del poeta
Luis Rogelio Nogueras
A Víctor Casaus
Dijo de los enterradores cosas francamente impublicables.
Blasfemaba como un condenado
y a sus pies un par de águilas lloraban pensando en las derrotas.
En el entierro estaba Lautréamont,
yo lo vi desde mi puesto en la cola:
dejaba el sombrero al borde de la tumba
y cantaba algo triste y oscuro
(lloraba honradamente, ya lo creo, y los caballos devoraban higos
en silencio).
Hubo discursos,
sonrisitas de Rimbaud junto a la cruz,
paraguas abiertos a la lluvia como
a él le hubiera gustado.
Hubo más:
hubo viernes y
canciones funerarias,
palomas que volaban sin sentido, como niños,
versos oscuros,
la hermosa voz de Aragón
suicidios deportivos de Georgette y nunca más y hasta siempre.
A la hora más triste del asunto
no quería bajar porque decía que allí estaba oscuro.
Pero estaba muerto y hubo que bajarlo.
Los sombreros abandonaron las cabezas,
se alzaron copas, adioses, letreros de nunca te olvidamos.
(Un joven poeta a mi derecha le mesaba las rodillas a la muerte).
Lo bajaron.
Se aplaudió en forma delirante;
la gente corría como loca asumiendo lo grave del momento.
Lo bajaban.
Las mujeres lloraban en silencio
porque bajaban las águilas, los sueños, los países enteros a la tierra.
Se intentó una última sentencia:
Nerval se acercó con una tiza y escribió con letra temblorosa:
Su cadáver estaba lleno de mundo.
Desde el fondo, Vallejo sonreía sin descanso pensando en el futuro,
mientras una piedra inmensa le tapaba el corazón y los papeles.

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