el pan nuestro de cada día
Francesa con 'el pan nuestro de cada día' y seis botellas de vino, París, Francia, 1945.
(Foto por Branson Decou). #electionspresidentielles2022
El pasado domingo tuvo lugar la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Sin mucha sorpresa, volvieron a ganar los mismos candidatos que ya se enfrentaron en las urnas hace cinco años. Un nuevo combate Marine Le Pen – Emmanuel Macron ya no tiene el mismo interés que antaño, pero no defraudará. Como en el Gatopardo, pero al revés: nada tiene que cambiar para que todo cambie.
No me ocuparé aquí de los porcentajes de voto que obtuvieron los candidatos el pasado domingo. Tampoco de hacer el análisis sociológico de sus votantes. En primer lugar, porque gente bastante más experta ya lo habrá hecho. Además, porque considero que lo poco a retener de la jornada electoral fue la petición de la derecha fetén y la izquierda indefinida de votar por la criatura sistémica más perfecta que jamás se haya creado.
Echando la vista atrás, las anteriores elecciones presidenciales fueron indignas de un país democrático. Las malas artes, donde se llegó a movilizar incluso a la judicatura contra el partido de Marine Le Pen, eran groseras. Los políticos se ocuparon de sacar el fantasma del nacional-socialismo y la prensa, propiedad entonces de nueve plutócratas cuyos intereses primarios no eran los de la información, sino los de la tecnología, los productos de lujo o el armamento, transformaron Francia en una república centroafricana el tiempo que duró la campaña electoral. Por no respetarse, no se respetó ni la jornada de reflexión. Pueden comprobarlo si consultan la portada del diario Libération del sábado 6 de mayo de 2017 («Hagan lo que quieran, pero voten Macron»). Ese era el nivel. El buque insignia periodístico de la izquierda posmoderna, sostenido desde 2005 por los fondos de Édouard de Rothschild, pedía el voto a calzón quitado por uno de los candidatos en segunda vuelta. En el caso de España, se vuelve a repetir el mismo escenario que la última vez: el liberalio medio va a piñón fijo y sigue apoyando a Macron porque patatas. Es decir, porque está in love con la Unión Europea, odia el Lepenismo populista y no sé qué. Todo sin conocer, ni de lejos, al niño bonito del Elíseo y su oscuro quinquenio.
Arrojar algo de luz sobre Emmanuel Macron es difícil. Se sabe muy poco de su pasado y de quiénes han sido sus apoyos. De hecho, los únicos mentores oficiales de los que se puede hablar abiertamente son el antiguo Consejero de PRISA, Alain Minc, y el visitador nocturno del Elíseo, Jacques Attali. Dos amigos del mundialismo. El primero lo colocó en la Banca Rothschild y el segundo en una comisión económica que tuvo lugar el año 2007 bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy. Fue su plataforma de lanzamiento. Sin embargo, según recogió el diario Le Monde en un artículo publicado el 9 de noviembre de 2018 («Henry Hermand – Emmanuel Macron: le vieil homme et le (futur) président») antes de ellos existió un mecenas, «un padre de sustitución». Se trata de Henry Hermand, rico industrial acostumbrado a financiar proyectos políticos de signo progresista, que llegó a sufragar los estudios del candidato y en cuya relación es problemático adentrarse (Xavier Poussard, Faits et Documents).
Excepto el hecho de haber pasado por la Escuela Nacional de Administración (única promoción que ha sido anulada de iure por el Consejo de Estado Francés; Société, Le Monde 18 de enero de 2007), el resto de lo que cuenta Macron sobre su currículum es ilusorio. Ni fue asistente del filósofo Paul Ricoeur ni pasó por las aulas de la prestigiosa Escuela Normal Superior. En lo tocante a su vida privada, es Michèle («Mimi») Marchand, una antigua periodista del corazón reconvertida en capo del papel couché, quien gestiona la escasa información disponible sobre la polémica pareja presidencial. El pasado de ambos está blindado al extremo, lo cual suscita no pocos comentarios.
De su paso por la casa Rothschild hay dos cosas llamativas: la primera, que no existe rastro de su excedencia en la inspección de finanzas, departamento del Ministerio de Hacienda en el que trabajaba y que abandonó para incorporarse al conocido banco de inversión. Cuando regresó a la función pública bajo la presidencia de François Hollande, no hizo falta reintegrarle (revista Marianne). El secretismo sobre sus emolumentos durante su etapa como banquero es otro aspecto que ha ocultado, minimizándolos. En los llamados «Macron leaks», los correos electrónicos filtrados después de las pasadas elecciones presidenciales, se sugirió la existencia de una sociedad offshore, pero considerando lo delicado de la fuente, la noticia no tuvo más recorrido.
Dejando de lado su vida personal, caben pocas dudas de que el actual presidente de la República Francesa es alguien fabricado a la medida del poder. Su partido, de síntesis y en cuya financiación desconocemos el papel que jugó el banco de inversión para el que trabajó, es una organización puramente personalista. Hablamos de decenas de diputados perfectamente planos, mediocres o silentes. Sólo están para apretar un botón y no hacer demasiadas declaraciones a la prensa.
El muchacho no tiene columna vertebral. Un día dice que el Mariscal Pétain es una figura importante en la Historia de Francia y, al siguiente, admira a Jaurès o se va de visita a Oradour-sur-Glane; un día hace un vibrante discurso delante de la Conferencia Episcopal francesa y, al siguiente, igual pretende hacer del aborto un derecho fundamental europeo que se pone a bailar tecno en el Elíseo con unos «bongos» travestidos; un día visita el parque temático Puy du Fou, deja a Philippe de Villiers con una sonrisa y, al siguiente, te dice que la cultura francesa no existe…
A pesar de que probablemente será reelegido, Le Pen ha demostrado ser eficaz en el camino a la segunda vuelta –siempre y cuando no haga un mal debate, como ocurrió la última vez-. No hay que perder de vista que bajo la presidencia de Macron nuestros vecinos han asistido a una de las gestiones más tiránicas de la crisis del COVID; a la represión injustificada y salvaje durante las protestas de los chalecos amarillos; a la venta de joyas industriales patrias (Alstrom) a los americanos; a la presencia de extraños colaboradores en el ámbito de su seguridad personal o al aprovechamiento de su influencia política en la venta grupos de telecomunicaciones a empresarios cercanos.
En parte, de Francia depende obstaculizar, aunque solo sea temporalmente, los planes de una Europa que ha elegido el suicidio.
Macron, que aspira a presidir algún día los Estados Unidos de Europa, sería, paradójicamente, de lo peor que le puede pasar al continente.
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