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Reloj Anker, Viena y el PROGRAMA de diálogo, elitismo y pedantería.


 Reloj Anker, Viena. Pieza maestra del Art Nouveau,  obra de Franz von Matsch. Cada mediodía ofrece le espectáculo de 12 figuras que desfilan mientras suena música clásica vienesa



Dice  Angel Velazquez: Advertencia:
Los textos de "El Coloso de Rodas" publicados en Ego de Kaska no tienen el propósito de subvertir nada. El lector será responsable de la lectura y la interpretación.
La Paideia fue el primer experimento civil, una suerte de corrección institucional que devino en adoctrinamiento tal y como fue el Curso Délfico de Lezama.

POR Israel Hosman

Paideia es mucho más que un adoctrinamiento, nunca lo fue, simplemente, este tema merece estudio porque es el Programa que se aplica actualmente, donde surgió el elitismo, y el diálogo con la dictadura. No por gusto, El Estornudo, ese gran aparato de adoctrinamiento, pagado por Soros, dedica espacio tras espacio para situar nombres, personajes, jerarquías.

Hasta hoy es una batalla interna que tienen los implicados y los programas que surgieron con PAIDEIA , a ver quién los dirige, incluyendo los que quedaron fuera que retomaron poder, como el caso de Rojas y así vemos a Ernesto Hdez Busto quien abrió la primera oficoda elitista en Penûltimos Días ahora, escondido en Cibercuba continûa su labor... Es mucho material para sacar conclusiones, por algo se fajan, se sitûan, descienden a otros, están en plena guerra, y no veo el camino que quieren tomar; es el PROGRAMA de diálogo, elitismo y pedantería. 

«PAIDEIA»

EN EL PANFLETARIO PROGRAMADA SOROS
QUE ADOCTRINA EN EL ESTORNUDO






PAIDEIA dirigió una serie de cartas a instancias gubernamentales con el propósito de establecer un diálogo con ellas para discutir las cuestiones que a ustedes les inquietaban ¿Fueron respondidas, directamente, en algún momento? ¿Se pueden considerar las reuniones que sostuvo, por ejemplo, la UJC con PAIDEIA una respuesta política o, de alguna forma, un reconocimiento? ¿Cómo vivieron al interior de PAIDEIA todo ese proceso?

A esas cartas que mencionas, y de las que se recogieron en el dossier ya citado sobre PAIDEIA que apareció en Cubista, las dirigidas a Abel Prieto, entonces Presidente de la UNEAC, y a Carlos Aldana, entonces Secretario del Comité Central del PCC, más una al Ejecutivo Nacional de la Asociación Hermanos Saíz, no se respondió, o no se respondió directamente. Lo más cercano a una respuesta directa, en lo dialógico —para no referirnos a actos de censura, a la pérdida del empleo por separación directa o indirecta del puesto de trabajo o la interrupción de la carrera universitaria, las amenazas, o, ya para cuando el núcleo más politizado de PAIDEIA se había metamorfoseado en Tercera Opción y finalmente auto-disuelto y adulterado en la Corriente Socialista Democrática Cubana, las agresiones físicas en plena calle u otros espacios públicos, o, peor aún, el castigo prolongado, como cuando Omar fue enviado al Ejército Juvenil del Trabajo, y, en general (manera menos corroborable pero no por ellos menos corrosiva y eficaz como respuesta represiva), a la circulación de rumores y sospechas entre los implicados y a la fermentación de un ambiente de desconfianza, recelo, división, censura mutua y autocensura, aislamiento y hasta miedo—, fueron unas reuniones —según Víctor Fowler, dos[i]— con el Comité Provincial de la UJC de Ciudad de La Habana, si mal no recuerdo presididas por Fernando Rojas y Juan Contino. Hay otra carta en el dossier, dirigida a Bruno Rodríguez Parilla, entonces Director de Juventud Rebelde, que sí constituyó una respuesta directa, pero nuestra, en este caso de Omar, en nombre de Tercera Opción, a un artículo publicado en ese periódico por el propio Bruno, cuyo blanco explícito y directo era Tercera Opción[ii].

Alguna vez llegó a mí el rumor de la circulación entre los militantes del Partido del vídeo de una intervención de Carlos Aldana en alguna reunión a puertas cerradas —de haber existido, nunca tuve la oportunidad de verlo o de leer alguna transcripción o material conexos—, rumor que no me parecía descabellado, pues en un editorial de Granma de por aquellas fechas se aludía a Tercera Opción de manera indirecta pero claramente discernible, rumor según el cual Aldana había afirmado que nosotros—y por ese nosotros entiéndase aquí el nosotros político de PAIDEIA y Tercera Opción— nos habíamos convertido en el reto político más difícil que había enfrentado jamás la Revolución, por tratarse —por tratarnos nosotros— de jóvenes nacidos después de 1959, formados y educados por la Revolución, profesamente revolucionarios, consciente y electivamente alineados con los presupuestos generales filosóficos de la Revolución, abiertamente críticos del estado de cosas e insatisfechos con ese estado de cosas, pero sin renegar de esos presupuestos generales filosóficos ni aspirar a provocar un cambio de sistema político en Cuba, ni siquiera de tratar de crear una confrontación con el Estado. Por muy ingenuo o incompresible que les parezca a muchos ahora, esa hipotética caracterización por Aldana de nuestros antecedentes, filiaciones, propuestas y propósitos, era acertada, pues, nosotros —aquel nosotros—, si aspirábamos a algo era a suplementar al Estado de su agencia emergente más orgánica: nosotros mismos, y ello no sólo en la aplicación de la propia política cultural del Estado, sino en la creación de una nueva cultura política, no contra el Estado, sino a través del Estado.

Durante las reuniones con el Comité Provincial de la UJC de Ciudad de La Habana, reuniones, como las recuerdo ahora, tensas y acaloradas, a ratos caóticas, entre otras razones porque nuestros interlocutores no insistían en que lo que proponíamos como proyecto cultural no tuviese valor o cabida, sino en que no había lugar para tratar de hacerlo como grupo autónomo o entidad para-institucional con su propio nombre —PAIDEIA— y con su propia agenda, y PAIDEIA carecía de todo tipo de estructura organizativa y jerárquica, y ninguno de nosotros podíamos hablar en su nombre. Se nos decía que éramos bienvenidos a trabajar en las instituciones culturales del país, y con ellas, a presentar propuestas y proyectos de trabajo, pero a título individual. En lo que me toca, expresé varias veces, tanto en aquellas reuniones con la UJC como en reuniones internas de PAIDEIA, mi aveniencia con que se corriera el riesgo relativo de autodisolvernos como grupo o proyecto autónomo a cambio de aquel hipotético espacio para trabajar no sólo en las instituciones, sino con ellas y para ellas. No todo el mundo estuvo de acuerdo y creo recordar que mi posición, en ese sentido, era minoritaria, si no exclusiva.

Después del breve ejercicio institucional de PAIDEIA en el Carpentier (febrero a julio de 1988), aquella cada vez más diezmada itinerancia en que nos coagulamos halló espacios de reunión, en diversos momentos, simultáneos o consecutivos, en la sede de El Caimán Babudo, la azotea de Reina, el Parque Almendares, la biblioteca y círculo filosófico en el apartamento de Ernesto Hernández Busto en 25 y 0, la casa de Omar en Brisas del Mar, otros parques, otras esquinas, la calle. Y en esas reuniones, desde el principio, se dibujaron claramente las líneas divisorias. No encontraba casa yo en ninguna de ellas, ni en la del intelectual francotirador y satisfecho —figura que siempre he aborrecido—, especie de sacerdocio público sin obligaciones privadas, ni en la del agente político más interesado en las prebendas o incluso las seguridades filosóficas de su agencia que en los riesgos y las exigencias de la creación de lo histórico volitivo. Cada vez que escucho a alguien, por ejemplo, hablar de voluntarismo político como si se tratase de un error de adolescencia o, peor, de un gesto desesperado, en lo decrépito, contra el avance indetenible de la muerte, ya sé adónde ese alguien me querría llevar con su realismo. No se trataba para mí de sobrevivir a toda costa como grupo, sino de ir hasta el final por reivindicar la verdad del gesto contra el minucioso, tenaz encono con que se quiso, primero, descalificarlo, y, luego, expulsarlo de sus propias premisas; por hacer valer una verdad compartida con quienes, desde arriba o desde abajo, nos la negaban; no por confraternizar con la cofradía. De ahí que a la propuesta de nuestros interlocutores en aquellas reuniones con la UJC, hubiese estado yo dispuesto a decir que sí y tomarles, primero, la palabra; luego, el espacio en disputa. Humilde, constructiva, inteligentemente.

Pero ya para entonces se había hecho tarde, y los sobrevivientes del naufragio se disputaban entre sí no los restos de la nave, sino la orilla. Una eficaz labor de zapa para distinguir, entre nosotros, aquel precario nosotros de apremio y circunstancia, a verdaderos (publicados) y falsos (inéditos), fiables y sospechosos, bien intencionados pero ingenuos y malintencionados y tramposos, buenos y malos, revolucionarios y contrarrevolucionarios —y yo, en la versión tanto oficial como oficiosa, pertenecía al segundo término de cada par—, había dado al traste con toda posibilidad de reencuentro en altamar. Así trataron, por ejemplo, de separar de PAIDEIA, y de cualquier vínculo con «los de PAIDEIA», a Iván de la Nuez o Rafael Rojas, quienes de otro modo habían sido y podrían haber seguido siendo presencias orgánicas en aquella cabecera de conversación que hubo de crear PAIDEIA, pero quienes también podrían haber sido recuperados y reencauzados por lo institucional constituido; a otros que llegaron o no llegaron a firmar ningún documento, pero que veían con simpatía el proyecto y habían participado en las actividades de PAIDEIA: Desiderio Navarro, Gerardo Mosquera, Alejandro Aguilera, Félix Suazo, Alexis Somoza —animadores del proyecto Castillo de la Fuerza—, varias profesoras del Instituto Superior de Arte… En algún momento se convocó una reunión en el Ministerio de Cultura, con el entonces ministro Armando Hart, a la que conveniente pero previsiblemente se invitó solamente a unos pocos «establecidos», etiqueta que les quedaba grande incluso a algunos de los invitados, por no hablar de los dejados fuera. Ahí se produjo un conato de escisión fatal en PAIDEIA, de ruptura, entre quienes veían en ello otra oportunidad de hacerse escuchar, de tratar de hacerse entender, y disipar tanta mala fe pero también tanto desconocimiento —el Estado carecía de una respuesta adecuada, coherente, incluso útil para sus propios propósitos, porque carecía de referencias y antecedentes para hacerlo, y actuó defensivamente y por instinto, y los primeros instintos, en política, de un lado y otro, suelen errar el tiro— y quienes se parapetaban en un altisonante pero pueril o se nos invita a todos, o no va ninguno, y el que vaya habrá tomado el partido contrario. Yo era de los primeros, y una vez más quedé en minoría y fui tildado, con la afectuosa sorna de rigor, de «politiquero», palmadita condescendiente en el hombro.

En tu caso, además de la revocación de la decisión del jurado del concurso de poesía de El Caimán Barbudo que le había concedido el premio a Sin Ítaca, ¿qué otros incidentes ocurrieron o qué otras medidas se adoptaron que pudieran calificarse de actos de censura o represión, directa o indirectamente?

Se me impidió volver a publicar, para lo cual no había que hacer nada, puesto que ya existía suficiente recelo en torno a mi persona; se me dejó de invitar a ciertos lugares y ciertas actividades —sólo los amigos más cercanos se mantenían en mi órbita—, y, ya en la época de Tercera Opción y la CSDC, se me propinaron un par de golpizas en la calle. En una ocasión se me detuvo por una noche en una estación de policía, en Lealtad y Cuchillo, pues a alguien —recuerdo la escena pero no a la otra persona—, tras detenerme mientras bajaba yo por Zanja, le pareció sospechoso, raro, el libro que yo llevaba —creo que Martí en Santo Domingo, de Emir Rodríguez Monegal—; recuerdo que esa noche se fue volando, como se dice, mientras escuchaba yo, entre curioso y aprensivo, las conversaciones de mis muchos compañeros en aquella celda atestada en la que fui exquisitamente ignorado, tal vez por mi propia pinta. Su pinta tampoco a mí se escapaba.

Se me hizo ver, sentir, en tres centros de trabajo —el Instituto Superior Politécnico José Antonio Echeverría y el Comité de Estatal de Colaboración Económica, en ambos daba clases de ruso, y en la delegación provincial de Ciudad de La Habana del Comité Estatal de Normalización, donde fui sereno— que no seguía siendo bienvenido, y, en los dos primeros casos, se me despidió sin violencia pero también sin razones convincentes, recurriendo a tecnicismos o a motivos más bien opacos; en el tercero, renuncié, pues temía por mi seguridad o integridad física tras varios actos de amenaza, encerrona o agresión; se me dejó de invitar a algunos lugares, a algunas actividades, a algunos círculos privados. Nunca estuve preso, ni se me llevó a juicio, pero recibí advertencias, amenazas, mensajes ambiguos… Como cuando trabajaba de sereno, y el teléfono sonaba insistentemente en medio de la noche, y del otro lado no se escuchaba a nadie, o se escuchaba alguna voz profiriendo alguna amenaza, alguna vulgaridad; o me daba cuenta de que la puerta o ventana del edificio que ya había cerrado o asegurado yo, se encontraba de pronto, algún momento después, inexplicablemente abierta —como para crear las apariencias, tal vez, en caso de robo, de negligencia de mi parte—; o estaba sentado yo en el portal del lugar —era una oficina en El Vedado— y de pronto alguien lanzaba en mi dirección una botella de algún líquido maloliente, contra la pared o contra mi cabeza, quién podría saberlo; fue la única vez que sentí miedo. Mas el sujeto de esos reflexivos no fue siempre necesariamente un agente del Estado. No siempre el Estado necesitó hacer algo para que algún otro me excluyera, por conveniencia o por temor.

Rolando Prats, Berlín, 26 de septiembre de 2016 / Foto: Cortesía del entrevistado.

También se me visitó —durante PAIDEIA o después—; se me sacó a pasear en auto; se conversó conmigo, en privado, como no se había hecho o no se hacía en público, como se supone, como se esperaba, que se debía haber hecho en público; se me ofrecieron seguridades de que ni se cuestionaba la honestidad o incluso la validez —en principio y en otras circunstancias, más propicias— de mis motivos y mis proposiciones—, ni debía yo temer ningún tipo de represalias. La expresión de esas seguridades se hizo más frecuente a partir de mi regreso a Cuba, en octubre de 1993, de mi primer viaje por los Estados Unidos, América Latina y Europa, en ese momento en que, formalmente, ya no pertenecía yo a ningún grupo, ni público ni privado, ni literario ni filosófico ni político; en que, afortunadamente para mí, se me había destituído de mi cargo en la Corriente Socialista Democrática Cubana y se me había separado de ella por mis antiguos «colegas» —palabra, recuerdo, del gusto del hiperbólico, aunque conciso, Elizardo— a causa de mis declaraciones y actos durante aquel viaje, declaraciones y actos que a aquellos a quienes hasta la socialdemocracia más aguada e inocua les resultaba condimento demasiado picante para sus insípidas recetas —llevaban en ello razón mis «excolegas»— le parecían haber querido enrumbar demasiado a babor la nave. Poco más de seis meses después, andaba yo por Brasilia, en actos electorales del PT, soñando con nuevos octubres. Pero en el desenlace casi involuntario de aquella saga de errores políticos, me reencontré, aunque ya era tarde, con quien, alguna mañana perdida de 1988, fue a visitar junto con Reina María Rodríguez a Lilia Esteban de Carpentier en la casona de Empedrado No. 215.

Para el momento en que, el 23 de mayo de 1994, tomé un avión en La Habana rumbo a Brasilia, me encontraba más solo y aislado que nunca antes hasta ese momento, sobre todo entre los míos —¿alguna vez, salvo las excepciones de rigor, lo fueron?—, pero aquella soledad y aquel aislamiento me permitían recalibrarlo todo y recentrarme, y me obligaban a ello, y amanecer de nuevo cerca de la fuente, aunque ya para ese entonces tuviese yo que conformarme con ser el único que viese al cántaro ir y venir sin quebrarse. En cuanto llegué a París, en agosto de 1994, gracias a una beca de estudios que me ofreció el gobierno francés con la intención expresa de protegerme, me impuse silencio, en acto de penitencia política, pero también de deferencia para con quienes me habían ayudado, siquiera involuntariamente, a deshacerme de tantas equivocaciones, silencio que no rompí hasta doce años después, luego de que, en 2005, Idalia Morejón Arnaiz (Ile) —a quien PAIDEIA et al prácticamente le deben no sólo haberse convertido en objeto de investigación sino haber sido rescatados, en lo que aquellos gestos todavía tengan de seminal inconcluso, frustrado, del frívolo e interesado, aunque no por ello menos errático, anecdotismo de cartón—, me propuso que colaborara con el dossier sobre PAIDEIA y Tercera Opción que aparecería en el número de Cubista correspondiente al verano de 2006. Silencio absoluto, y no sólo en público, era para mí el único acto posible de coherencia conmigo mismo en mis exilios —como irme de Cuba, en espíritu, lo fue cuando no pude regresar en cuerpo—, que no fueron ni son ni París, ni Miami, ni Nueva York, y más de veinte años después, hasta la propia Habana, sino, en una medida u otra, por una razón u otra, mis propios excompañeros.

Obviamente, si no hubiese salido de Cuba, en 1994, quién podría ahora saber lo que me hubiese ocurrido… Todavía, aquella tarde de mayo del 94, era y ya no era aquel a quien alguna vez —esa vez o la anterior, recuerdos traspapelados—, antes de abordar el avión, se había conducido a una salita en el aeropuerto, en la que alguien, llamándome por el diminutivo de mi apodo, me dijo que andaba yo sobregirado y me alentó a que me tomara mi tiempo, todo mi tiempo, a que hiciera lo mío —leer, escribir, estudiar, viajar—, reconocimiento tardío, e irónico, de mi condición de intelectual, precisamente aquello que, siéndolo, nunca había querido ser. Ni esa vez ni ninguna otra he sentido otra cosa que orfandad.

Hay en toda revolución —y tal vez en toda obra de progenie— dos momentos trágicos: el primero, de sobrecreencia —ese en que los hijos creen con más fuerza que sus propios padres en lo que han visto o se les ha inculcado—; el segundo, de descrédito —el de los nietos que ya no creen en nada salvo en la oportunidad de no ser ni como sus abuelos ni sus padres, de no imitarse sino a sí mismos. Hacedores y deshacedores de ayer se echan hoy, secretamente, de menos, en la memoria, asimétrica, de aquello que los definía a unos y otros y alguna vez se disputaron.

¿Dónde estaríamos, padres e hijos, hoy —dónde la casa común—, de no haber olvidado que, en el horizonte que avanza, y que se aleja, cielo y tierra se encuentran—tras cada paso— una sola vez?

Para responder a tu pregunta en un sentido menos anecdótico, se me reprimió, entonces, por muy violenta que haya sido la respuesta en ocasiones, selectivamente, tal vez con el propósito y la esperanza de que desistiera, y no realmente de dañarme física o mentalmente de manera irreparable. Incluso las golpizas, violentas, fueron actos de una precisión quirúrgica, propinadas por profesionales con instrucciones no sólo de asustar, sino también de castigar, de infligir dolor —pues, a todas luces, no se me estaba imponiendo una medalla—, pero sin excederse. También se evitó llevarme a la cárcel, como se llevó a otros que hicieron menos, muchísimo menos, y que dijeron menos, o no dijeron nada, porque no tenían mucho o nada que decir. ¿Por qué ese trato a la vez enconado y calculadamente preferencial? —se preguntarán ahora algunos con sorna y con sospecha. Tal vez por ser yo uno de los pocos —no era yo el único, no, pero no abundábamos— que no se conformaba al molde de la figura convencional del contrarrevolucionario sin escrúpulos ni principios —como se decía siempre, y como podía y de hecho era el caso con no poca frecuencia—, pero igualmente sin pensamiento político alguno ni programa político claro o coherente, sin discurso alguno que sobreviviera, en el gesto y la impronta, al más elemental anticomunismo, al menos visceral rechazo de todo lo que hubiese o pudiese estar asociado con la Revolución y el socialismo. No lo era yo, contrarrevolucionario, nunca lo fui, nunca lo he sido. Y tal vez lo supieran. No es que me estuviesen recompensando por mi buen gusto o tino político o preservando para tiempos mejores, pero de algún modo y por alguna razón evitaron alcanzar conmigo algún punto de no retorno, ni para ellos ni para mí.

Ni entonces albergué, ni albergo hoy, el menor sentimiento de odio ni de resentimiento, contra los agresores, o contra quienes me llamaban en medio de la noche, en mis días de sereno, para amenazarme, fuese ya mediante un largo silencio —solía yo quedarme con el auricular en el oído, a ver quién pestañeaba primero— o alguna vulgaridad sin el menor trazo de esfuerzo o de imaginación. No pertenecía yo a ninguna guerrilla en la ciudad o en el monte; tampoco pertenecían ellos a ningún escuadrón de la muerte. Gajes, en cada caso, del oficio. Ejercieron ellos el suyo con mayor eficacia, y tal vez, en los hechos, con mayor convicción que yo el mío, los míos.

En ausencia de un orden ideal en que verdad y justicia se presupongan, hay que saber a lo que atenerse en el mundo de la vida y en el sistema —para usar dos categorías en el sentido en que las usa Habermas, que es la referencia que privilegias en el análisis a que ha dado lugar esta entrevista[iii]— en que se vive y actúa, sobre todo si se lo hace para alterar la relación entre el mundo de la vida y el sistema que hallan uno en el otro cuerpo compartido y anclaje. Y como mismo uno desea, siempre, ser escuchado, quien no escucha desea ser comprendido. ¿Por qué es tan difícil comprender entonces que el Estado revolucionario amenazado, sitiado, que todo estado amenazado, de sitio, es un Estado que persevera en su sustancia así comprometida? Todo Estado amenazado es un estado de excepción. Infructuoso, e insincero, tratar de reconvertir ese Estado a su regla anterior o tratar de convertirse en la nueva regla apaciguadora —en vez de llevar esa excepción a sus últimas consecuencias— del Estado, sin pagar, por ello, ningún precio, incluido el precio de no ser comprendido. Es a lo que se refiere Benjamin en la octava tesis de Sobre el concepto de historia: «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en que vivimos. Debemos llegar a una concepción de la Historia que se corresponda con esa enseñanza. Se nos revelará entonces que nuestra misión consiste en procurar el advenimiento de un verdadero estado de excepción[iv]».

¿Por qué hablo hoy, en público, por primera vez de estas cosas que a mí ya me parece como si no hubiesen ocurrido, o como si le hubiesen ocurrido a otro? ¿Por qué corro, hoy, el riesgo de que, una vez más, se me malentienda? ¿Por qué lo hago aquí, contigo? Cuando una noche de febrero de 1988, al leer unas palabras en la inauguración oficial del Proyecto PAIDEIA, que hoy me son de todo punto tan ajenas que no puedo, frente a ellas, sino vivir de espaldas, y se me escuchó convocar a «[hacer] de la cultura una igualdad de las diferencias, una tensión de vasos que se comunican en el rechazo y la búsqueda, una gravitación histórica hacia la forma de la esencia, la forma que es el núcleo de mañana»[v], no habías cumplido tú ni dos años. Tu generación, infinitamente más distante de la nuestra que lo que nosotros lo fuimos de quienes nos precedieron, era, esa noche, todavía, un mañana imposible. ¿Cómo llegamos, todos, aquí, para siempre extraviados? Tal vez para empezar a responder esa pregunta, y, en el acto, renunciar a hacerlo, te he hablado de todas estas cosas.

Durante las reuniones a las que asistías en casa de Reina María Rodríguez, ¿viviste algún episodio de vigilancia, censura o intento de cerrar aquel espacio de diálogo entre escritores, artistas, intelectuales?

Desde por lo menos mediados de los 80, antes de que la azotea se convirtiese en un espacio de socialización, iba yo a casa de Reina prácticamente a diario. Como ya he dicho, vivíamos cerca, y su esposo en ese entonces, Armando Suárez Cobián, era uno de mis más viejos amigos, de mucho antes, de por lo menos diez años antes, de cuando ambos vivíamos en El Cerro. Armando conoció a Reina a través mío, durante una lectura de poesía en el Hubert de Blanck. Por lo que la azotea de Reina, como espacio de socialización, no fue para mí sino extensión del espacio doméstico privado en que Reina y yo nos veíamos desde hacía ya mucho tiempo. Es de suponer que se mantuviera algún grado de vigilancia sobre el lugar y que se llevara a cabo alguna labor más activa, no sólo de inteligencia sino de infiltración del espacio, con fines operativos. Pero jamás presté la menor atención a cualquier rumor o especulación en ese sentido, y no me preocupaba en absoluto ser vigilado, grabado, infiltrado. En absoluto. Se me antojaba pueril toda aquella paranoia. Y cada vez que alguien comentaba en mi presencia que este o aquel podría ser «agente de la seguridad», por reacción natural respondía yo que ni lo sabía ni me inquietaba, pero, en todo caso, que ojalá tuviésemos entre nosotros —ya aquel era para mí un nosotros, de tan abigarrado, promiscuo, pero inocuo— a alguien que informara, y que informara bien para que nos conocieran un poco mejor, para que se supiera mejor lo que pensábamos, lo que decíamos, lo que queríamos. Mi paso por la azotea fue fantasmagórico —ni era yo un intelectual santurrón que se creía con derechos especiales, ni mis actividades políticas de entonces tenían el menor eco en aquel ambiente: se suponía, incluso, que si uno se dedicaba a esas actividades entonces no era un escritor, un intelectual; ni tenía yo una doble vida: era lo que era y decía lo que decía en público y en privado. Ni siquiera tenía, exactamente, una vida privada. Y si recuerdo algo, es haber recibido allí cobija y protección, por Reina —cuya capacidad para la solidaridad humana, más allá de cualquier desacuerdo, y ya entonces teníamos ella y yo unos cuantos, y definitorios, estuvo siempre fuera de toda duda: mi amistad con Reina pudo sostenerse, al margen de cualquier afecto, gracias a ese reconocimiento mutuo y esa complicidad secreta en el ejercicio de la solidaridad sin mediaciones—, tras una golpiza a plena luz del día en la esquina de Reina y Campanario, precisamente en camino de su casa.

Se reunían también en casa de Ernesto Hernández Busto, donde estaba la biblioteca de PAIDEIA.

En el apartamento, minúsculo, en que Ernesto vivía con su madre en 25 y O, teníamos una biblioteca circulante colectiva, a la que cada cual aportaba lo que quisiese o pudiese. Y allí nos reuníamos una vez a la semana y se leía a Marx o Baudrillard, Heidegger o Derrida, Gramsci o Adorno, Benjamin, Lyotard, Foucault, Deleuze, Habermas… Los autores y obras privilegiados lo eran así por las preferencias o prioridades de Ernesto, Ferrer, Ulises Álvarez, en menor medida Omar… quienes marcaban la pauta en aquel momento. Ya para entonces me sentía yo, por un lado, como superado por la mayoría de aquellos discursos, y, por el otro, desinteresado de ellos en tanto que esos discursos no podían traducirse fácilmente en acción política… Pero la limitación, y el error, coyunturales ambos, eran míos, pues si alguna vez llegó a configurarse con cierta recognoscibilidad e inter-referencialidad estables aquello que se llamó a sí mismo PAIDEIA fue por la conciencia precoz de que la política, para volver una vez más a Badiou, no era sólo cuestión de práctica refleja de un pensamiento pre-existente (incluso no convertido todavía en dogma) sino, ella misma, la política, procedimiento de verdad, condición del pensamiento. Mis fatigas, y hasta mis impaciencias de entonces, las eran con los sujetos que me rodeaban, no con los referentes compartidos. PAIDEIA, entonces, se había convertido en una suerte de círculo filosófico peripatético: en casa de Ernesto, o en cualquier otro lugar, público o privado, se debatía algún texto (libro, ensayo, artículo) que alguno de nosotros había leído con ese propósito y se había preparado para exponer. Y eso en que se había convertido PAIDEIA, aquella fantasmagoría que era a la vez crepúsculo y alba, fue su momento de mayor consistencia consigo misma.

Ya entonces, en ese momento último pero inconcluso de PAIDEIA, se había puesto en marcha un proceso interno de re-definición y re-afiliación, desde el punto de vista político y filosófico, y comenzaban a perfilarse y dibujarse con trazos más claros y definidos las orientaciones que re-encauzarían por caminos paralelos o cruzados a quienes habíamos coincidido en PAIDEIA o Tercera Opción, proyectos, ambos, que se apoyaban en una posición común en relación con el Estado y las instituciones políticas y culturales, por lo menos desde la perspectiva de la política cultural y de la presunta función social del intelectual. Cuando esa posición común, y el consenso en torno a ella, comenzaron a verse desplazados, subvertidos desde dentro, también dejaron de ser definitorios y constitutivos en grado suficiente como para continuar haciéndonos girar en la misma órbita, y afloraron divergencias y fuerzas centrípetas cuya acción probablemente había sido postergada por imperativos morales.

¿Sabremos algún día cuánto pudo haberle costado al país, no a nosotros, que se hubiera cercenado aquel espíritu, desocupado el lugar que éramos?

Es esa la única pregunta que aún no ha agotado su posibilidad de redimir alguna verdad por encajar en el curso de las cosas. Todo lo demás es anécdota, y cada vez más pequeño.

Esta entrevista forma parte de la serie La censura silenciosa.

Notas:


[i] Véase Víctor Fowler, “Limones partidos”, en http://cubistamagazine.com/050108.html.

[ii] Bruno Rodríguez Parrilla, “A caballo regalado no se le mira el colmillo”, Juventud Rebelde, 16 de febrero de 1992.

[iii] Melissa Cordero Novo, La censura silenciosa:el papel del Estado cubano en la legitimación de una historia de la literatura nacional tras el triunfo de la Revolución (1959-1999) y sus consecuencias en la construcción de una esfera pública estatal, Tesis para optar por el grado de Maestra en Ciencias Sociales, Universidad de la Guadalajara, 2020 (por defender).

[iv] Cf. Walter Benjamin, On the Concept of History, CreateSpace Independent Publishing Platform, 2016 (la traducción es mía). Accedido en https://folk.uib.no/hlils/TBLR-B/Benjamin-History.pdf [en español: Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos, Buenos Aires, Ed. Piedras de Papel, 2007].

[v] Véase “Palabras en la inauguración del Proyecto PAIDEIA”, en: http://cubistamagazine.com/050009.html.


Cuando en diciembre de 1988 se redactaba el primer texto que se conoce de PAIDEIA, Ernesto Hernández Busto tenía veinte años. El documento era explícito: no se trataba de un grupo ni de un movimiento representativo, sino de un programa —más tarde proyecto— que pretendía, entre otras cosas, optimizar el uso de las instituciones culturales cubanas, exigir que el diálogo entre los intelectuales y el poder político no fuera unidireccional y promover un concepto integral y humanista de la cultura. Aunque PAIDEIA propiciaba un espacio abierto a la colaboración activa de quien así lo desease, había un núcleo central —de amigos, sobre todo— que terminó impulsando y defendiendo sus propósitos hasta las últimas consecuencias. Sufrieron y soportaron castigo, como si aquel paisaje fuera un cañaveral y ellos cimarrones escapando de la maldición del trapiche. Tres años más tarde, cuando el proyecto ya había conocido su ascenso y su ocaso, uno de sus miembros protagónicos, Ernesto, viajó a México. No regresó.

Desde 1959, el exilio inducido fue una estrategia constitutiva del Estado, que expulsó y sigue expulsando del territorio nacional las voces críticas. Para Iván de la Nuez el ahogamiento de PAIDEIA demostraba que «la institución cubana no reconoc[ía] la alteridad»[1]; mientras que Idalia Morejón afirma que, aunque esos escritores no se posicionaron como «jóvenes rebeldes, sino como pensadores modernizadores que en tanto intelectuales se sentían impelidos a obtener un espacio (léase también poder) […] quedó clarísimo que el prometido lugar donde discutir lo aprendido no sería de ellos»[2]. Por su parte, Rafael Rojas alega que la naturaleza letrada de ese proyecto fue el factor responsable de que el poder se movilizara en su contra: «las más fuertes instituciones ideológicas y culturales de la isla (…) intervinieron en su desmembramiento (…); en su contra operaba la eficacia totalitaria y una sociabilidad imberbe, poco entrenada en los ardides de la autonomía»[3].

Pero la agencia —«acción», entendida según Anthony Giddens— que ellos representaron fue fundamental. Porque se trataba del renacimiento en el país de un público-lector que luchaba por su derecho a la publicidad, porque demostraba la violación fáctica de los derechos fundamentales y la prohibición de la reunión libre de personas. Constituyeron, también, la evidencia de que la soberanía popular enarbolada desde lo estatal estaba vacía y que era falsa la autonomía atribuida a la esfera de la comunicación y la opinión pública.

***

La firma y la influencia de Ernesto Hernández Busto (La Habana, 1968) aparecen en cada documento y acción de PAIDEIA. A saber: las sucesivas formulaciones del proyecto, en las misivas dirigidas a Carlos Aldana y otros dirigentes políticos y culturales de la época, en «Tesis de mayo», en el propuesto Consejo de Redacción de lo que habría sido la revista OIKOS, en «Humanidades Libres: Didaxis Crítica» (donde impartiría el curso: «La totalidad de lo posible: José Martí en las coordenadas cubanas»), en las actividades de extensión cultural propuestas para la sede de El Caimán Barbudo (en el conversatorio «Postmodernismo: ¿tradición o vanguardia?», junto a Desiderio Navarro, Iván de la Nuez, Rafael Rojas, Abelardo Mena y Gerardo Mosquera) y en las columnas de Naranja Dulce.

Ernesto, aunque muy joven en ese entonces, pensó la escena política porque le incumbía —como ha escrito Edward Said— «la tarea de universalizar explícitamente la crisis, de darle un alcance humano más amplio a los sufrimientos que haya podido experimentar una nación»[4] o, en todo caso, sospechaba que una «persona que tiene gusto, en particular un gusto literario, es menos vulnerable a las repeticiones y a los conjuros rítmicos característicos de cualquier forma de la demagogia política»[5]. Su preocupación por la formación filosófica, por la dimensión ética y la estética de esa formación, le hizo saber quién era y, en consecuencia, le permitió ser libre, aunque no necesariamente más feliz, a decir de Joseph Brodsky.

Su carrera posterior, la lucidez de su obra ensayística y su posición pública han corroborado la altura y la importancia del distinguido intelectual que es. Aunque, por esos mismos motivos, es claro que se le aborrece en Cuba. La mención parcializada e inmoral sobre Ernesto[6] en la EcuRed es un ejemplo de ello; y lo es también la infeliz ausencia de su obra en las editoriales del Estado. Afortunadamente, Perfiles derechos. Fisonomía del escritor reaccionarioDiario de KiotoInventario de saldos. Ensayos cubanosLa ruta naturalMuda o sus disímiles traducciones se leen en la isla y fuera de ella.  

PAIDEIA es todavía un evento doloroso envuelto en la bruma. No es esta una apuesta por reconstruir el pasado —esfuerzo condenado a lo grotesco, como ha escrito el propio Ernesto—; se trata, en todo caso, de otro empeño por entender las dinámicas internas que provocaron aquella acción colectiva, por denunciar la asfixia que el Estado cubano practicó a niveles públicos y privados y por rescatar lo individual y único que se esconde en la memoria colectiva.

¿Cómo aconteció su retorno forzoso desde la URSS?

Después de pasar un año en la Escuela Preparatoria, me fui a estudiar Matemáticas a Tula, una ciudad cercana a Moscú, famosa por la finca de Tolstói, Yásnaia Poliana, unos dulces secos (priadniki, se llaman) y sus fábricas de armas.

Mi esperanza era poder cambiarme luego a otra carrera más afín con mis gustos, pero muy pronto quedó claro que aquello no era posible. Así que me tomé el curso como una oportunidad de aprender el idioma y un poco de cultura rusa. Me limitaba a ir a los exámenes, que pasaba «raspando», pero no me involucraba en las actividades «político-ideológicas», digamos.

Tuve la suerte de conocer a varios amigos que llevaban años estudiando en Moscú, y empecé a viajar a esa ciudad y a otras más o menos cercanas sin el permiso que se exigía a los estudiantes extranjeros. Estábamos entusiasmados con la perestroika, por entonces en su apogeo. Tras varias ausencias injustificadas (andaba yo por Kiev o Leningrado, ya no recuerdo), el «colectivo» —como se llamaba entonces al órgano estudiantil de los cubanos en cada universidad soviética— se reunió para juzgarme in absentia y decidió expulsarme.

Al enterarme, estuve varios meses viviendo por mi cuenta en Moscú, alternando entre albergues de amigos y la casa de Jorge Ferrer, que fue mi guía dentro del mundo cultural moscovita de aquella época: la Tetriakovskaya, con sus grandes exposiciones y retrospectivas; el estreno de Penitencia de Abuladze; el teatro alternativo; los números de Novy Mir en los que cada mes salía alguna revelación de archivos literarios censurados…

Finalmente —por presiones familiares— regresé a Moscú y fui enviado de vuelta a la isla. Se suponía que debía dejar la educación superior y me esperaba, ineluctablemente, el Servicio Militar Obligatorio. Pero apelé ante el Ministerio con el argumento de que todo aquello había sido (cosa cierta) una conspiración del «representante» de los estudiantes en Tula, un señor mitad funcionario y mitad policía, que, por supuesto, no me tragaba. Para mi sorpresa, gané la apelación y pude empezar a estudiar Español y Literatura en el Instituto Superior Pedagógico «Enrique José Varona». Para entonces, ya era un hecho el regreso obligatorio, por las razones ideológicas conocidas, de todos los estudiantes de primeros cursos que estaban en la Unión Soviética.

¿Cómo ocurrió su vínculo con PAIDEIA? ¿Cómo conoció del proyecto y por qué decidió ser parte?

A mi regreso de la URSS, y tras entrar en contacto con la perestroika (recuerdo ahora que Fowler me llamaba «Ernestiko Perestroika»), mi idea del intelectual como ente puramente letrado dejó de parecerme convincente. Supe de PAIDEIA a través de Cayo [Rolando Prats], y me sedujo la posibilidad de hacer algo «en otra dimensión», por así decirlo. El diálogo que por entonces tenía con él acarreaba otras lecturas, otra gravitas. Sentía un impulso de participación y una profunda incomodidad con el estado oficial de la cultura. La idea de una «misión generacional» (con razón o sin ella) iba cobrando cuerpo (inspirada, por cierto, en el ejemplo de Orígenes (de ahí la frase «estado de concurrencia» que aparece en uno de los documentos). PAIDEIA era la ambiciosa aventura que resumía todo eso.

Ernesto (a la izquierda) junto a Rolando Prats. Restaurante El Emperador. La Habana, 1990 / Foto: Cortesía del entrevistado.

Al estudiar, a la distancia de los años, el fenómeno social que también fue PAIDEIA, concuerdo con usted en que el proyecto nunca tuvo posibilidades de triunfar; pues, aunque representó un caso de agencia notable que demostraba la ineficacia del Estado, la configuración de lo público que se logró implantar en Cuba era ya lo bastante funcional como para aplastar cualquier iniciativa independiente. Pero presupongo que ese no era la idea que los animaba. ¿Cómo recuerda ese espíritu iniciático, el ambiente en el cuál se formó y se consolidó la cofradía que permitió avanzar y creer que se podía avanzar (animada, como escribiera, por la vocación cultural y por los compromisos políticos que se exigían)?

Había en los documentos programáticos de PAIDEIA una astucia muy obvia: convertir al Estado en interlocutor privilegiado para obligarlo a responder, a involucrarse. Era difícil ignorar aquellas parrafadas porque hasta cierto punto coincidían con las pretensiones de una reforma «desde arriba» (recordemos, por favor, el contexto de aquellos años).

Es cierto que al principio el proyecto fue una propuesta de nueva política cultural, pero creo que al final acabó por definirse alrededor de una idea del intelectual como alguien que debe participar activa y lúcidamente en el diseño de la cosa pública. Si bien un verdadero diálogo con el Estado cubano era imposible, la idea del intelectual que proponía PAIDEIA sí que cuajó (aunque hizo falta más tiempo).

En PAIDEIA había dos estilos o sintaxis de pensamiento, por llamarlos de algún modo. Estaba el marxismo frankfurtiano de Cayo, y estaba la irreverencia orwelliana de Omar, un tono más irónico y escéptico, más anglosajón, que no excluía lecturas filosóficas de gran calado (en especial la Carta sobre el Humanismo de Heidegger, que para nosotros fue casi programática). Omar había descubierto a Gramsci por esa época, y esa influencia también fue clave. Yo estaba en medio de esas dos corrientes o estilos, que se juntaron por la única alquimia posible: una philía, la amistad considerada casi como una forma de militancia ética. En los documentos de PAIDEIA, sin embargo, prevalece el tono de Cayo porque él se echó sobre los hombros la incómoda tarea de redactar los primeros borradores —y defenderlos en cada discusión.

¿Cómo recuerda el proceso creativo durante la redacción de los documentos de PAIDEIA?

Eran sesiones aburridísimas, aliviadas por laticas de cerveza que Quisqueya Henríquez compraba en la diplo cercana, en las que podíamos pasar una hora discutiendo una preposición. Tengo mejor recuerdo de nuestros estudios lingüísticos y filosóficos. Nos tomábamos esos asuntos muy en serio, aunque la ironía nunca estaba excluida. Estudiábamos Historia de la Filosofía Griega, Lingüística General, Lengua Inglesa, y analizábamos en detalle algunos libros como El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari o el seminario de Heidegger sobre Schelling. También profundizábamos en varios hitos del psicoanálisis (Reich, Lacan) o de la filosofía contemporánea (Nietzsche, Heidegger, el positivismo lógico, Derrida). El otro día reparé en que todos los miembros de PAIDEIA dominamos al menos tres idiomas extranjeros. Leíamos mucho y nos educábamos, aunque fuese de manera autodidacta. Cosas como la filosofía postestructuralista, el interés por la política de Orígenes o la revisión creativa de la Escuela de Frankfurt fueron dones de PAIDEIA y su círculo a la cultura cubana. En el caso del postestructuralismo, un regalo envenenado, vistos los lodos que han traído aquellos polvos…

Pero junto con el estudio y la pedantería había ironía y desenfado. En la modesta casa de Omar y Graciela Mateo en la playa de Brisas del Mar solíamos organizar campeonatos de dominó o de taco. Omar y Cayo se desdoblaban en todo el espectro de jugadores de las Grandes Ligas y solían llevar esas estadísticas de sus diversos sosias deportivos con una puntillosidad esquizofrénica. Me gustaba ir a Brisas, allí nos sentíamos más libres. Yo, además, estaba empezando a vivir solo (mi madre se había ido a EE.UU. dejándome un pequeño apartamento en 25 y O, en el Vedado). Así que todas las circunstancias de PAIDEIA y del Curso posterior formaron parte de una suerte de liberación personal.

De izquierda a derecha: Almelio Calderón, Emilio García Montiel (con gafas), Alex Pausides y Ernesto Hernández Busto sosteniendo el segundo número de Naranja Dulce (Edición especial 7); al centro: Omar Pérez. La Habana, 1988. Cortesía del entrevistado

Fuera del núcleo gestacional de PAIDEIA —del que usted formaba parte—, ¿cuál es su percepción sobre la «acogida» que tuvo el proyecto (dígase de manera general en la vida pública cubana)? ¿Cuáles fueron las reacciones de la comunidad intelectual cuando los desalojaron del Centro de Promoción Cultural «Alejo Carpentier» y PAIDEIA se convirtió (lo convirtieron), en una suerte de manifiesto a firmar y un foco de apestados contrarrevolucionarios?

No sé si con 20 años podía ser protagonista de algo. En cualquier caso, me tocó el papel de liason entre dos círculos que se juntaron en ese grupo: Cayo y Omar, por una parte, y Jorge Ferrer, Radamés Molina y César Mora, por otro.

Llegué a Naranja Dulce muy joven, como parte de un grupo, poetas en su mayoría. Mi modelo era el de intelectual letrado, poco interesado en política. Mis artículos de esa época eran sobre Cernuda o el helenismo de Alfonso Reyes, lecturas recomendadas por Antonio José Ponte, amigo de aquellos años junto con Atilio Caballero, Víctor Fowler (que fue brevemente mi profesor en la Secundaria), Rolando Sánchez Mejías o Emilio García Montiel, entre otros.

Entonces cerraron Naranja…, empezó PAIDEIA, aparecieron las Tesis de Mayo y la situación cambió. Todo el panorama se enrareció: los más jóvenes (que aún no teníamos una carrera intelectual ni mucho que perder) nos juntamos con otros «apestados», como Cayo y Omar, que apenas empezaban a ganar cierta notoriedad pública. A la hora de recabar firmas de apoyo, aquel grupo inicial de escritores de «los Ochenta» se rompió: Ponte, que ahora se autodefine como «escritor político», o Rolando Sánchez Mejías, cuyos avatares posteriores lo acercan a un disidente clásico, no tenían en aquel momento demasiado interés en nuestros reclamos. Otros, como Fowler, García Montiel o Atilio que sí tenían algo que perder (publicaciones, trabajos, puestos en la Universidad o la AHS), fueron amenazados y retiraron sus firmas. Algunos nos llamaron «politiqueros». Otros no confiaban en Cayo. Unos terceros decían que «no era el momento» o que preferían amasar «una obra». Había llegado el miedo. Por supuesto, como recuerda Víctor Fowler, aquello implicó una escisión: entre los intelectuales, digamos, «letrados» o «mandarines» y los «intelectuales politizados». Creo que uno de los grandes méritos de PAIDEIA (aunque también hizo falta tiempo para verlo) fue cuestionar radicalmente esa división: demostrar que se podía ser un escritor serio y tener legítimas aspiraciones de cambio político.

Hasta ese momento, el Ministerio de Cultura y las instituciones existentes habían conseguido convencer a la mayoría de los intelectuales de mantenerse al margen de la cosa pública. Dentro del gremio estaba mal visto interesarse por todo eso. Y lo de «escritor disidente» era también un poco demodé. Nadie aspiraba a ser un Padilla, digamos. Más bien, se trataba de entrar en la UNEAC.

Tengo un claro recuerdo de aquellos distanciamientos. Entre nosotros solíamos bromear con que Fulanito o Menganito sólo se habían «desabrochado el primer botón», en referencia a una frase (¿de Sánchez Mejías?), explicándonos que aún no era el momento de «quitarse la camisa» (en alusión a un outing político frontal).

Ante aquella escisión (que a mí me preocupaba, pues tenía amistad con uno y otro bando), yo insistí en que la marginación a que nos forzaban no significara abandonar el lado de «superación intelectual», digamos, que había caracterizado el primer momento de PAIDEIA, cuando aún funcionaba como proyecto de debate público en el Centro Carpentier. Y cuando todas las puertas de las instituciones se cerraron, propuse usar espacios «privados». Así también hizo, por ejemplo, el Teatro del Obstáculo de Víctor Varela, y así haría después Reina María Rodríguez en su Azotea. Había que recuperar espacios personales ya no solo para retar a las instituciones sino para superarlas.

Aquello coincidía con mi desencanto personal de la Universidad. Recordemos que en esa época las carreras de Filosofía o Sociología estaban pensadas para una élite políticamente confiable. Yo conocía bien a varios estudiantes de Filosofía (Emilio Ichikawa, Ramfis Ayús, Rafael Rojas o Ulises Álvarez eran algunos de los más brillantes) y a profesores como Lourdes Rensoli o Jorge Luis Acanda, pero lo que se enseñaba en aquella facultad me parecía desfasado e incompleto. A mediados de los 80 aún no se superaba la perspectiva de un hegelianismo/marxismo más o menos crítico, y todo lo demás era «filosofía burguesa». Daba pena ajena aquel programa de estudios. Entonces me dije: «hay que hacer otra cosa», y así PAIDEIA pasó a ser Curso y Biblioteca, además de manifiesto. Habíamos aprendido la gran lección griega: que la democracia no es sólo poder decir lo que se piensa sino ser capaz de pensar lo que se dice.

Usted ha escrito que «algunas estructuras de distribución del saber [propiciaron] cierto espíritu conspirativo y alertaron a la Seguridad del Estado, doblemente molesta por unos locuaces ‘elementos conflictivos’, cuyo ‘seguimiento’ les exigía tomar cursillos de actualización ideológica». ¿Cómo lo sabe?

Porque Fernando Rojas se quejó en alguna ocasión de ello (ya no recuerdo si en la reunión de la UJC o como una confesión a su hermano Rafael, a quien yo conocía). Leer a Derrida, o enterarse de quién era ese señor tan mencionado en nuestras reuniones, debía calificar como «horas extras» en los cursillos del PCC, supongo. Pero la Seguridad del Estado tampoco se complicaba demasiado: cuando había que dar golpes, lo hacía. Así pasó con Cayo, como ya se contó en esta serie, aunque se obvió —y me permito ahora recuperar la anécdota— un detalle simpático. Resulta que en aquella bicicleta en la que Cayo regresaba de un encuentro con nuestra benefactora diplomática Jeanne Texier iba un queso, un queso francés, con el que nos hacíamos la boca agua pues aquellos, también, eran tiempos de hambre. Además de golpear a Cayo, los compañeros que nos «atendían» se llevaron el queso, cosa que dolió tanto como lo otro.

Además del reproche de elitistas a aquel grupúsculo que se autoproclamaban intelectuales, según los directivos de la UJC con quienes se reunieron durante varias sesiones, ¿qué otros detalles puedes rememorar de aquella «censura por las buenas»?

Tengo vagos recuerdos de aquellas reuniones (¿dos?) en una casona del Vedado donde estaba la sede de la UJC. Recuerdo, por supuesto, a Fernando Rojas, hoy viceministro de Cultura, y su tono de «policía bueno». Aquel fue casi su estreno en esas lides de censor y desde entonces, por lo visto, ha ido perdiendo facultades. Me acuerdo de que hubo intensas discusiones, momentos de acaloramiento por ambas partes, pero la realidad es que aquel diálogo, en un principio, PAIDEIA lo sintió como una victoria. ¡Qué ingenuidad!

Ernesto Hernández Busto. San Petersburgo, 2018. Cortesía del entrevistado.

Independientemente de la posición moral o de honor o las convicciones políticas que cada cual defendía y representaba, pienso que el desmantelamiento de PAIDEIA los perturbó terriblemente en lo personal; provocó, incluso, la afección (casi de manera irremediable) de la amistad que se fundaba en una conjunción de pensamiento (más o menos semejante) filosófico y literario (cultural en su sentido más amplio, de comunidad, de ethos). ¿Cómo recuerda esta sucesión de hechos, percepciones, realidades, desmantelamiento, golpes?

El efecto que tuvo todo aquello (y en ese «aquello» incluyo la censura contra Naranja Dulce y PAIDEIA, más otras prohibiciones) fue convencerme de que en Cuba ya no había nada que hacer. Cierto ethos posibilista nos había mantenido juntos, pero no tenía sentido seguir hablando, como bien ha escrito César Mora, en nombre de un país al que no le importábamos demasiado.

En ese sentido, mi aprendizaje (no me atrevo a hablar en nombre de los otros) puede resumirse en lo que llamo «el síndrome de Arístides». Cuando se iba a celebrar la asamblea en la que Arístides sería condenado al destierro, un campesino griego que no lo conocía le pidió que le hiciera el favor de escribirle el nombre de su elegido: el propio Arístides. Éste le preguntó qué mal había hecho esa persona para merecer su voto negativo, a lo que el campesino replicó: «no lo soporto, todo el mundo dice que es el más justo». Sin preguntar más, Arístides escribió su nombre en el pedazo de barro que servía para votar y se lo entregó al campesino. Algo así hace quien opta por el exilio.

Durante el desenlace de PAIDEIA influyeron o salieron a relucir posibles diferencias entre los protagonistas. Prats cree, por ejemplo, que desde las reuniones que sostuvieron con la directiva de la UJC, se dibujaron claramente las líneas divisorias y que ya, durante los encuentros filosóficos en su casa afloraron ciertas divergencias que se contraponían a la posición común que los había unido. ¿Es esta su percepción?

No exactamente. Se trata, creo, de una lectura a posteriori (e interesada) de Cayo para explicar las actuales diferencias entre su posición (que hoy incluye infumables loas a Fidel Castro) y la de quienes seguimos siendo opositores al régimen castrista. Desde ese punto de vista, yo podría afirmar, por ejemplo, que el gran traidor de PAIDEIA, el más desleal a su espíritu contestatario, se llama Rolando Prats Páez. Para él resulta más conveniente ver la deriva de sus amigos y ex-amigos «derechosos» como desarrollo de aquellas supuestas «divergencias» primeras.

Hubo diferencias de opinión, por supuesto, las normales en cualquier grupo. Pero en el núcleo duro del proyecto no había fisuras políticas. Sabíamos el cambio que queríamos. Ni Cayo era procastrista en esa época, ni Omar Pérez lo ha sido nunca, por mucho que ahora agradezca a sus represores por haberlo mandado a un campamento del EJT [Ejército Juvenil del Trabajo] donde «se abrió su percepción». Nos tomábamos aquello como un asunto moral. Éramos altivos porque nos jugábamos el pellejo. Sabíamos que había que pagar un precio, y resistimos hasta que, al menos en mi caso, se hizo clara la naturaleza ilusoria de cualquier posibilidad de reforma cultural y política del castrismo.

Ya polemicé alguna vez con Omar Pérez, a quien le tengo un inmenso cariño y cuya obra admiro. Omar es alguien que trabaja con lo que se va encontrando por el camino, por así decirlo. Eso, que en poesía le ha dado resultados notables, falla a la hora de convertirse en un pensamiento serio sobre temas como el Kapital y su censura del Poeta, o la función del intelectual en Cuba. Creo que hay en sus juicios sobre política cierta dosis de ingenuidad, pero al menos tiene la prudencia de no abundar sobre el asunto. A diferencia de Cayo, que en los últimos tiempos ha desarrollado una retórica delirante sobre la Revolución cubana, un monólogo muy alejado del productivo diálogo intelectual que fue PAIDEIA.

Jorge Ferrer ha afirmado que tras el fin de PAIDEA se produjo un «silencio cultivado por todos los reclutas que conformábamos aquel pelotón» y usted escribió que «hay como una ley secreta que impide recordar aquellas cosas», ¿por qué cree que ese fuera el desencadenamiento del proyecto?

Sí, hubo años de silencio. Supongo que todos estábamos demasiado ocupados tratando de vivir —y de sobrevivir— para dedicarnos a cultivar la nostalgia. Incluso hoy, no estoy seguro de que estos acercamientos memorísticos sirvan para mucho. Ya lo he dicho en algún ensayo: es un baile de fantasmas.

¿En un plano individual sufrió algún tipo de represión o castigo por su participación en PAIDEIA?

No. Simplemente fui vigilado de cerca. Un día mi padre (con quien siempre he tenido una relación distante, y que en esa época era subdirector de la Agencia de Información Nacional y acudía a reuniones semanales con Aldana en el DOR [Departamento de Orientación Revolucionaria]) me advirtió que la Seguridad del Estado sabía que un escaparate de mi casa estaba lleno de papel y cajas de esténcil que habíamos ido robando aquí y allá. Era cierto, e ignoro cómo lo sabían, aunque en esa época a mi departamento iba mucha gente.

¿Existió una separación suya de PAIDEIA o se originó de manera paralela a la desintegración forzada del mismo? 

No hubo un corte definitivo, o al menos no lo recuerdo. La decisión de irme (a México, el 2 de octubre de 1991, con una carta de invitación facilitada por Madeline Cámara y gestionada por el Instituto Cubano del Libro) era temporal: se suponía que regresaría a La Habana meses después. Nunca lo hice, y tal vez alguien lo interprete como traición a cierto esprit du corps. Desde fuera, además, seguí enviando libros para la Biblioteca y propicié las gestiones para que salieran de Cuba (hacia París) Jorge Ferrer y su esposa.

¿Aún PAIDEIA para usted fue, «además del caricaturizable vivero de pedantería o del esfuerzo ridículo por convertirnos en ‘disidentes orgánicos’, un aprendizaje moral, la escuela preparatoria de una decepción»?

Sí, entre otras cosas.

Durante las reuniones a las que asistía en casa de Reina María Rodríguez, por un lado, y en el hogar de Albis Torres, por el otro, ¿vivió algún episodio de vigilancia, censura o intento de cerrar aquellos espacios de diálogo entre escritores, artistas, intelectuales?

Hubo muchos episodios en tal sentido. Pero hay una diferencia: Reina dialogaba constantemente con el Ministerio de Cultura y la Seguridad del Estado (tal vez creía que así podía ayudar más). Albis no.

¿Conoce usted si se practicó la vigilancia sobre el círculo filosófico que funcionó en su casa? Ha señalado la existencia de unos «micrófonos tan omnipresentes como nuestra paranoia», ¿se trataba de ese momento?

No, que yo recuerde. Una vez Lizette Vila intentó asistir y no la dejamos entrar porque sospechábamos que venía a vigilarnos. Pero no sé si teníamos razón. Cuando íbamos al Parque Almendares a dar nuestros cursos, o incluso en Brisas del Mar, solían vigilarnos de manera más o menos ostensible.

¿Por qué piensa que este círculo filosófico terminara reducido a un puñado de prejuicios?

Haré un pequeño desvío para explicarme. Alguna vez imaginé una noveleta que se titularía El Curso, y que contaría con las libertades de la ficción la historia de aquel experimento: unos jóvenes que, en un país comunista, se reúnen a aprender las «verdades» del postestructuralismo. Es paradójico que escogiéramos aquellas teorías posmodernas como punto de arranque para nuestra Bildung. Por eso todo terminaba en un suicidio colectivo por razones sentimentales casi decimonónicas. No pasé de una veintena de páginas, pero el intento me ayudó a entender los límites. Nuestro Curso, que originalmente versaba sobre El Anti-Edipo, funcionó en un espacio imaginario: llegamos a creer que Cuba, país subdesarrollado, enfrentaba las mismas circunstancias teóricas que otros países occidentales. Forzamos la realidad, «aplicamos» a Foucault allí donde había más Poder omnímodo que micropoderes. Prejuicio: opinión previa y tenaz sobre algo que se conoce mal.

«Es mejor estudiar filosofía después de cumplir los 50», dice un poema de Brodsky que me gusta mucho, «porque de lo contrario las leyes morales huelen a cinturón paterno o a traducción del alemán». Tiene mucha razón.

También buscábamos legitimidad, sería absurdo negarlo. Confiábamos en el futuro porque defendíamos nuestro lugar en él. Supongo que ese instinto está por encima de cualquier ideología. El sujeto, como descubrimos, no estaba tan muerto.

Ahora es fácil hablar de izquierdas y derechas, o citar aquel verso sobado: «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». Pero el caso cubano, en el punto en que se encuentra desde hace demasiados años, ya no es cuestión de «izquierda» o «derecha» sino de sentido común, de lucidez mínima.

Cuando uno es joven (como yo lo era en los Ochenta) resulta más proclive a la fascinación de la Utopía. No hablo sólo del marxismo tradicional, sino también de variaciones más sofisticadas del utopismo emancipador (Axelos, Bloch) que tanto nos marcaron. Algo de esa fe en un horizonte de emancipación define casi cualquier adolescencia intelectual. Prolongarla demasiado resulta una forma de infantilismo teórico, una ridiculez parecida a la que nos molesta en esos viejos verdes, que se babean ante las jovencitas. Existe, es cierto, el otro extremo: el cínico descreimiento, la apuesta por el estado presente, el perpetuo statu quo. Un verdadero intelectual —y aquí voy a permitirme un tic dialéctico— debería trascender ambos polos, justo porque dialoga siempre con alguna forma de eternidad. Ese credo es la libertad. Cada cual acomoda eso como puede, fabrica su mística y su camino para reconfortarse ante la desilusión por algo que se esperaba como posibilidad futura y que a veces se cumple. Como dice Simone Weil, cuya obra descubrí ya tarde, «necesitamos que el porvenir se haga presente, sin dejar de ser porvenir. Absurdo que sólo la eternidad puede curar».

Notas

[1] de la Nuez, I. (2006). Más acá del Bien y del Mal. El espejo cubano de la posmodernidad. Cubista magazine. https://cutt.ly/od2hFj1

[2] Morejón, I. (2006). Arqueología del no saber: Intelectuales y política en Cuba, 1989-2005. Cubista magazine. http://cubistamagazine.com/050101.html

[3] Rojas, R. (2006). Memorias de PAIDEIA. Cubista magazine. https://cutt.ly/1yN9u0i

[4] Said, E. (2016). Representaciones del intelectual. Ediciones Paidós Ibérica. Barcelona, España.

[5] Brodsky, J. (1987). Discurso de aceptación al Premio Nobel de Literatura. https://cutt.ly/rfPlNlh

[6] Ver en: https://cutt.ly/ogqjA9G

tomado del estornudo

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