muestra plástica de Margarita García Alonso en Editorial Hypermedia, por Yoandy Cabrera.
Nosotros
estos últimos tendones de la gran caída
del cielo nosotros los buitres
los tímidos los de la blanda mecha y la oreja sucia
nosotros estamos
mirándote
Félix Hangelini. “Los buitres”
La primera vez que visité el Museo del Prado y pude observar los cuadros de El Greco, supe y detecté que había una poética en aquellas miradas, escalas ascendentes desde una melancolía que perdura y se fortalece con los siglos. Algo semejante expresé al analizar algunas fotografías de tema grecolatino del fotógrafo español Carmelo Blázquez Jiménez. En ese texto afirmo: “hay en la mirada un hilo conductor, un organismo independiente”. Podría escribirse, creo, un análisis diacrónico del tratamiento de los ojos en el arte, una historia del arte a través de la mirada: desde las cuencas (hoy) vacías de las estatuas griegas y los enormes (y casi siempre frontales) ojos egipcios, hasta la mirada fulminante o esquiva de los superhéroes.
En el caso de la muestra plástica de Margarita García Alonso que desde el mes de julio presenta la Taberna Don Gastón en Madrid, sede social de la Editorial Hypermedia, estamos en presencia de poses, instantáneas de ciertas figuras cuyos enormes ojos parecen convocar al mismo tiempo al infinito y al abismo, o acaso estemos hablando de un mismo asunto. Hay en esas pupilas tensión y hermandad y en ese sentido son heraclitianas: contienen en su blanco y negro las dos fuerzas cósmicas enfrentadas que dan equilibrio al mundo: el eros y la rivalidad.
Hay una fauna en derredor de estas figuras (figuras cuyos cuerpos y en especial los ojos conforman el punto de fuga, el referente central de las composiciones) que es (en el caso de las alimañas) un eco expresionista de El Bosco, de Pieter Fris, de David Teniers, pero en muchos casos esa propia fauna circundante, ese entorno natural, polícromo surge de las propias siluetas humanas. Con respecto a los animalillos en miniatura que orbitan en algunos cuadros, es importante destacar que se mueven entre la inventio fantástico-infernal de un Teniers o un Bosco y la naturaleza onírica y más cándida de Chagall, por lo que son también reflejo de la dicotomía fundamental de la muestra: eros/rivalidad o vida/muerte.
Margarita logra generar belleza de la exageración, de la hipérobole ocular, del grotesco en esos ojos (que en algún momento pueden evocar ciertas escenas del más clásico cine de terror).
Consigue también con sus muchachos mezclar la libertad del color que heredamos de Gaugin, la independencia expresiva de Matisse, con una cierta melancolía que habla desde el silencio. Y precisamente sus figuras son dialógicas; a diferencia de los danzantes de Matisse, los suyos han detenido el movimiento, rompen la independencia cosmológica del encuadre, el círculo que el rojo de las figuras describe sobre el azul en Matisse y posan, de frente, más humanos, más cercanos y a la vez más frontales y dispuestos. Menudo rescate, desde nuestra contemporaneidad, de la ley de la frontalidad, propio de la escultura antigua. Desnudos, vestidos, en busto, de cuerpo entero, nada hay más definido en ellos que los ojos. Y nos miran con un prisma que va desde la indefensión y la dulzura, pasando por el hieratismo, hasta el reto y el enigma.
¿Posan? ¿Hay que tomarles una foto? ¿Nos han visto entrar a la taberna y detienen sus bailes, sus rituales? Desde ese cosmos multiculor, estos muchachos nos observan, y la mirada es precisamente lo que rompe la cuarta pared, lo que permea el escenario de ellos con respecto al nuestro, y viceversa, lo que comunica espacios, dimensiones.
Otro referente de estos cuadros, como ya había dicho, es Chagall. Las dos primeras muchachas tienen sobre sí, desprenden, generan otro mundo, pequeñas figuras de humanos, plantas y animales que orbitan armónicamente entre el cuello y la cabeza, que las habitan. Nótese también en el grupo de jóvenes, en los cuadros del fondo de la taberna, cómo la naturaleza parece más bien un manto que surge de ellos y los cubre al mismo tiempo. El paisaje está hecho a la medida de ellos, a su misma estatura. Al mismo tiempo conforman un divertimento paródico de Desayuno sobre la hierba de Monet. Y en esta ocasión no solo las féminas están desnudas, sino también los másculos que, como ellas, lanzan, desafiantes, una mirada hacia el espectador.
Hay una lectura lineal (propósito sin dudas expreso del secretario de la muestra y de la propia pintora) que nos conduce desde los bustos solitarios y cósmicos, pasa por el nudismo grupal y regresa, en estructura anular, a la figura exenta: va, por tanto, de los primeros retratos femeninos (núcleos atómicos, planetarios y vivos) a la muchacha sentada con su vestido amarillo en medio del campo que nos mira con la mano cerca de una flor y que ya aparece de cuerpo entero. Luego una pareja que, vestidos aún, nos miran con las manos tomadas. Y seguidamente los grupos sin ropa: tres chicos en uno, cuatro en otro y cuatro más en estos cuadros centrales donde las miradas y la desnudez invitan a la provocación y a la franqueza absoluta. Matices y escalas del blanco en los cuerpos que retan al espectador y que rompen con los azules, verdes y amarillos explosivos del entorno.
Aparece entonces, en otra pieza, una pareja donde la muchacha, bailarina nata, ensaya un passé, y el chico parece estar listo para hacer un attitude. Después un grupo de muchachas con postura y rostro desafiantes y finalmente la figura exenta otra vez, que cierra en ring composition con vestido amarillo (como aquella que descansaba sobre la hierba cerca de una flor) que esta vez sostiene un ave en las manos y otro ave está en pie a su lado. Nada, ni los animales, ni las casas al fondo, tienen el tamaño de estos pájaros. Pájaros que son ojos con ojos (órbitas con órbitas), que son metáforas de esta galería de miradas. Ninguna de las figuras sonríe, toda la expresividad está en el blanco y el negro nuclear de las pupilas. Ojos que nos conducen de la soledad a la desnudez y otra vez a la soledad. Una desnudez y una soledad que aparecen contenidas en todas las pupilas, que se encarnan en esos mundos oscuros enmarcados sobre el rostro.
Candidez, misterio, hermandad, diálogo y al mismo tiempo mutismo, desafío, suspenso, abismo, enigma. Sedentes, de pie o en fila, a cuerpo entero o en retrato de busto, practicando nudismo o haciendo del vestido tierra fértil y habitable, estos muchachos nos miran. Interrogan, desean algo, con todo el peso de sus ojos exigen, piden, cuestionan. Hay en esas miradas una belleza que se confunde con agujeros negros, con la negra noche homérica, con la muerte, en contraste con la naturaleza y la policromía circundantes. Ellos, sin pedir permiso, han tomado esta taberna y nosotros, en algún momento, o tendremos que preguntarles algo, o habremos de alejarnos y dejarles, dueños de todo.
Yoandy Cabrera
Don Gastón, Madrid, 24 de julio de 2013
[Presento las imágenes en el orden en que han sido expuestas
en la sede social de Hypermedia]
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