uno es muy tonto en su primera juventud al considerar valiosas nuestras propias opiniones

Cinco tendencias esenciales en la narrativa del siglo XXI: la de quienes no tienen nada que contar; la de quienes deliberadamente no cuentan nada; la de quienes no lo cuentan todo; la de quienes esperan que sea Dios quien lo cuente todo; la de quienes dejan el relato de la totalidad en manos de ese anónimo gran Idiota de la Red del que el sábado nos habló Olga Tokarczuk. Los que “no tienen nada que contar” remiten a un paisaje gris con adolescente aburrido y me recuerdan a Ricardo Piglia en Crítica y ficción cuando dice que le gustan mucho los primeros años de sus diarios "porque allí lucho con el vacío total: no pasa nada, nunca pasa nada en realidad”.
No puedo evitarlo. Con Piglia vuelven a mi memoria los días en que no tenía nada que decir y ni tan siquiera qué contar. Malas calles las de aquellos primeros años de juventud en los que, encima, todo se volvía peor, pésimo, si uno encontraba una historia por contar, porque sabía que acabaría no escribiéndola, condicionado por algo que había dicho el desgraciado de Heidegger: “¡Cuando se es demasiado tonto para tener algo que decir, se cuenta una historia!”.
En realidad, se tenga o no una historia para contar, uno es muy tonto en su primera juventud, y ya no sólo por ese desdén hacia lo adulto, sino también por la profunda estupidez de considerar valiosas nuestras propias opiniones. Después, uno cambia y pasa a sentirse más inseguro en todo, y eso ayuda al menos a tener algo que contar, sobre todo si robas los recuerdos a cuantos se cruzan por tu camino, o les sustraes la experiencia a los amigos y especulas con las historias que supones que viven cuando no están contigo.
En cuanto a la fracción de los que deliberadamente esquivan la trama la componen seres presumidos incluso cuando huyen de Heidegger, aunque justo es reconocerles que apuestan fuerte y son la oposición máxima al anónimo granIdiota de la Red porque buscan describir con todo detalle lo que pasa cuando no pasa nada, y que todo eso, como proponía Flaubert retándonos a todos, acabe sosteniéndose por la pura fuerza del estilo. De los que no lo cuentan todo —hay incluso una buena novela de Emiliano Monge sobre México y la violencia masculina que se titula No contarlo todo— sólo puedo apuntar que son la moneda más frecuente; a fin de cuentas, a callar más que a decir es a lo que nos dedicamos los mortales todos los días.
Pero si algo está claro es que entre los que aspiran a que un día se lo cuenten todo, absolutamente todo, podríamos incluir a la voz a la que Kafka le dio la palabra en Descripción de una lucha: “Y de pronto exclamé: '¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina”.
Este fragmento, que nos recuerda que a fin de cuentas somos humanos y querríamos saber sin límites, está escrito con una extraña confianza y familiaridad, como si la voz de Praga se dirigiera a un pariente cercano, lo que estaría confirmándonos que Dios fue el tío de Kafka.

Cuéntemelo todo

"Se tenga o no una historia para contar, uno es muy tonto en su primera juventud al considerar valiosas nuestras propias opiniones

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