-Las llaves de la noche, en Efory Atocha

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Las llaves de la noche
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-Por Margarita García Alonso
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Edición especial dedicada al poeta Fayad Jamís Bernal (Ojocaliente, Estado de Zacatecas, México, 28 de octubre de 1930- La Habana, 12 de Noviembre de 1988)
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Fayad Jamis tenía los dientes como un comedor de caña, parejitos. Las manos enormes y cuadradas, un bigotico de don Juan, los pelos muy negros; la risa socarrona, los pies planos y grandes, los ojos tiernos o feroces, según a quien mirara, la nariz de “zapatico viejo” –solía decir- ; y se desplazaba situando puntos cardinales.
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Era presencia, imponía una estructura imantada, un karma muy anciano y sabio. Ni se justificó, ni pidió plazas, nunca. Estaba con su fiereza de niño que en una trastienda de Aguascalientes, donde su padre libanés guardaba y cortaba telas, desde ahí, medía pasiones y hombres con la misma vara.
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Pocas veces cortó y cuando fue el caso, sangró en la herida.
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Bañarse en las pocitas de Guayos, junto al enorme seboruco que su padre levantó en una competencia de brutos, fue el estreno y la primera fama tras descender del barco que les refugió en la isla de Cuba. Estaba marcado, era un fugitivo, un errante de los exilios.
Con su mamá aprendió a silbar, siempre lo hacía. Chiflaba y el sonido recorría los pasadizos del Vedado. Por y para ella había aprendido la letra de boleros melosos, -un día haría un disco con Otto Fernández, Marrero, Tomas Álvarez, Alcides…a su memoria- ; por ella buscaba en la cabellera de las muchachas el olor a limpio de los jabones amarillos.
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Todos los meses recordaba que tenía tumba en el centro de la isla, y que no podía ir a ponerle flores. Pensaba que debió en un tiempo tener muchos primos en una ciudad arrasada completamente, en el Líbano. Le intrigaba su árbol genealógico como si fuera la causa de no poder adaptarse a tener familia. Dulce de leche muy azucarado y un té a la menta amargo se ligaban con los tostones. Me dijo que hubo de batallar para saber de dónde era, y se sentía cubano “tirado”
Tenía sus muertos -los complacía como en las tradiciones maternales- Hasta les nombró en la novela ¿Dónde están las buenas personas? que pasé a máquina y debe dormir en un armario de cualquier funcionario de la Habana.
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Tenía amigos, quienes seguían sus zancadas, su apetencia, su gusto por el café, el vino, la charla, las horas buscando el tipo de papel que mejor iba a un verso, o las risotadas tras un humor finísimo, aguja y dedal de inteligencia. Tuvo enemigos a quienes fue dando la mano, porque yo encontraba ridículas y desfasados los motivos de ruptura. Estaba marcado, había sido muy pobre y solo concebía en los Hombres la riqueza de ser bueno.
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Cuando viví a su lado estaba acabando la escasez en cuartuchos, e iba en camino de ser un coleccionador de cuadros, cerámicas negras, y libros, muchos dedicados por el autor, en primeras ediciones que encuadernaba en piel y letras doradas. Su biblioteca era inmensa y aun así, envidiaba cualquier tomo que no tuviera.
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Todo estaba en que decidiera sacarlos de las cajas que se amontonaban hasta el techo. Todo estaba en que firmara renuncia con relaciones exteriores y volviera a la poesía. Todo estaba en que admitiera que ya no era el huraño lobo solitario - había largado a una enamorada porque quiso ponerle un botón a su camisa-…
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Lo hicimos y nació la casa planeta. Hubo cómplices, Omar Pérez, Carlos Augusto Alfonso…quienes se hicieron pasar por carpinteros para levantar las bibliotecas. Hubo muchos viejos poetas de alcahuetas protegiendo nuestra unión, hasta un médico, Moreno del Toro, para que no nos diera un síncope de la emoción.
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Recortaba fotos y artículos; coleccionaba invitaciones, cartas y papeles de todo tipo. Cuando hablaba garabateaba y le salían bichos, ciudades. En los sobres de la correspondencia ha quedado ese savoir faire entre tinta china y óleo donde se mezcla el bestiario imaginario de todas las culturas que le fomentaron en único. Su trazo, a la pluma negra antigua, con punta afilada era intenso, como un desgarrón; en su técnica estaba sombrear al máximo y solo después, cuando la furia pasara, darle color, iluminar la obra.
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En los grandes formatos se sentía libre de trazar estrellas o manchas, era en el mediano donde florecía la composición barroca, el símbolo. Estaba marcado por las sombras. Trabajaba de noche, de madrugada.
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Fumaba tabacos y sabía hacer círculos de humo, tenía un cojín morado y un sillón para recibir -ahí nadie se sentaba- excepcionalmente, yo.
No sabía encender la cocina, echar a andar la lavadora, ni cambiar un bombillo. No sabía terminar un grabado -o sí que sabía- pero se acumulaban en la mesa para el día en que debía entregarlos en la Habana vieja.
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Impecable en su guayabera azul cielo, yo manchada de pintura fresca, llena de papelitos, mensajes, recados que él me dibujaba por una hora de ausencia.
Le regalaron, sin dudas, el permiso de conducir. No sabía de dineros, cuentas, ni siquiera que había que inscribirse para tener alimentos. Julia o Ada quienes ayudaban en las labores de casa, siguiendo un consejo preciso nada tocaban, a no ser el trillo del pasillo.
Fayad tenía la creencia que el polvo protege, que si se abren puertas, se escapaban las cosas que amaba.
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Pero sí sabía contar de Orígenes, quien era aquél poeta, de cómo se creo una colección, o una revista, de cómo Bretón le apadrinó para su exposición en Paris, o Nivaria le acuchilló las telas, o Retamar se peleó cuando él le quitó una novia… ahí desacralicé el mundo…entendí poemas en francés, en inglés, supe de geografías, de biografías -de Mahoma tenía, por lo menos cinco-. Le gustaba leer en voz alta, no levantaba los ojos, recitaba con delectación su obra, o poemas de otros, enfatizando los saltos de verso con leves movimientos de la mano.
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Sabía escribir en una máquina de cuatro patadas y mucho a la mano y describir y corregir. Con el poema era diferente, se pegaba, al buril con las palabras hasta que consideraba llegar a un punto de no regreso. Entonces los databa, precisando hora de comienzo y de final. Como en una maternidad, poema a poema.
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Cuando le conocí ya había escrito textos memorables; su nombre se estudiaba en manuales de escuela. Se había casado y divorciado dos veces, la tercera ocasión la viví en situación y escandalosa repartición de bienes, por poquito se muda a Matanzas. Contaba con cientos de ex amantes, hasta con una bailarina que se suicidó... En la puerta de casa dejaban cartas, girasoles, aviso de pasaje, golosinas...
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Estaba marcado para el amor, a palos marcado.
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Le asustaba la inocencia y me educó el gusto, el paso, el trazo, la mordacidad e ironía que deben agitarse con bondad. El tono de su voz era refinado y pleno de nobleza. Estaba marcado como un ahorcado delante de un café, por la fe y la creencia.
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Conoció el infierno de recorrer pasillos de hospitales, donde vimos niños desfigurados, seres que parecían mutantes con tintas rojas que delimitaban las radiaciones; conocimos tardes en que el suero entraba lento y devolvía el poema, el escupitajo del toro, mientras caía su pelo, en un reguero interminable de pérdidas por la casa.
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Conoció la tristeza de saber que se iba y teníamos cajones aún por abrir, textos mecanografiados; el tórculo que entendió que debía darnos una alegría, daba pruebas de equilibrio, las ediciones Vigía tendrían el apoyo de esta imprenta; estaba claro que publicaríamos a media Cuba…y éramos una “pareja de libros”- “el maestro y margarita” de Bulgakov se paseaban por San Lázaro camino al Almejeiras…-decía con ironía-.
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La maqueta del museo de pequeño formato, la fundación en Guayos, reposaba bajo la lámpara Art Nouveau, que otra vez, se había desarmado, y que repararíamos después de la mudanza, el viaje a Nicaragua, quizás vivir lejos, lejos… vivir.
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Nos habían abandonado, nadie quería verlo morir. Dios, que solos estuvimos con la muerte.
Fayad decidió hacer prueba de hombría e ir perdonando antiguas batallas líricas, afectivas, romper las destempladas lanzas de ex funcionario y perdonarse con humildad.
-Le quedaba irremediablemente una falta, esta criatura.

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