¿Te acuerdas de su cara de luna, la piel de arena fina en la mano moviéndose según su gesto breve?

Alonzo Cano

My Foolish Heart
¿Te acuerdas de Alma Adams?
¿Te acuerdas de Alma Adams cantando “My foolish heart”?
La luz del seguidor la buscaba en una especie de juego 
por el telón de boca hasta encontrarla 
apenas apoyado el brazo en la banqueta alta 
y circular donde después finalizaba la canción.

¿Te acuerdas de su cara de luna, la piel de arena fina en la mano
moviéndose según su gesto breve?
Tenía cara de luna y el pelo como césped recién cortado
que se peinaba dócil, clásica y sobria.
Para “My foolish heart” ella usaba un vestido prusia inolvidable,
como una de esas cosas fijas por los clavos de bronce
que a veces utiliza la memoria a su antojo.
Olía a delicadeza, una delicadeza incorporada por mi sangre
hasta llegar a la respiración, nerviosa, entrecortada,
mientras bailábamos con atracción de imanes, como hiedras,
un cuerpo único, indisoluble, flotando a la deriva, como un nudo
amarrados, haciendo de nosotros una consagración.
El jazz band propiciaba un sobrecogimiento, una atmósfera
de misterio magnífico expandido por todo el cabaret.
¿Será que nadie que no sea un hiperbólico, un idealizador
con una siquis atrayente y llena de arrogancia como la mía
se acuerda de Alma Adams?
¿Tú tampoco te acuerdas? ¿No la viste salir nunca del mar
cuando las plantas de sus pies trataban de aplastar en vano,
esas pequeñas crestas de olas residuales que llegaban
a la orilla en estado de desintegración?
¿No la viste en la noche posesiva donde era su costumbre
reconocer un sitio para ir habitando la viña del señor,
la casa del Alibi, algún viento que llegara a circular por sus pupilas?
¿Fue alguien realmente esa mujer, tuvo los atributos propios
de una persona, acceso a las palabras, extremidades, vientre,
senos orgullosos que te miraban siempre por encima del hombro,
la espalda como un cielo azul de oro?
¿No fuimos Alma y yo juntos a Camagüey?
¿Yo dispuesto a morir fabricando delirios y otras mitologías?
Cuando logro dormir, martes y jueves, la siesta los domingos,
en un determinado lugar nos encontramos y la ambiciono
tanto que la pierdo de vista como si se escurriera, 
volviéndose borrosa, transfigurada en algo interrumpido que se aplaza
hasta que logra desaparecer.

Luis Lorente

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