no te preocupes si recito poemas cuando la noche cae

by Margarita García Alonso  #marga #gif #Cuba

Cinco poemas de Lêdo Ivo,

Justificación del poeta
Padre, mis pensamientos no caben en tu sala con piano tranquilo a un lado y oscuras
sillas vacías cerca de la ventana
mis inquietos pensamientos no caben en la salita con flores muriendo en los jarrones y
paisajes sonriendo en las molduras
deja que ellos se muevan más allá de las cortinas azules y caminen mucho más allá de
las ventanas abiertas
deja que se mezclen con el calmo resplandor de la luna
no te preocupes si los demás se espantan con tu hijo de ojos vivos y cabellos siempre
desaliñados
no te preocupes si recito poemas cuando la noche cae
el tiempo no existe en el alma del poeta
todo es universal y abarca todos los tiempos
los poetas, papá, son los corazones del mundo
son las manos de Dios escribiendo los poemas del mundo inseguro
no importa, papá, que digan que estoy loco
que lloro recargado en los puentes y me conmuevo en los teatros
que pregunto por la oscura Adriana cuando la madrugada baja
en silencio
en silencio
los poetas son los pianos del mundo
sólo ellos permanecerán inalterables delante de las musas y de Dios
sólo ellos tendrán la noción de la agonía del mundo
ayer un niño español fue despedazado por una bomba
mañana se encontrarán poemas en el bolsillo del suicida soñador
mientras tanto las grúas trabajan incansablemente día y noche
y los obreros fatigan sus brazos y sus piernas
ninguna oscilación habrá en la Poesía
ella quedará en equilibrio porque los ritmos la amparan
y Adriana no se prostituye.

Soy una elección. Soy una revolución.


Los pobres en la terminal de autobuses
Los pobres viajan. En la terminal de autobuses
ellos alzan los cuellos como gansos para mirar
los letreros de los camiones. Sus miradas
son las de quien teme perder alguna cosa:
la maleta que guarda una radio de pilas y una chamarra
que tiene el color del frío de un día sin sueños,
el sandwich de mortadela en el fondo de la bolsa,
y el sol de suburbio y polvo más allá de los viaductos.
Entre el rumor de los alto-parlantes y el jadeo de los autobuses
ellos temen perder su propio viaje
escondido en la niebla de los horarios.
Los que dormitan en las bancas despiertan asustados,
aunque las pesadillas sean un privilegio
de aquellos que abastecen los oídos y el tedio de los psicoanalistas
en consultorios asépticos como el algodón que tapa los poros de la nariz de los muertos.
En las filas los pobres asumen un aire grave
que une temor, impaciencia y sumisión.
¡Cómo son grotescos! ¡Y cómo nos incomodan sus olores
aún a la distancia!
Y no tienen noción de las conveniencias, no saben comportarse en público.
El dedo sucio de nicotina restriega el ojo irritado
que retuvo del sueño sólo la legaña.
Del seno caído y túrgido un hilito de leche
que escurre hacia la pequeña boca habituada al llanto.
En la plataforma ellos van y vienen, saltan y aseguran maletas y paquetes,
hacen preguntas inoportunas en las ventanillas, susurran palabras misteriosas
y contemplan las portadas de las revistas con el aire espantado
de quien no sabe el camino del salón de la vida.
¿Por qué ese ir y venir? ¿Y esas ropas estrafalarias,
esos amarillos de aceite de palma que duelen a la vista delicada
del viajante obligado a soportar tantos olores incómodos,
y esos rojos contundentes de feria y de parque de diversiones?
Los pobres no saben viajar ni saben vestirse.
Tampoco saben vivir: no tienen noción de la comodidad
aunque algunos de ellos posean hasta un televisor.
En verdad los pobres no saben ni morir.
(Tienen casi siempre una muerte fea y poco elegante.)
Y en cualquier lugar del mundo ellos incomodan,
viajantes inoportunos que ocupan nuestros lugares
aún cuando estemos sentados y ellos viajen de pie.



Reaparición de mi padre
Hoy, por casualidad, volví a ver a mi padre
en su mañana forense.
En un traje de casimir aunque fuera verano
él entraba y salía de los despachos
y atravesaba la calle del Comercio
con su carpeta marrón, lentes de tortuga
y sombrero de fieltro.

De vez en cuando mi padre paraba en algún lugar:
en la Junta Comercial, en una ferretería, a la puerta de una zapatería.
Con su mirada miope contemplaba el rostro de Carole Lombard en el cartel del cine
Floriano.
Entraba en el Bar Colombo para mear.
Proseguía su camino
entre mendigos, trabajadores eventuales y ministerios públicos
y se sumía en la obscuridad de una tienda de raya.

Mi padre iba y venía en el centro de Maceió.
Yo presumía que él estuviera vivo.
Sólo me rendí a su muerte lenta
cuando pasó cerca de mí sin reconocerme.
Entonces supe lo que era la muerte.
Y al mismo tiempo supe lo que es la vida:
el lugar donde hay sol y las personas se hablan.



La viuda de Calabar
Mi amor es ahora sangre y orina.
Jamás volveré a verlo en su caballo blanco
escalando las dunas de Porto Calvo.
Dormiré sola. En el colchón de paño de Flandes
los ojos de la noche no presentirán más el peso de su amor de hombre que acaba de
quitarse el jubón de cuero y viene a mi encuentro con su sudor y su tarde de pólvora,
y su lengua gruesa de hombre no lamerá más mi cuerpo.
¡Bendita sea su lengua, que conocía todas las grietas y grutas y calas y arenales y cuevas
de mi cuerpo de mujer y me habituó al deseo!
Maldita sea para siempre su lengua de descuartizado
que por todos los siglos habrá de clamar por justicia
aunque no haya justicia para los que mueren.
De hoy en adelante seré una mujer sola
y mi soledad caerá, como una gotera, en mi vasija de estaño.
Guardaré mi deseo de viuda en mi arca de cuero crudo, junto a mi enagua de novia y al
manto de fiesta.
Enterraré mi sueño en el frasco de barro en que está el vinagre a la espera del pez aún
vivo en la lama.
Trituraré en un mortero de cobre los días que pasen.
Iluminaré mi odio con un candelero de alambre
para que se esparza por todas las paredes de mi casa.
Que, igual que mi amor perdido y descuartizado, este amor que duele como una espina
entre las piernas,
mi odio esté en todas partes:
en el fuego señalado que, encendido en las playas, avisa a las carabelas,
en el torneado de mi catre, en la franja de mi cortina, en la plata obscura de mi cuchara,
en la porcelana de jarro, en los pliegues de mi sábana de bretaña que envolvía mi cuerpo cuando acababa de gozar,
en los pelos de mi coño que él jamás volverá a separar con sus gruesos dedos,
en mi uña quebrada de tanto rayar mandioca.
Que mi odio, hijo de mi amor, quede siempre en mí como el ruido del mar en las playas blancas
y sea como la propia agua en mi jarrita de hoja de Flandes,
puro y sustancial como el pan que amaso en mi artesa redonda,
y corte como una hoz y cave como una azada.
Que así sea mi odio: fino como la punta de una espada, espeso como un jubón, estridente
como un tiro de escopeta y vigilante como la garita sobre el mar.
Que mi odio sea tan pesado como la funda de fierro que pendía del arzón de silla
del caballo blanco de Calabar
y se extienda como la hierba dañina en las sepulturas abandonadas.
Que mi odio sea más pesado que las esposas y los grilletes que sujetan a los negros
fugitivos y a los indios presos
y que no tenga llaves ni candados.
Que mi odio sea mi vasallo y me sirva en silencio,
con la sumisión con que yo le lavaba los pies a Calabar cuando venía de la guerra o me
contaba las historias de las minas de plata.
Que mi odio sea mi señor y envuelva, como un collar de fierro, mi cuello,
para que pueda sentirme en él como una esclava cautiva aún cuando estuviera soñando y
oyendo la música de una guitarra.
Bendito sea mi odio, que está más allá de los sueños, de los altiplanos y de las colinas,
siempre despierto como un hombre que no duerme y se alimenta de su propio insomnio
y no puede ser separado de sí mismo, y es como un dardo en una vara, y un arpa y su
clave, o un olor de meados en el bacín de orinar.
Que mi odio sea más durable que la argamasa hecha de aceite de pez y cal de marisco
que sostiene las casas y las iglesias, los palacios y las fortalezas.
Que sea así mi odio
pues lo que me fue quitado jamás me será devuelto,
lo que fue descuartizado no será más recompuesto.
mi vida me fue retenida, no puedo más vivirla.
Esta otra vida generada por la muerte, no la quiero, y mis manos frías de viuda se rehusan
a recibirla.
No puedo perdonar ni olvidar.
¡Malditos sean los que perdonan, mil veces malditos los que olvidan!
Maldito sea el día de hoy, viento negro
que derrumbó un caballo blanco.



La nieve y el amor
En este día de calor ardiente, estoy esperando la nieve.
Siempre estuve a su espera.
Cuando niño leí Memorias de la Casa de los Muertos
y vi la nieve cayendo en la estepa siberiana
y en el abrigo roto de Fédor Dostoievski.
Amo la nieve porque ella no separa el día de la noche
ni aleja al cielo de las aflicciones de la tierra.
Une lo que está separado:
los pasos de los hombres condenados al hielo oscurecido
y los suspiros de amor que se pierden en el aire.
Es necesario tener un oído muy fino
para oír la música de la nieve cayendo, algo casi silencioso
como el rozar del ala de un ángel, en caso de que los ángeles existan,
o el estertor de un pájaro.
No se debe esperar la nieve como se espera al amor.
Son cosas diferentes. Basta que abramos los ojos para ver la nieve caer
en el campo desolado. Y ella cae en nosotros, la nieve blanca y fría
que no quema como el fuego del amor.
Para ver el amor nuestros ojos no bastan,
ni los oídos, ni la boca, ni aún nuestros corazones
que laten en la oscuridad con el mismo rumor
de la nieve cayendo en las estepas
y en los tejados de las cabañas oscuras
y en el abrigo roto de Fédor Dostoievski.
Para ver el amor nada basta. Y tanto el frío del invierno como el calor escaldante
lo alejan de nosotros, de nuestros brazos abiertos
y de nuestros corazones atormentados.
Fiel a mi infancia, prefiero ver la nieve
que une el cielo y la tierra, la noche y el día,
a ser presa indefensa del amor,
el amor que no es blanco ni puro ni frío como la nieve.


-Lêdo Ivo, Estación Final, Colección Los torreones, selección, traducción y prólogo de Mario Bojórquez, Bogotá, 2012 / Valparaíso, Granada, 2013 / Taberna Libraria, Zacatecas, 2013.

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