La celebridad es una grosería.

1915
A veces, cuando pienso en los hombres célebres, siento por ellos toda la tristeza de la celebridad.
La celebridad es una grosería. Por eso debe herir a un alma delicada. Es una grosería porque estar en evidencia, ser mirado por todos inflige a una criatura delicada una sensación de parentesco exterior con las criaturas que arman escándalo en las calles, que gesticulan y hablan alto en las plazas. El hombre que se vuelve célebre se queda sin vida íntima: se vuelven de cristal las paredes de su vida doméstica, es siempre como si fuese excesivo su traje; y aquellas sus mínimas acciones—ridículamente humanas a veces— que él quisiera invisibles, las coloca en la lente de la celebridad para espectaculares pequeñeces, con cuya evidencia su alma se arruina o se fastidia. Se necesita ser demasiado grosero para poder ser célebre por voluntad propia.
Después, más allá de la grosería, la celebridad es un contradicción. Pareciendo que valor y fuerza a las criaturas, apenas las desvaloriza y las enflaquece. Un hombre de genio desconocido puede gozar la voluptuosidad suave del contraste entre su oscuridad y su genio; y puede, pensando que sería célebre si quisiera, medir su valor con su mejor medida, que es él mismo. Pero, una vez conocido, no está más en su mano revertir la oscuridad. La celebridad es irreparable. De ella como del tiempo, nadie vuelve atrás o se desdice.
Y es por esto que la celebridad es una debilidad también. Todo hombre que merece ser célebre sabe que no vale pena serlo. Dejarse ser célebre es una debilidad, una concesión a los bajos instintos, femeninos o salvajes, de querer darse en las vistas y en los oídos.
Pienso en esto a veces coloridamente. Y aquella frase de “hombre de genio desconocido” es el más bellos de todos los destinos, se me vuelve innegable; me parece que ese es no sólo el más bello, sino el mayor de los destinos.
Se dice que los herméticos de la Rosa-Cruz, secta esotérica y mágica, descubrieron, desde el inicio de los tiempos, el secreto de la vida eterna, el elixir de la vida; que, nunca muriendo, pasan de época en época, a través de los ciclos y de las civilizaciones, desapercibidos, ningunos y, con todo, por la grandeza de la cosa trascendental que crearon, mayores que todos los genios de la evidencia humana. De su secta es el precepto, que cumplen, de no darse nunca a conocer. Su presencia eterna, que vive al margen de nuestra trascendencia, vive también fuera de nuestra pequeñez.
Se me van los ojos del alma en esas figuras supuestas—¿y quién sabe hasta qué punto reales?— que, verdaderamente, realizan el supremo destino del hombre: el máximo poder en lo mínimo de la exhibición; el mínimo de exhibición por cierto, por tener el máximo del poder. El sentido de sus vidas es divino y lejano. Me place creer que ellos existan para que pueda pensar noblemente de la humanidad

Diarios de Fernando Pessoa

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