El Dios de Chely Lima
Van Dyck
Mi dios es un elefante engalanado, un danzarín que gira en una rueda de fuego, un hombre que se maquilla los párpados de azul profundo. Es una mujer embarazada a punto de parir el cosmos.
Mi dios es un humilde artesano con las muñecas atravesadas por clavos mohosos, un joven armado con látigo que echa por tierra las mesas de los mercaderes en el templo. Es un hombre de mirada verde sentado entre Magdalena y su discípulo favorito.
Mi dios es un guerrero de cuerpo rojo armado con la doble hacha, es una bola de luz, un lago secreto, un volcán dormido, un árbol solitario que resiste los rigores de la próxima glaciación.
Mi dios es un átomo, una piedra, una hoja seca, un perfil desconocido que centellea detrás del cristal de la ventana bajo la lluvia.
Mi dios está en todo. En nada. Mi dios casi no existe a fuerza de existir. Le digo “dios” por darle algún nombre, pero es lo innombrable, lo impalpable, lo increado, al mismo tiempo tan real como el pecho de mi madre goteando en mi boca de recién nacido.
Mi dios no es excluyente, porque excluyentes somos los hombres.
Mi dios tiene el aspecto de mi amante, de mi madre y mi padre, de mi peor enemigo. Es inútil hablar de él y al mismo tiempo es inevitable. Es indescriptible, inefable y más íntimo que mi sangre menstrual, que mis quejidos, que mi grito para entrar en la batalla, que mis huesos blanqueando en una tumba anónima.
Mi dios no es mi dios y yo no soy de él, porque hay un punto en el que nos confundimos y somos lo mismo, él-ella en el macromundo del macromundo, y yo en el micromundo.
Ahora mismo me ha tocado con su aliento para que yo escriba, lee estos versos imperfectos por encima de mi hombro, y sonríe.
Mi dios es un humilde artesano con las muñecas atravesadas por clavos mohosos, un joven armado con látigo que echa por tierra las mesas de los mercaderes en el templo. Es un hombre de mirada verde sentado entre Magdalena y su discípulo favorito.
Mi dios es un guerrero de cuerpo rojo armado con la doble hacha, es una bola de luz, un lago secreto, un volcán dormido, un árbol solitario que resiste los rigores de la próxima glaciación.
Mi dios es un átomo, una piedra, una hoja seca, un perfil desconocido que centellea detrás del cristal de la ventana bajo la lluvia.
Mi dios está en todo. En nada. Mi dios casi no existe a fuerza de existir. Le digo “dios” por darle algún nombre, pero es lo innombrable, lo impalpable, lo increado, al mismo tiempo tan real como el pecho de mi madre goteando en mi boca de recién nacido.
Mi dios no es excluyente, porque excluyentes somos los hombres.
Mi dios tiene el aspecto de mi amante, de mi madre y mi padre, de mi peor enemigo. Es inútil hablar de él y al mismo tiempo es inevitable. Es indescriptible, inefable y más íntimo que mi sangre menstrual, que mis quejidos, que mi grito para entrar en la batalla, que mis huesos blanqueando en una tumba anónima.
Mi dios no es mi dios y yo no soy de él, porque hay un punto en el que nos confundimos y somos lo mismo, él-ella en el macromundo del macromundo, y yo en el micromundo.
Ahora mismo me ha tocado con su aliento para que yo escriba, lee estos versos imperfectos por encima de mi hombro, y sonríe.
Chely Lima
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