EL CALLEJÓN DE LOS VENCIDOS, Félix Anesio


Félix Anesio

Los saludo a todos con una breve anécdota... y un largo poema.
Una vez le pregunté a Magali Alabau que cómo ella podía escribir poemas tan extensos; poemas que son ellos mismos un libro; que yo nunca podría hacerlo, que yo prefería las formas breves. Magali me miró con una sonrisa sagaz que aún recuerdo. Me dijo algo así: "...ya lo harás, ya verás como un día te llega ese reclamo. Todo es cuestión de seguir escribiendo mucho y un día te sorprende".
Y aquí está el poema que nunca he leído en público, quizá por su largueza y que espero ustedes lo aprecien.

Nota: acompaña al texto un dibujo de Bruno Schulz (que he tomado de una página de internet) a quien va dedicado el poema.
EL CALLEJÓN DE LOS VENCIDOS
A Bruno Schulz
I
Ayer me vi inmerso en una espesa
trama de cuerpos moribundos
en un edificio sórdido y gris
al pie del Callejón de los Vencidos.
Gente cansada, coja
los bastones y las muletas sonando
el cáncer al acecho por su turno
el asma, y también el lumbago
en este largo tren que abordo
y que no parece llegar nunca a su destino.

30, 31, 32…
A cada alma un número
en larga letanía de cifras y de horas
como gotas de una inmensa clepsidra.
El hedor de la piel y de los huesos
las muecas, las grotescas máscaras de dios
talladas por el tiempo:
vi a Dora Maar en una esquina
a Vincent desorejado en la otra
a Cervantes con su mano sola
a Rosa Parks
al reverendo King
y cuanto negro menesteroso abunda en el paraje.
En verdad, no recuerdo haber visto a un solo judío.

Las axilas, los pubis y las piernas lampiñas
las varices en las narices hinchadas
piernas mustias que han gastado millas
bajo el sol, la lluvia o la nieve de otros sitios
y de éste ahora donde estoy confinado.
El ruido de mi mano temblorosa me delata.

32….
¡Última llamada al 32!
¡Qué le dirán al 32, pobre!
Que está muy cerca de la no existencia
en el edificio gris y con insignia
donde la Señora del Cárdigan Gris
juega a ser una sacerdotisa
que encubre sus propias miserias
desde una teatral pose de mando
conferida por el gobierno
para el cual trabaja en su desidia
hastiada en el fondo, de sí misma
de su papel de capo, de juez y de sicario
detrás de unos gruesos cristales
que la protegen de la ira
de una imposible toma de su propia Bastilla
de la mansedumbre enajenada de los otros
ánimas que se mueven en este tren gris
salido de un filme de Munch
visto en una abrumadora soledad desesperada
hace ya muchos años… ¡Cuántos años, Dios mío!

33, 33, 33, ¡por última vez, el 33!
Es mi detestable número.
Desconcertados rostros que miran
pantallas de televisión en circuito cerrado
exhibiendo otros rostros felices y seguros
mientras afuera los cocodrilos afilan las fauces
con sus lenguas límbicas, que han de cercenar
toda la carroña en El Callejón de los Vencidos.
Los húmeros artríticos, las gargantas roncas
párpados caídos sobre pupilas que ya no reflejan
ni un destello de una ilusoria felicidad pasada.

Hoy todo es duramente real.
¡Es la Vida y qué se le va a hacer!
Es la Ley.
¿De que sirve contradecirla?
¡Es el Destino!

Dicta la funcionaria del cárdigan gris
con olor a naftalina y a una insultante fragancia
desconocida al otro lado de la ventanilla.

Un mustio clavel rojo carmesí pende de la solapa.
¡Hagan silencio! ¡Hagan silencio!
Acaso no distingue la laxitud del que espera lo peor
del que sigue acoquinado en este tren de seres moribundos
que ya nada desean, sino quizás, el mendrugo que les
alargue
el viaje que pronto ha de tener un final definitivo
ése que llega con el alivio de la muerte
ya también hastiada por la oficial demora.

Si, señora capo, señora del Cárdigan gris con insignia
y clavel en la solapa, que fija los límite del Bien y del Mal.

Cómo se atreve a dictaminar que no soy todavía un
miserable
que poseo unos dólares para comer y que debo bajarme
ya de este tren en marcha hacia la nada.

¡Gracias por venir, señor; que tenga usted buen día!
¡No hay apelación, señor! A qué preocuparse
si está usted libre bajo parole digamos por un año, al menos.
¡Eso sí! No deje de venir usted
dentro de un año en que seguramente será declarado
incompetente
inútil, inservible, miserable de toda solemnidad
más cercano a su destino natural, la inexistencia.

II
Lo sabrá por una citación a vuelta de correos
en sobre amarillo con el sello de la insignia
y por sus dolores crónicos y por su cojera atroz
por su hediondez
por sus magros alimentos sintéticos y transgénicos
que quizás entonces ya no pueda asimilar del todo
porque ya sabe, señor…

Por un instante vi alzarse en mi mano el hacha de
Raskolnikov.

¡No me distraiga!
¡Usted es inteligente, señor!
¿No dice que es poeta?
El tiempo oficial es limitado, no insista con preguntas.
¡Hasta la vuelta, señor, que yo lo espero aquí
en la ventanilla de la desesperanza, de los desvalidos
de los sordos, los ciegos y los locos, los dolidos y dolientes!

III
Yo seguiré aquí investida
con mi cárdigan gris para decirle cuándo
su existencia amerite ser declarada oficialmente gris
Usted es viejo conforme a la Ley, al Orden y al Progreso
abandone toda esperanza
su vida absurda no es más que una falacia.
34, 35, 36, ad infinitum.
Se escucha una voz de mando:
¡Nest, nest, nest!
¿Cómo que nido,
cómo que casa,
cómo que hogar…?
¡Qué lengua rara habla el alienado custodio!
Diga, next, next, next, correctamente
tenga al menos el decoro
de exhibir su nueva lengua de adopción
¿O es que no ha tenido tiempo de aplicarse?
¡Silencio, silencio, silencio!
Silence, silence, silence…
¿Será que este hombrecito rudimentario
puede acaso escuchar mis pensamientos?
¿Se habrá percatado que desde niño detesto las insignias
y el horror que me producen los uniformes y las armas?
¡Hasta el próximo año de Nuestro Señor, poeta!
Salgo trastabillando entre sillas de rueda,
muletas bastones bocas resecas
órbitas descejadas, ya sin lágrimas.

IV
Y de repente la patética visión de una niña
de bucles negros y piel aceitunada
que persigue a su madre manca y maloliente
por los pasillos del pesado tren en marcha
que no se acaba nunca…

37, 38, 39…
La cuenta es infinita.
Lentamente, salgo al Callejón de los Vencidos…
Los saurios yacen con las fauces entreabiertas
despreciativos, mirando alevosamente hacia otro lado.
¡Usted no, señor, todavía no! Parecen decir.
¡No ve que usted no es quien decide, ni gobierna nuestras
fauces!

Silencio.
El pistoletazo no se hizo esperar, sobre la sien, la víspera.

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